Copyright: Federico Revilla
volver a la página principal (pulse aquí)
La afición al terror es una actitud paradójica. Siendo de suyo algo indeseable, el terror y todas las emociones afines habrían de provocar, al parecer, más bien rechazo y huída. No es así : muchos los buscan. Pagan para exprimentarlos. Se recrean en ellos.
Ya Sigmund Freud se había planteado la cuestión, aunque sin llegar muy lejos en ella : discurría Freud sobre "lo siniestro", asignándole un sentido bastante próximo al que nos interesa. Su primera aproximación apuntaba al carácter ajeno que lo caracteriza (el desconocimiento como causa de zozobra) : "Lo siniestro causa espanto porque no es conocido, familiar". Recogiendo trabajos de E. Jentsch, incorporaba la noción de desvalimiento, que contribuye a aquella vivencia : "Según él [Jentsch], lo siniestro sería siempre algo en que uno se encuntra, por así decirlo, desconcertado, perdido". Es mérito de este mismo autor haber destacado "como caso por excelencia de lo siniestro" la "duda de que un ser aparentemente animado sea, en efecto, viviente" : éste será uno de los componentes estremecedores en el caso de Drácula.
La muerte como elemento para el terror
Freud se ve conducido a la supervivencia del animismo, que explica lo que él denomina "omnipotencia del pensamiento" (presentimientos, "mal de ojo", etc.). Su teoría psicoanalítica, ya entonces (1919), ofrecía una explicación : "Lo siniestro no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión". Pero se llega, en fin, a los temas mortuorios, es decir, lo siniestro mezclado con lo espeluznante : "Difícilmente haya otro dominio en el cual nuestras ideas y nuestros sentimientos se han modificado tan poco desde los tiempos primitivos, en el cual lo arcaico se ha conservado tan incólume bajo un ligero barniz, como en el de nuestras relaciones con la muerte". Después de tantos años, hénos sobre este punto más de acuerdo que en otros con una autoridad tan citada como ésta.
Cabe preguntarse sobre las razones del temor, bastante universal, a los muertos. Son a menudo ocultas. "...es obvio que el cadáver en sí mismo es inofensivo - argumentaba Alvarez Villar -, que no existe ninguna evidencia empírica de que un difunto pueda ser peligroso para los seres vivos, como no sea como simple reservorio de gérmenes infecciosos. El terror a los muertos se ha impuesto, efectivamente, a la conciencia de la humanidad contra toda experiencia, como si se hubiera pretendido demostrar, una vez más, que lo que estructura la mentalidad de un pueblo no son los datos sensoriales, sino algo que se interpone entre el conocimiento directo de las cosas y los últimos raciocinios". A quienes hemos frecuentado las ciencias antropológicas se nos hace sospechoso que algo se imponga "contra toda experiencia". El propio autor procura situar el problema : "El difunto es... lo otro. Es lo que ha dejado de ser persona para pasar al plano de una realidad diferente. Esta trascendencia a lo otro es lo que le confiere todas sus características terroríficas. Aquella persona que hace sólo unas horas o días se reía con nosotros, nos hablaba o nos acariciaba, ahora está ahí sobre la mesa del velatorio o encerrada en el ataúd. Permanece muda e insensible y sus colores han comenzado a descomponerse, dando paso a unos tintes violáceos y contaminando el ambiente con un olor nauseabundo. Ya no rigen, pues, para ella las leyes que regían para el mundo de los vivos".
De modo que la raíz pudiera hallarse, precisamente, en la falta de experiencias sobre lo que sea de los muertos : vacío que causa el inevitable horror, por lo cual se puebla de imaginaciones consecuentemente inquietantes.
La muerte es una excepción a la vida, el suceso que trunca la cotidianidad sin ofrecer otra cotidianidad accesible que la supla. Por ello siempre ha alarmado al hombre desde que éste comenzó a ser pensante. Primer testimonio de ello, el pasmo sobrecogido de Gilgamesh ante el cadáver de su amigo Enkidú. No comprende Gilgamesh lo que ha ocurrido ante sus ojos y por ello mismo se alarma.
El suceso de morir es tan acongojante como sus consecuencias. El hombre natural percibe ante todo las negativas : privación de los bienes disfrutados en esta vida (comida, sexo, juegos). Sólo cuando reflexiona queda peor, pues va descubriendo también las positivas : acceso del muerto a un estado diferente, del cual nada sabe. Por eso se asusta todavía más.
El cadáver - que "no es nada" más que materia, nos asegura el científico moderno - constituye para aquél la evidencia de aquel suceso perturbador.
Las "oleadas del terror"
La tendencia a los temas terroríficos se acusa más durante determinados períodos: suelen ser aquéllos de inestabilidad y tensión. Hubo una "hornada" de cine de terror hacia los años treinta. Pero también durante los últimos lustros del siglo XX han reaparecido en las pantallas, multiplicados por la televisión, los mismos personajes y temas : "Drácula", el monstruo de Frankenstein, etc. Ahora se trata de un género tan abundante que da origen a certámenes y semanas monográficos.
El terror respecto de unos motivos fantásticos va más allá de los motivos verosímiles para el mismo que se dan en el mundo real : dictaduras manifiestas o embozadas, delincuencia, epidemias, etc. Quizá por ello se reproduzca una afición semejante en las coyunturas críticas, cuando existen razones ciertas para el miedo o la angustia. Adoptando aquellos otros terrores "medicinales", el individuo se habitúa a convivir con ellos.
La evolución de las incitaciones terroríficas
Cuando se registra la causación deliberada de terror incluso en estadios remotos del proceso cultural, hay que convenir en que, probablemente, se ventilan así necesidades muy serias del ser humano. Esquematizando mucho, aparecerían tres grandes fases :
siempre, en un contexto socio-religioso.
2) Concreción de personajes y mitos terroríficos. Tradiciones que llegan hasta fecha reciente, con traslación inmediata al folklore o la literatura.
3) Comercialización y difusión masiva de la temática terrorífica.
