Una mítica y simbólica de un milenarismo: el legitimismo.
Copyright: Máximo Martín Cabeza. Universidad de La Laguna
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-RESUMEN:
Siempre los historiadores hemos querido aprisionar el multiforme milenarismo en una serie de reglas muy reducidas que normalmente apelan a una u otra teoría social en boga. Es preciso entender que el milenarismo es ante todo una teoría del conocimiento(=categorías mediante las que captamos lo real), una ontología y una concepción del tiempo muy especiales y nada reducibles a los habituales conceptos de histerias colectivas. El ejemplo del legitimismo bien puede servirnos para ilustrar lo que antes he dicho pues difícilmente encontraríamos un movimiento milenarista que haya alcanzado proporciones tan vastas y haya tenido una autoconsciencia de su propia realidad tan nítida, interpretando de una forma imaginativa la circunstancia histórica que le tocó en suerte.
-INTRODUCCIÓN:
Los historiadores que contemplaron la definitiva independencia de las "ciencias del espíritu" han querido rescatar en una tarea que es ella misma mesiánica, y para una comunidad determinada, la experiencia valiosa de los "padres", de los antepasados de la tribu, o al menos esa ha sido una de las más poderosas ilusiones que han auxiliado una contrucción de sentido que pretendía ir más allá de la mera ciencia. Nuestro engaño, si tal es, es creer que tras un objeto de estudio puede existir algo así como un "valor" evidente por sí mismo. Existen confesiones perfectamente explícitas en autores como Max Weber y sus maestros marburguianos. Si para H. Rickert la autonomía de una ciencia histórica madura es posible porque sólo ella puede transformar una realidad en "bien cultural", para el profesor de Heidelberg también el mundo de los valores que vive el individuo en su radicalidad existencial "son y serán siempre de una importancia decisiva para la orientación que toma en cada momento la actividad ordenadora del pensamiento en el campo de las ciencias de la cultura"(1). Ahora bien en esa elección del alma colectiva en la cual ésta se crea a sí misma siempre hay un resto cultural con el cual la empatía se vuelve imposible, al precio incluso de la renuncia al ascetismo heróico y objetivista predicado por Weber. Por ejemplo, en la percepción ilustrada, el legitimismo y el milenarismo eran opuestos exactos del alma moderna, los cuales resultaban imposibles de integrar, de conferirles en suma un valor. El primero en las vulgatas de los manuales de historia nacionalista era oscurantismo, regresión y opresión a la justa primavera de los pueblos. El segundo en las monografías de los historiadores de las religiones se despachaba con los epítetos de escapismo, fanatismo y deformación grostesca de la percepción histórica.
Este artículo quisiera simplemente ser una contribución para la revisión de ambas ideas. Descubrir el valor del legitimismo en tanto que variedad del milenarismo es reconocer un tipo de conocimiento y de lenguaje más bien sospechosos: el de los mitos y los símbolos. Resulta problemático para mí justificar lo valioso que puedan tener las experiencias aparentemente fallidas y sangrientas de los movimientos de fin del mundo o de las contrarrevoluciones monárquicas y "absolutistas", pero en un momento incierto de nuestra cultura debemos ver también a ese opuesto tal vez como algo que es, en el fondo, absolutamente nuestro, una sombra integrable en un arquetipo cultural superior, tal y como Jung había intuído.
Las banales fantasías adjudicadas al milenarismo y por las cuales este era remitido al manicomio de las neurosis públicas incluían la creencia en un inminente fin de los tiempos precedido por una edad de oro cuyo sentido era más restauracionista que futurista. Tales creencias podían deberse a una reacción psico-social-rayana en lo patológico- propia de momentos agónicos de una sociedad dada, de procesos sociales que- al no ser comprendidos científicamente-provocaban una respuesta irracional. Esta ha sido la interpretación aplastantemente predominante, y apenas se podría decir que carezca de un fundamento. La conclusión era que el historiador de las religiones comprometido debía combatirlos en nombre de la civilización. Sin embargo sería interesante concebir primordialmente al milenarismo como una teoría del conocimiento, como un método de aproximación a lo real, con su propia lógica y ontología y con una distintiva percepción del tiempo inconmensurable a otras. Los movimientos milenaristas son demasiado complejos como para poder reducirlos a un conjunto de pequeñas reglas alusivas al maniqueísmo, a la lógica dicotómica, y a los miedos de criaturas no ilustradas. Si es cierta la presencia de algo turbador y peligroso en ellos eso es precisamente así porque todo mito tiene degeneraciones, las mismas servidumbres que puedan tener una ciencia y una técnica unidimensionales.
El legitimismo es un milenarismo. Esta afirmación es poco frecuente porque normalmente se consideran sus mitos más bien como letanías conservadoras, aptas para temperamentos no utópicos y asustadizos, para individuos o grupos temerosos de cambios que puedan amenazar sus privilegios y terruños. Luego el historiador de los hechos políticos debía combatirlo en nombre de la democracia y de las naciones. Hoy ya sabemos algo más de ciertos aspectos utópicos, niveladores y hasta genuinamente "modernos" que adornan algunos de los programas políticos que los movimientos legitimistas opusieron a la revolución. Pero eso no es lo que permite comprender de una manera adecuada al legitimismo. Todo programa de acción política racional, de elección de medios, no es más que un armazón que se llena de herrumbre apenas desaparece el nutriente vital que es la realeza sagrada y que se expresa mediante una serie de símbolos y de una Mito-historia que animó la lucha de jacobitas, vendeanos, miguelistas, carlistas, brigantes napolitanos y rusos blancos. Una mito-historia es simplemente la representación de un proyecto histórico mediado por ciertas categorías míticas. El eje simbólico de dicha mito-historia es la sugestiva visión de un Gran Monarca mesiánico, acompañado en algunas variantes míticas por un Papa Angélico(Mesías sacerdotal), que debe inaugurar un excepcional combate purificador que terminará inexorablemente en un renacimiento de todas las cosas, en un rejuvenecimiento creativo del universo social y sus instituciones básicas. Y esta trama es la condición absoluta de conocimiento de lo real de la que parten todos los legitimismos. Por lo tanto el legitimismo, como otros milenarismos, no es en realidad un movimiento cuyo último resorte sea el miedo, sino más bien una cierta esperanza.
Líneas arriba comentaba que por poco que reflexionemos sobre la estructura profunda del milenarismo este siempre se nos aparece bajo dos formas esenciales: es un sistema interpretativo "mito-histórico" y es también una práctica social y política, o cuando menos puede tener estas consecuencias. Normalmente los grandes interpretes del mismo(Focillon, Milhou, Cohn, Campion, y más recientemente Damian Thompson), herederos del racionalismo ilustrado al fin y al cabo, suelen mirar con cierto desdén la capacidad cognoscitiva del entramado simbólico y mítico milenarista y se centran fundamentalmente en la descripción de los orígenes sociales de estos movimientos. Sin embargo esa manera de esperar en el mundo y su práctica social tienen un fin compartido: es un vasto intento de subvertir las categorías de lo real y su estabilidad ontológica para sustituírlo por un sueño de restauración de lo verdaderamente humano( o lo que por ello entienden los milenaristas). Esta faceta atrae poderosamente a