El terror en cuanto introductorio a lo sagrado
La primera fase es la más fácilmente interpretable. Cuando los pueblos naturales se disponen a causar terror en algunos miembros del grupo lo hacen con una finalidad precisa, a menudo iniciática. Eligen los medios para ello : producción de ruidos (bramaderas), máscaras, disfraces, narración de mitos espeluznantes e incluso, en algunas ocasiones, ejecución de actos dolorosos (torturas, ablaciones, heridas, etc.). Se trata de producir espanto, de acorralar a los individuos, sin salida, en su propio terror. Esta indefensión les hace vivir trágicamente su propia condición y su referencia a otra realidad superior que les aplasta. Sentirse sobrecogido, atenazado, es un modo - brutal - de reconocerse dependiente, ésto es, de hallarse en presencia de un poder ante el que no hay resistencia posible. Al inducir el terror, los instructores avisan así a sus neófitos que está próximo lo tremendo. El propio terror lo hace presente. Y lo tremendo, que no es propiamente la divinidad, constituye sin embargo una de sus características - una de las más perceptibles -, en particular desde la experiencia del hombre natural.
En una posición extremosa, Rudolf Otto había identificado aquí el origen de la religión : "Hace tiempo propuse la palabra 'Scheu' (pavor), en la cual el carácter específico, es decir, numinoso, sólo se expresa por las comillas. También vale al objeto die religiose Scheu (el pavor religioso). Su primer grado es el pavor demoníaco, el terror pánico, con su mugrón o bastardo, el terror fantasmal. Y tiene su primera palpitación en el sentimiento de lo siniestro o inquietante (Unheimliche, en alemán; uncanny, en inglés)". Otto era muy terminante al sentenciar a continuación : "De este sentimiento y de sus primeras explosiones en el ánimo del hombre primitivo ha salido toda la evolución histórica de la religión".
Retengamos este dato, aunque posteriormente haya de ser retocado por las sucesivas aportaciones culturales : todo poder grandioso, desconocido o bien sólo muy parcialmente conocido, resulta temible para el hombre, que en su presencia se siente más débil y desprotegido que nunca. El terror es el reconocimiento instintivo de su indefensión. Por eso, equivale a un acto de humildad - una humildad refleja, pero base para una eventual humildad intelectualizada -, único acto coherente ante el "todo-fuerza" o el "todo-poder" que se le manifiesta.
Superando la aprensión que pueda ocasionarnos - desde nuestra sensibilidad actual - esta pre-religiosidad por el miedo, convendremos en que la pista está bien orientada. Establece, en efecto, dos términos en la relación : aquí, el hombre, limitado, flojo, asediado por sus propias insuficiencias ; allá, el poder tremendo, que le aventaja por completo, y del que ha recibido en la naturaleza numerosas pruebas : tormenta, riada, fuego, etc. Contradiría su experiencia que el hombre se supusiera inmune a la acción del "todo-fuerza", tranquilo ante ella o, menos todavía, capaz de contrarrestarla. No puede sino sentir terror. Éste, además, prueba psicológicamente que el poder tremendo existe : es el efecto que denuncia la presencia de una causa. Se le ha metido dentro y el hombre lo experimenta como algo que le agarrota desde su propia intimidad.
Sólo más adelante se irá matizando paulatinamente esta experiencia de lo tremendo : incorporándole algunos elementos antropomorfizantes que insinúen al hombre la posibilidad de una relación que merezca este nombre. Pero había que partir de aquí y se ha partido dolorosamente : existe un poder que le rebasa y frente a él no puede más que temblar.
La decadencia del terror : sólo seres muy ruines
Cuando el hombre haya pasado a atenuar su terror originario, en cuanto ya no proceda de una fuerza ciega, sino de un ser personal, acaso bueno o, por lo menos, asequible a la escucha, la transacción o el pacto ; es decir, en los umbrales de una concepción que se aproxime a lo religioso, no por ello se menoscaba su concepción del poder superior. Todo lo contrario : se afina. Porque aquella asequibilidad constituye atributo de un ser realmente alto o fuerte, en cuanto "no necesita" imponer su grandeza, ni siente amenazada ésta mediante el trato con el hombre, al que supera en cualquier orden. El terror cede el paso, primero, al rito propiciatorio (medio de desarmar la cólera destructiva); y más adelante a la contraprestación (intercambio de rito y/o moral por protección, perdón o merced) ; hasta arribar por último, en el punto más elevado de la evolución espiritual, a una relación de confianza, cuya culminación es el amor.
Por consiguiente, van a ser terroríficos solamente unos seres tan romos o tan viles como para no atender - mucho menos, "compadecerse de" - nada ajeno a su mineral egoísmo : seres, pues, de condición muy inferior, aunque todavía impresionantes para el hombre. Su poder debe ejercerse agresivamente porque es "poco poder" y en caso contrario pudiera pasar inadvertido : lo mismo que el sargento trataba a puntapiés a los reclutas, pero no el general, que no necesitaba hacerlo para afirmar ni mantener su autoridad.
Lo dicho vale para las manifestaciones tardías del terror : ya nunca referibles a lo sagrado, sino a instancias del todo por debajo de ello. Es comprensible que gustasen del terror, por ejemplo, los románticos, pues se trata de emociones fuertes : más allá de lo sabido, cotidiano y por ello seguro, se abre lo ignoto, que depara situaciones-límite. El hombre se atreve a sondear los abismos. Su espanto le confirmará que esos abismos podrían engullírselo : el espanto engendra espanto.
En algunas sociedades secretas, el terror degenera en arma psicológica para mantener inferiorizados a determinados individuos o grupos. Ello es siempre resultado de un remanejo posterior, al servicio de intereses mezquinos, sobre unas experiencias más limpias : las pruebas iniciáticas que habían señalado en los orígenes el acceso en la propia sociedad. La misma utilización recibe el terror en pueblos que se llaman a sí mismos civilizados cuando caen en sistemas autocráticos : la única importancia es la que aporta una alta tecnología en apoyo de la causación del terror.
Hacia la plena desacralización
Insistiendo : en el momento actual de nuestra cultura, cualquier ser terrorífico habrá de soportar que se le categorice en un nivel muy bajo de poder y respetabilidad. Ha sido reducido a un juguete de plástico para los niños.
Será, como quiera, un ente subalterno, un disidente francotirador: a lo sumo, un demonio y con más frecuencia sólo un hombre perverso, potenciado en su perversidad en grado variable, o bien una creación del hombre que se independiza contra éste. La distancia respecto del tremendum de los orígenes es abismal.
Por tanto, los pavores que estos entes ocasionen habrán de ser también accidentales, transitorios, vencibles. Así lo confirma toda la narrativa del género. La victoria sobre los poderes maléficos que encarnan está anunciada desde su propia concepción : el simple análisis de quiénes son debiera asegurar al hombre que no pueden más que apenas darle algún susto. Es notable, no obstante, cuán poco aplican los públicos actuales su lucidez crítica en estos casos.
Volviendo a nuestro esquema tripartito de entrada, observamos que en su primera fase el terror había sido una función pre-religiosa : introducía en la experiencia de lo tremendo, de la que ulteriormente hemos visto depurarse una noción de lo sagrado.
En la segunda fase, donde apuntábamos la alusión a los ritos iniciáticos cruentos, pudieran añadirse algunos personajes sagrados todavía espantables, como Huitzilopochtli, entre los aztecas, o Kali, entre los hindúes ; instituciones oraculares cuya consulta comportase alguna ambientación sobrecogedora ; la concepción de seres intermedios malignos (espíritus adversos, almas de difuntos, etc.), etc. Materiales de esta procedencia son los que han aportado los argumentos para los grandes éxitos del cine terrorífico.
La tercera fase advertimos que comporta un terror ya del todo desacralizado : se basta a sí mismo y no ha sido legitimado por intencionalidades que lo trasciendan.
El primer monstruo de Frankenstein
El origen de la novela donde aparece el primer monstruo de Frankenstein casi parece intrascendente. Nació de un entretenimiento para un grupo de amigos. Reunidos en un lugar de veraneo en Suiza, moderadamente ociosos y presumiblemente aburridos, se propusieron escribir sendos relatos de terror para pasar el tiempo. Pero solamente llegó a hacerlo Mary W. Shelley. El objetivo de su obra no pasa de espeluznar : o sea, espeluznar casi deportivamente. Mas hay en ello mismo una valoración del terror. Aquellos amigos eran románticos de punta : uno de ellos, Lord Byron ; otro, el marido de la autora, poeta no menos significativo, Percy Bysshe Shelley. A falta de intención trascendentalizadora, en la novela se colará sin trabas el espíritu romántico, amén de un arrastre de ideología religiosa, que aquéllos difícilmente evitaban en su desmelenamiento.
Así nació un tema que todavía colea.
El análisis de esta novela será esclarecedor, ante todo, por cuanto se trata de una tan temprana manifestación del género, que posteriormente contará sus títulos por miles. En otro orden, nos permitirá captar lo que ocurre en nuestra segunda fase, con el deslizamiento del terror hacia actitudes profanas y de entretenimiento.
Mary W. Shelley está muy lejos de los pueblos naturales, cuyos ritos es probable que ignore. En cambio, vive de una tradición cultural clásica, que invoca expresamente al referirse en el título a la figura de Prometeo. La simple mención de este nombre define su propósito : va a narrar un acto culpable por extralimitación - la "hybris" de los helenos -, por el que un hombre, audazmente, osará una acción divina. Semejante audacia cuenta de antemano con la simpatía romántica, acrecentada por las desdichas que sin duda lloverán sobre el imprudente.
¡La autora carece de picardía y resume su argumento en el título! Sin embargo, su "idea espeluznante" - que, en principio, no es más que la existencia de un "monstruo fabricado" contra natura - traerá consigo una serie de contenidos, a saber :
a) Remedo del acto creador divino. Efectivamente, éste es el acto mediante el cual se manifiesta la "hybris" de Frankenstein. Cuando afirma : "Logré averiguar la causa de la generación y de la vida ; y más aún, conseguí dotar de animación a la materia inerte", el protagonista está rayando en un máximo de temeridad científica que le introduce en la esfera de la divinidad. Para la mentalidad de su tiempo, semejante declaración es de hecho una blasfemia. Más estremecedor todavía debía resultar a comienzos del siglo XIX que formulase expresamente su comparación con el ser divino : "Una nueva especie me bendeciría como su origen y creador". Ya tenemos al hombre empinado hasta el nivel supremo. La tentación luciferina se ha cumplido. El paralelismo de esta creación por modo tecnológico respecto de la creación original va acompañar la lectura de la novela en toda su extensión.
b) Parcial fracaso del acto creador humano. Desde el primer momento cuando ve frente a sí a su criatura ya dotada de vida, Frankenstein la aborrece : ha resultado un engendro horripilante. El propio monstruo, al compararse a sí mismo con Adán, subrayará el abandono en que le ha dejado su creador : "De las manos de Dios había salido una criatura perfecta, próspera y feliz, protegida por el especial cuidado de su Creador ; se le había permitido conversar con seres de naturaleza superior y adquirir de ellos su saber ; en cambio, yo era desdichado, estaba desamparado y solo". De modo que al defecto de su abominable aspecto exterior, el nuevo ser une ese desamparo moral, que será causa, a su vez, de los desastres posteriores. Hay aquí unas intuiciones llenas de sentido. El aborrecimiento súbito de Frankenstein hacia su criatura es la toma de conciencia - como un mazazo para él - de la diferencia que le separa del Creador verdadero : a él le ha resultado un monstruo, no un ser estimable. Su culpa se hace evidencia sensible para él. Ve con sus ojos el horror al que ha dado vida. El Creador divino se complace en su obra y la ama : "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gen., 1, 31). Pero este no-Dios que ha imitado malamente a Dios no siente amor, ni siquiera lástima, hacia la obra de sus manos, sino repulsión. También - el primero de todos -, miedo. Y huye para no volver a ver al engendro. El miedo, a su vez, es indicio de que confusamente se siente a merced del mismo. Se confirmará esta aprensión : el desvío de su creador desencadena la sucesión de las maldades que comete la criatura.
b, 1) El componente tanático. El monstruo ha sido realizado mediante un "compuesto de cadáveres". La novelista pasa casi por alto esta cuestión, pero, en cambio, será muy aprovechada por el cine para la causación de terror : la presencia del engendro es siempre macabra y en este sentido repelente.
c) El hombre como causante del mal. Los reiterados intentos de trazar una psicología evolutiva del monstruo ponen de manifiesto que la perversidad activa de éste ha sido, en efecto, determinada por una serie de circunstancias que no le son imputables a él, sino a su creador humano, y no - tampoco - por maldad, sino por imprevisión o por ignorancia : con lo que Frankenstein adquiere algunos rasgos propios del demiurgo que pone en marcha una creación fallida, a partir de la infelicidad misma de su primera criatura. Frankenstein así lo reconoce, aceptando honradamente su culpa en unos términos dependientes de "El paraíso perdido" : satanismo romántico cien por cien. Sabe cuál ha sido su debilidad y acepta su destino : "Como el arcángel que aspiró a la omnipotencia, estoy condenado al infierno eterno".
d) El saber como peligroso. Dado que la ciencia y la técnica han sido los instrumentos del gran desaguisado, se pasa a entender ambas como peligrosas o dañinas : "Aprenda de mi... lo peligrosa que es la adquisición del saber". También para la psicología del monstruo es negativo el "aumento del saber", pues da origen en su ánimo a la envidia. Se trata de una aprensión retrógrada, que puede tolerarse en un argumento de esta índole. Pero que, curiosamente, ha llegado a nuestros días, cuando se simultanea, sin justificación alguna, con la admiración a las ciencias y el entusiasmo por sus avances : pervive en numerosos estereotipos todavía presentes en la novelística, el tebeo o el cine actuales, donde es frecuente el recelo ante el "sabio" o el "inventor" ; muchas veces los roles de éste y el loco se superponen o se confunden ( = "cuidado con quien es capaz de inventar") ; en otras ocasiones, el científico está al servicio ("agente" del mal) de sórdidos colectivos que es preciso aniquilar ; etc.
e) Frustraciones del monstruo. Son muy endebles los datos que urde Mary W. Shelley sobre la psicología de un ser tan impensable. Como quiera, al adquirir conciencia de su aspecto horrible, aquél se percata de su inexcusable necesidad de ocultarse, por una parte ; así como de su necesidad de compañía y amor, por otra. Trágica contradicción. No deja de revestir patetismo su anhelo de "no estar solo". En ello vuelve a ser notable, por contraposición, la resonancia adánica : "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda semejante a él" (Gen., 2, 18). Nueva ocasión para que el protagonista "mida" su distancia respecto al verdadero creador : él se negará a dotar de compañera a su creatura.
Al sentirse rechazado por los humanos, abandonado por su creador y, más tarde, encima, defraudado por éste en su deseo de una compañera, el monstruo comienza a perpetrar asesinatos. Su bondad ingenua, asaz "roussoniana", se transforma en maldad. Implícitamente se sugiere que el monstruo no necesita sólo "compañía", sino ejercicio sexual. El tema queda velado, pero ahí está. El monstruo padece sexualmente desasistido. Precisamente, el argumento que confirma a Frankenstein en su renuncia a "fabricarle" la compañera es la perspectiva de procreación de seres como el que ya tanto aborrece. Dijérase que los impulsos eróticos insatisfechos se abren una salida tanática : el ser que no puede copular, a falta de pareja idónea, se desfoga matando.
f) La sublevación de la criatura contra su creador, en un intento de inversión de las respectivas jerarquías. "Tú eres mi creador, pero yo soy tu amo" llega a decirle el monstruo. En la práctica, así es, puesto que le atormenta hasta el fin, causándole los daños más irreparables y convirtiéndole en un hombre acosado por la fatalidad, no menos penoso que Orestes perseguido por las euménides. Es indudable que la criatura "puede más" que su creador y juega cruelmente con él. Se trata de un mitema que llega hasta "el aprendiz de brujo" y adquiere trágica actualidad en "la rebelión de la tecnología" que tiraniza al hombre contemporáneo (el hecho de que no se le vean salidas no implica que éstas no existan). El carácter fatídico de las amenazas del monstruo es un "plus" sobre dicho mitema : Frankenstein no escapará de su venganza. Esta convicción constituye, por otra parte, su más refinado tormento moral.
g) Peregrinación expiatoria. Las últimas incidencias del infeliz Frankenstein consisten en una interminable persecución de su monstruo a través del mundo, espoleado por la obsesión de aniquilarle, purgando así la culpa de haberle dado vida. Se percibe en ello un rito de peregrinación. Pero no es la peregrinación iniciática, en busca de una situación superior o de un bien inaccesible : sino peregrinación expiatoria, así como vindicativa, ya que su objeto consiste en remediar el daño causado e impedir de una vez por todas que otros males se sigan del mismo. El romanticismo de esta situación viene dado por la medida en que se separa de los patrones religiosos de origen : el protagonista no confía en salvarse mediante su esfuerzo, en cuyo caso peregrinaría con ánimo esperanzado. Lo hace tan sólo a impulsos de su humillación y su odio : saciar éste habrá de ser para él, por último, el objeto de su vida. No una satisfacción, ni siquiera un alivio, ni mucho menos el medio de obtener perdón o gracia. Hay un fatalismo opresivo. Puesto que el monstruo es creación suya, Frankenstein corre en cierto modo hacia su propia autodestrucción, y así lo confirmará el desenlace. Es un réprobo en camino : una especie de "pre-alma en pena". Su encanto personal y sus relevantes dotes refuerzan más todavía la simpatía romántica que le acompaña en su acerbo destino.
h) Autodestrucción del monstruo mediante el fuego. Las ambivalencias del monstruo se renuevan cuando, tras la muerte de su creador, se muestra casi compungido y dispuesto a autoeliminarse. Anuncia que lo hará en una pira , es decir, quemándose vivo. El simbolismo purificador del fuego cierra así la novela. Pero el causante de tantas desdichas no es precisamente aniquilado, pues la forma de su muerte comporta una magnificación. Es el suyo un final digno de un héroe : el mismo final de Herakles. El monstruo que había causado espanto va a causar admiración en su momento postrero. También se confirman así las secretas simpatías que había suscitado en su autora.
Esta ha conjugado, pues, ingredientes culturales diversos. La sombra de Fausto es perceptible, aunque no sea invocado como lo es Prometeo. También se perciben reminiscencias del "golem" hebreo. El terror - objetivo expreso - no sólo se causa por la presencia del monstruo, sino que deriva de la "impía" temeridad de Frankenstein. La acción de éste en su laboratorio no es menos estremecedora que los alaridos desafiantes de Don Alvaro instantes antes de suicidarse despeñándose : "¡Húndase el cielo, perezca la raza humana, exterminio, destrucción!". Pero ello mismo le garantiza la adhesión de los románticos : "Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador en el mundo". Esta confesión ha sido escrita desde una actitud religiosa. Religiosas serán, igualmente, aunque deseen romper amarras, las muy frecuentes alusiones bíblicas.
Pero el monstruo de Frankenstein contiene ya todas las propiedades para evolucionar hasta un personaje del todo profano.
Las versiones cinematográficas del monstruo
Puede que tengan razón quienes acusan al arte cinematográfico de ser escasamente creador en cuanto a mitos, argumentos y personajes : en la práctica vive de las rentas de la cultura de siempre. No se le puede regatear, en cambio, el oportunismo para aprovecharse de ciertos temas que, en contacto con su técnica, rejuvenecen hasta casi parecer nuevos. Ni la precisión para acertar - aunque no siempre - con los gustos del público actual, de quien mercadológicamente vive. De ahí que aquella adaptación de temas ajenos sea un eficaz "test" acerca de su vigencia a muchos años vista, a veces incluso siglos, de su origen.
Es el caso, entre otros, del monstruo de Frankenstein, que en cine ha dado origen a todo un ciclo : prueba irrefutable de que "se vendió bien" el primero de sus intentos de recuperación.
"Adaptar" se entiende en cine muy libremente : éste suele ser poco respetuoso con los originales. Toma la idea general y los detalles espectaculares cinematografiables, pero desecha lo demás. Respecto de la novela de Mary W. Shelley - que no fue sino el pretexto inicial del ciclo - cabe señalar varias alteraciones considerables :
a) Predominio definitivo del monstruo respecto de la figura de su creador. En la novela el protagonista es Frankenstein ; en el cine, éste interesa poco, dedicándose al monstruo el máximo de atención. Con ello se ha podado la grandeza romántica del hombre cuya fatalidad y cuya desesperación tanto conmovieron a los románticos. La sensibilidad ha cambiado : ahora ya no somos románticos.
b) Mudez del monstruo. En la novela, era un ser parlanchín y razonante, que largaba quejumbrosas parrafadas, detallaba su introspección, maldecía o amenazaba a su creador, etc. Mary W. Shelley había pretendido humanizarle así, haciéndole al propio tiempo acreedor de una compasión en cuanto víctima no culpable de un destino horrendo. En cine el monstruo parlante hubiera hecho reir. Mudo resulta no sólo más terrible, sino que, paradójicamente, se hace más "verosímil". En el límite, puede aceptarse que un sabio "construya" un monstruo y logre hacerle mover ; pero no que el monstruo hable - la palabra posee un elevado simbolismo - y de este modo razone, hasta casi convencer sobre su desgracia. La voluntad de "comprensión hacia el monstruo" en cine no podía permitirse más que la secuencia de su encuentro con la niña que no se asusta e intenta jugar con él : una de las más comentadas por la crítica durante mucho tiempo.
c) Maldad integral. Puesto que no argumenta, el monstruo en el cine queda disponible para ser absolutamente perverso y por ello terrorífico en el más alto grado. La simplicidad de los públicos de cine impone a éste su inveterado maniqueísmo. El monstruo de Frankenstein queda erigido así en uno de los muchos avatares del mal en su estado puro. Este se identifica en la facies inexpresiva y los movimientos maquinales, que no han sido superados desde el maquillaje y la interpretación con que estableció el tipo Boris Karloff.
d) Desarrollo de los aspectos necrofílicos. En el relato de origen habían quedado apenas tenuemente esbozados, contrariamente al gusto romántico, tan inclinado a toda ambientación cementerial. Correspondió, en cambio, al cineasta detallar acerca de la sustracción de restos humanos, el montaje de los mismos - piezas de un macabro "mecano" - y su animación subsiguiente, que por fin no podía ser sino eléctrica. Un error del ayudante de Frankenstein - tópico narrativo : el ayudante es siempre quien se equivoca - permite que se coloque al cuerpo el cerebro de un asesino : detalle que explicará las maldades subsiguientes, a falta de las explicaciones pretendidamente psicológicas de la señora Shelley. Cuando ésta quiso ambientar su terror no recurrió al cementerio - excelente secuencia incial del filme -, sino solamente a la lluvia de madrugada o las agrestes soledades de los Alpes.
e) Desenlace inmediato. Se evita la larga y angustiosa pugna entre el sabio y su criatura. Esta, poco tiempo después, perece por el fuego, mas no por voluntad propia, sino quemado en un incendio provocado por el pueblo enfurecido. Naturalmente, el guionista al escribir ignoraba que el éxito de aquella producción obligaría a "prolongar" las andanzas del monstruo.
Los sucesivos guiones de las películas sobre el monstruo de Frankenstein se reducirán a una reiteración en el enfrentamiento de ese ser maléfico con las fuerzas que en cada caso intenten anularlo : fuerzas del bien poco caracterizadas, en general, en contraste con la recia presencia del monstruo, que le establece como protagonista absoluto y le entrega toda la inciativa. Esta es una última clave para el terror que se produce : a saber, la impresión de que la iniciativa corresponde al mal, mientras que el bien actúa un poco "a remolque" y se le opone ocasional e insuficientemente. La abrumadora "personalidad" del monstruo - no es un chiste - llega a oprimir al espectador, que sólo a medias se engaña con los poco convincentes "finales felices". En efecto, parece que unos antagonistas tan mediocres no hayan de doblegar tan fácilmente a un ser tan siniestro.
Los productores se habían colocado así entre la espada y la pared : por una parte, era preciso "acabar bien" cada película (la taquilla lo exige) ; mas, por otra, convenía que el monstruo "renaciese" en una ocasión sucesiva para una nueva película.
Ha renacido muchas veces. Nada garantiza que no continúe haciéndolo.
El conde Drácula, configurado por Bram Stoker
Constituye el vampirismo un antiguo filón de terrores. Ante todo, ha sido una forma concreta del temor a los muertos : se supone que algunos de ellos poseen una pseudo-vida en determinadas condiciones y la emplean causando daño a los vivos.
Con la figura del vampiro, el cadáver se alza - literalmente - y se enfrenta a los vivos.
Suelen coincidir la mayoría de los autores en que la más eficaz concreción del mito vampírico y que mayores aportaciones efectúa a la cultura actual es la novela "Drácula", de Bram Stoker. Contiene, en efecto, todos sus elementos principales, que las versiones subsiguientes alterarán en una u otra proporción. En la novela de Stoker todos configuran un discurso simbólico coherente, bien servido por una técnica novelística que en materia de intriga apenas ha padecido el paso del tiempo.
a) El terror a la muerte, personificado por ese muerto que cotidianamente sale de su tumba para obrar el mal. Si todo muerto asusta o, por lo menos incomoda (y muy diversas tradiciones concuerdan en quitarlos de en medio, aunque sea con mucha honra), he aquí que éste retorna de modo inevitable : no hay manera de sustraerse a su presencia, que - aunque no fuera más que ésto - renueva una vez y otra la incómoda realidad de la muerte. Pero está claro que hay mucho más : su carácter horrendo se refuerza por la ambigüedad de su estado : el autor le denonima con frecuencia "no-muerto". ¿En qué quedamos? ¿Es un cadáver o no lo es? ¿A qué mundo pertence : al de allá o al de acá? Esta indefinición del personaje, añadida a la que ya comporta la muerte, por sí sola, hace a Drácula todavía más espantoso.
¿Puede hablarse de inmortalidad en este caso? La inmortalidad ha sido siempre un anhelo de los hombres : el propio Gilgamesh se vio inducido a concebirla y buscarla a raíz de su experiencia de la muerte de Enkidú. Pero no parece deseable, sino todo lo contrario, esa especie de inmortalidad, que no es tal en cuanto precaria, que arrastra Drácula - depende de su muy particular sustento -, para colmo condicionada a sus acciones nefandas.
b) La oscuridad. El vampiro actúa durante la noche. No podía ser de otro modo : noche y tinieblas son símbolos estrechamente vinculados a los de muerte, maldad, peligro, etc. Siempre se ha entendido que los poderes maléficos operan en las tinieblas y huyen de la luz : exactamente, el comportamiento de Drácula que ante la inminencia del alba debe regresar a su ataúd. La luz es símbolo divino : frente al ser superior nada pueden los seres subalternos, cualquiera que fuere su capacidad para el mal.
c) La eficacia de la sangre. La vieja intuición, recogida también por la Biblia, de que la sangre es vida se aplica al pie de la letra a la existencia del vampiro. Necesita sangre para subsistir. En este simbolismo reposa todo el argumento vampírico. La sangre de los vivos le mantiene a él en su "no-muerte" o "pseudo-vida". La indeterminación acerca de su corporeidad se manifiesta en el hecho de que el vampiro no proyecta su imagen en los espejos ni produce sombra.
d) Incorporación de un vigoroso componente sexual. En la procura de la sangre que le mantenga, el vampiro se conduce discriminatoriamente : sólo ataca a las mujeres jóvenes con objeto de chuparles la sangre. Las vampiras, por el contrario, desean a los varones.
Aunque su presencia es espeluznante, la víctima en cada caso no experimenta sólo espanto ni repulsión, sino una mezcla turbia de atracción. Cuando se le aproximan las tres vampiras, Jonathan se siente así dividido : "Sentía en mi corazón un deseo ardiente y perverso de que me besaran sus rojos labios".
Más perturbador es percibir una voluptuosidad anómala en la candorosa Lucy. Es decir, el contacto vampírico despierta unos viscosos fondos de libídine. La ficción en este punto no ha sido libre, sino dictada por una larga tradición más sabia que la imaginación erótica de cualquier novelista. La succión vampírica es una forma de posesión que simboliza o bien suple la posesión sexual : es, literalmente, una violación de la intimidad, tanto más profunda cuanto la sangre es más importante, ante todo fisiológicamente y también simbólicamente, que el himen. Aquella sangre substraída y consiguientemente compartida, a su vez, constituye un vínculo de asimilación muy poderoso : de ahí la dependencia que el vampiro impone a su víctima. "Viven con la misma vida"( = con la misma sangre), según la aprensión tradicional.
Los restantes datos, accidentales, completan este cuadro erótico : el lugar de la mordedura vampírica, en zona habitualmente erógena ; connotaciones de la acción de chupar y placer que se deriva de la misma, añadido en estos seres a la satisfacción de su necesidad vital ; violencia física ejercida (el encuentro sexual como lucha) ; etc. A pesar de la prudencia de Bram Stoker, que no en vano escribía para un público victoriano, se intuye el orgasmo en el encuentro vampírico (las versiones cinematográficas, que ya no necesitan prudencia alguna, son muy elocuentes : vemos y oímos las manifestaciones orgásmicas). Semejantes experiencias se hacen más arrasadoras en unas jovencitas caracterizadas como honestas, ingenuas y tiernas : generalmente, las víctimas son descritas así. Mina evoca vagamente "una cosa muy dulce y muy amarga...". La afinidad Eros-Thanatos esclarece la imbricación argumental de lo erótico y lo macabro, que por supuesto será explotado ampliamente al llegar al cine esta temática.
e) El proselitismo vampírico. El vampirismo es contagioso. Aquella vinculación, no sólo hemática, sino también sexual, convierte en nuevos vampiros a quienes inicialmente hubieran sido sus víctimas. Pueden generarse así auténticas "epidemias" vampíricas : extensión del mal que el héroe de turno debe evitar. Hay en ello una intuición certera sobre el contagio del mal : la iniciación en las toxicomanías, por ejemplo, propicia la difusión de las mismas. El vampirismo deviene símbolo de la propagación del horror o de la culpa.
f) La contraposición respecto del Bien. No cabe duda que Drácula, el vampiro, constituye un símbolo del Mal (noche, tinieblas ® muerte ® ataque a una víctima inocente [mordedura] ® contagio de su particular estado ® extensión incoercible del daño).
Síguese la necesidad de su enfrentamiento con su contrario. En principio, en su representación más más obvia, el bien estaría simbolizado por aquellas jovencitas enteramente sencillez y bondad, delicadas florecillas románticas. Así será en alguna versión cinematográfica que poco más adelante mencionamos.
Generalmente, han entendido los argumentistas que son demasiado delicadas para enemigo tan terrible : Lucy es vampirizada y sólo se la puede redimir en la tumba ; también Mina es violada vampíricamente, aunque sus amigos lleguen a tiempo de evitar ulteriores males. En consecuencia, "el bien" que se contrapone a Drácula es más bien un colectivo : los amigos unidos para aniquilarle.
f, 1) El enfrentamiento con algunos símbolos cristianos. Mucho menor importancia reviste el recurso a formas y símbolos cristianos : el empleo de la cruz, que detiene siempre al vampiro ; o la siembra de hostias consagradas (medida más grotesca que sacrílega), igualmente apta para neutralizar sus poderes maléficos. Se trata de añadiduras muy posteriores a los orígenes del mito : cuando ya el mal - cualquier mal - tenía que ser conjurado por el "único bien" sólo concebido bajo veste cristianizada.
Por lo demás, son calamitosas las incursiones de Bram Stoker en una teología de la retribución : la persona vampirizada queda enemistada con Dios "ipso facto", sin culpa alguna por su parte. El autor no debió percatarse de ello, pero lo verdaderamente "terrorífico" en su argumento es esa insensata anulación del libre albedrío : la desdichada Lucy, yacente en su tumba, está irremisiblemente condenada a causar mal... hasta que una mano misericordiosa le clave la consabida estaca en el corazón, momento cuando, también "ipso facto", recobra la amistad divina y se salva. Imposible una noción más grosera de la salvación. En fin, este mismo planteamiento conduce a una concepción dualista, que llega a formularse expresamente. Ni siquiera Drácula, que tantos males inflige, es plenamente perverso : "Esa pobre alma que ha traído nuestra desgracia es quizá la más desdichada de todas. Piensen cuál será su alegría cuando perezca también su parte mala, y su parte buena alcance la inmortalidad espiritual" Afortunadamente, nadie habrá buscado sana doctrina en este libro de terror.
El concepto de la salvación en "Nosferatu" de Murnau
Ni que decir tiene que Drácula ha tenido infinidad de versiones en cine. Hoy también en televisión. Muchos artistas han prestado su figura al personaje, a partir de Bela Lugosi y pasando por Christopher Lee, Udo Kier, Klaus Kinski y Gary Oldman, sin dejar a un lado a Barbara Steele como vampira (su personaje incorporaba componentes lésbicos). Entre este abundante material, destaca en la historia del cine la versión de F. W. Murnau : un plagio claro, que incluso desencadenó procedimientos judiciales, pero que se separa del original escrito por Bram Stoker en su desenlace : la protagonista de la novela, Mina, era una "víctima a quien salvar", mientras que en esta película es todo lo contrario : una "víctima salvadora" (su nombre apenas ha variado : aquí se llama Nina).
Este importantísimo cambio, que afecta al problema de la salvación, se adereza con una técnica cinematográfica todavía elemental, pero segura. "Nosferatu, una sinfonía de horror" - que tal fue su título - constituye una caricatura expresionista que rebosa intención moral. Caricatura en su inmediato y etimológico sentido : las tintas se cargan excesiva pero deliberadamente. No sólo la fisonomía de Nosferatu, el vampiro, así como la del loco, pretenden revelar al primer golpe de vista la perversidad de estos personajes. Otros muchos elementos coadyuvan en el mismo sentido : por ejemplo, la selección de ciertos encuadres, como el que ofrece la mirada del vampiro fijándose en Jonathan por encima del pliego que está leyendo (al quedar aislados los ojos del resto de su faz se potencia la fuerza amenazadora y penetrante de la mirada); el aspecto siniestro y "robotizado" de la carroza que envía Nosferatu en busca de su visitante (con lo que se "anticipa" la idiosincrasia de su propietario); los movimientos simiescos del loco ; etc.
Como en otros casos sucede, la gama de recursos es más corta cuando se trata de caracterizar a la fuerza contraria, el bien, que en esta producción encarna el dulce personaje de Nina. En su vestuario predomina el blanco ; es frecuente la asociación de Nina con paisajes y situaciones sedantes; y, por supuesto, se pretende que el espectador quede cautivado por su expresión inocente y su belleza apacible, muy en gusto post-romántico.
No se recata el simplismo del esquema argumental. Planteado el conflicto entre el bien y el mal, se va a exponer el triunfo de aquél. Lo que importa, sobre todo, es cómo se produce : Nina aniquila a Nosferatu mediante su voluntario sacrificio. El cine acoge, así, una vieja noción de la "economía" salvadora : ésta no se realiza impunemente, sino que requiere la entrega de una víctima inocente. Es decir, el mal, antes de ser definitivamente vencido, debe haberse llevado en sus garras un jirón de algo particularmente precioso. Ello supone reconocerle una entidad todavía considerable : en estos mitos el mal es todavía suficientemente poderoso como para cobrarse esa victoria parcial a cambio de la derrota final.
Este meollo mítico-moral interesó a Murnau mucho más que la causación de terror. El vampiro es para él un instrumento : le sirve como medio o pretexto para exponer aquél : ello explica su tan mesurado recurso a las escenas espeluznantes. Muchas de ellas han quedado elípticas : como el ataque del vampiro al timonel del navío. Durante la segunda parte de la cinta - cuando el "clímax" adquiere su "crescendo" -la presencia del vampiro ha sido muy dosificada : se le substituye mediante alusiones (el vampirismo en el mundo animal, que explica el doctor ; las ratas escapando de los ataúdes ; la procesión de éstos ; etc.) .
Murnau "explica" mediante su temprano lenguaje cinematográfico que el mal actúa de muchos modos : no es precisa la intervención visible ni personalizada. La extraña figura del loco confirma la acción del mal a distancia.
En cuanto a la salvación, Murnau recoge la tradición occidental sin enredarse como Bram Stoker. Algo notable : la salvación no se produce sólo en la última secuencia, cuando la luz destruye por fin a Nosferatu (la luz, símbolo del bien, derrota a las tinieblas o al vampiro, símbolos del mal). La salvación en esta obra fílmica nos viene dada in spe desde que aparece Nina. Puede interpretarse que el mal está "vencido de antemano" por la mera existencia del bien. De hecho, los horrores que deben desarrollarse a lo largo de la cinta quedan siempre atenuados por las sucesivas apariciones de Nina : éstas se intercalan con tal fin. Antes que sea verbalmente expresable, el espectador ha percibido una influencia sedante : no importa que el vampiro ande suelto, puesto que ahí está "ella", quien lo arreglará todo mediante su sacrificio.
El antagonismo entre Nosferatu y Nina se ha expresado en una escena crucial, cuando el vampiro manifiesta una atracción hacia el retrato de la joven que Jonathan lleva consigo. El mal, por su propia dinámica dañina, tiende a su ruina. Nosferatu ignora que Nina será el instrumento de su perdición, pero está inexorablemente inclinado a ella.
Las carencias técnicas del cine de la época (1922) permiten distinguir mejor los trazos netos, escuetos y violentos - ésto es expresionismo - con que Murnau recoge estos viejos simbolismos.
El vampiro en la pintura moderna
Un curioso ejemplo de vampirismo es la pintura de Kees Van Dongen titulada "El tango del arcángel", que se conserva en el Museo Jules Chéret de Niza. Difícilmente engaña su título : el joven que baila, pulcramente vestido de frac, aunque alado, no es ni puede ser un arcángel. Se opone a ello tanto la índole misma del baile - que en su tiempo fue tenido por procaz - como la apariencia de su pareja : una joven desnuda, que luce sólo unas medias sujetas por unas ligas floreadas. Nada hay de celestial, sino de muy carnal, en su abrazo. Pero está, además, la acción del galán, inequívoca. Un contemplador inadvertido pudiera suponer que la está besando, por cierto en zona erógena, sin perder el ritmo de la danza. Es más que eso : le está asestando el típico mordisco vampírico en el nacimiento latero-posterior del cuello. Ella aparta el rostro, descubriendo aquella zona, con lo que facilita el mordisco, y Van Dongen le ha pintado una expresión de abandono, con los labios entreabiertos, en el inicio de una satisfacción sexual.
El fondo tenebroso de la pintura, ejecutado en gamas de azul oscuro, con algunas nubes tempestuosas, acentúa la adscripción del tema a los más clásicos "escenarios" vampíricos, que precisamente registraban en aquella época (h. 1930) uno de sus apogeos.
No deja de ser un dato más, que sumar a muchos otros, este acceso del vampirismo a una de las artes reputadas por más prestigiosas y nobles.
Seducción, ¿adicción?
Nada de todo ésto sería tan significativo si el éxito de temas tales hubiera quedado atrás. Muy al contrario : llega a nuestros días. Hay espacios de televisión dedicados especialmente al terror (preferiblemente, a altas horas de la noche : se prolonga en la realidad la idoneidad de las sombras). Algunos personajes de hoy cuentan por cientos de miles sus entusiastas (sus consumidores). A propósito del vampiro Lestat se informa : "Los devotos encuentran en sus libros todo lo que buscan : adicciones, inmortalidad, sociedades secretas y homosexualidad".
La producción puede continuar.
La esfera religiosa, de cerca o de lejos, siempre
Han aparecido ya elementos suficientes para registrar cómo los mitos de terror se agitan en torno a una esfera religiosa. Pueden hallarse más. Si nos detuviéramos en las leyendas sobre hombres-lobo (la licantropía), tropezaríamos con su relación respecto al ciclo lunar ; lo cual remitiría inmediatamente a uno de los ámbitos más frecuentes de las religiones naturales (luna ® aguas ® animales nocturnos ® ciclo menstrual ® mujer ® fecundidad).
En la dualidad entre el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, según la novela de Stevenson, la referencia es más bien de tipo psico-ético que religioso: el desdoblamiento del personaje simboliza la condición escindida del hombre, atraído simultáneamente por el bien y el mal. Pero en tan grave planteamiento antropológico no queda lejano un final cuestionamiento sobre los orígenes : donde aguardaría, al cabo, la indagación religiosa.
En fin, toda la procelosa variedad de la brujería occidental - que renace de sus cenizas, si acaso hubiera muerto alguna vez - se resuelve en demonismo (religión "anti" o religión del mal) : las brujas se hacen tales mediante su coyunda con Satanás y el aquelarre consiste en su reunión - a medianoche, plenitud de las tinieblas - para entregarse con los demonios a toda clase de desvaríos carnales ; las formulaciones blasfemas que sazonan estas expansiones recuerdan la dependencia de todo el complejo respecto del cristianismo dominante : como rebelión o desafío contra éste. La "misa negra" es una contrahechura de la misa cristiana, en obsequio al Príncipe de las Tinieblas, Satanás, el demonio.
Lo más terrible imaginable
Entre las manifestaciones del terror en nuestro tiempo, quizá una de las más impresionantes haya sido la novela de Ira Levin titulada "La semilla del diablo", que dio origen - no podía ser de otro modo - a su correspondiente versión cinematográfica.
En esta obra se consigue un refinado estremecimiento ante la posibilidad de que el demonio nazca entre los hombres, en parto de una mujer normal. Esto es introducir el satanismo entre las sábanas de nuestros contemporáneos. Empero, tampoco es novedad estricta : la Edad Media estuvo ya preocupada por la existencia de demonios íncubos y súcubos, especialistas en actos sexuales con seres humanos. El origen de esta superstición es tan simple como ciertas experiencias onírico-fisiológicas : la incertidumbre entre sueño-vigilia puede inducir a algunos a tomar por realidad vivida lo que tan sólo se experimentó en sueños. Probablemente, muchos predicadores aprovecharon estas aprensiones para reforzar el horror a la práctica sexual : tiene que ser traumatizante descubrir que la pareja con quien se copula es un demonio.
En cuanto al argumento de "La semilla del diablo", ofrece una contrahechura del misterio cristiano de la encarnación : se trata, literalmente, de una encarnación satánica.
Debe reconocerse que la novela es parca en recursos espeluznantes: quizá porque Ira Levin estimase que basta con llegar a lo más terrible imaginable, a saber, el alumbramiento satánico contra la voluntad de la desdichada Rosemary. El clima que antecede y rodea este hecho debe hacerse opresivo por sí mismo. Hay en sus últimas páginas un cauto remedo de la adoración de los pastores : los brujos se aproximan, respetuosos, a la cunita negra donde berrea el pequeño ser de ojos amarillos y rayados. El punto de referencia continúa siendo cristiano. Incluso los apuntes de descripción del recién nacido dependen de la iconografía tradicional del diablo : despunte de cuernos, garras afiladas, rabo...Da que pensar que incluso autores tan atrevidos como para urdir ficciones semejantes incurran en unas formas tan pueriles, de las que trabajosamente se libera el propio cristianismo.
La contrahechura ha sido más patente en otros casos menores : por ejemplo una contra-crucifixión vampírica que habría de determinar la resurrección de Drácula.
La trascendencia de un tema como el de "La semilla del diablo" sería escasa para nuestros efectos si no incorporase un grave factor cualitativo. El monstruo de Frankenstein es una "fabricación" del hombre; Drácula y sus colegas vampiros son hombres o ex-hombres : todos éstos y análogos seres terroríficos permanecen ajenos al hombre viviente propiamente tal, lo cual permite a éste contemplar el mal como algo exterior a sí. La voluntad de "extrinsecar" la culpa llena la historia de las religiones : el mal irrumpe desde fuera, quebrantando a una humanidad que había sido previamente buena.
Conexa con esta mentalidad es la que induce a "descargarse" de la culpa de modo visible, sobre todo cuando no media arrepentimiento, sino ritualización : como en el envío del chivo expiatorio. Pero la historia de Rosemary sugiere algo sobremanera inquietante : el principio del mal se hace carne humana, entra en el orden mismo de los hombres, se confunde con éstos ; en réplica burda, pero eficaz, del misterio cristiano en que el Verbo de Dios se hace carne precisamente con designio paralelo, es decir, habitar entre nosotros (Jn. 1, 14), ser uno más entre los hombres. Si el parto demoníaco de Rosemary se hubiese efectuado realmente, ya no sería posible mirar el mal como algo ajeno. La propia Rosemary, en las últimas líneas de la novela, reconoce como suyo el engendro de Satanás, le acuna, le mima, le susurra palabras tiernas. El mal ha sido integrado por el hombre. He aquí el fondo del terror.
Nada puede imaginarse más desolador, desesperanzador ni irremisible.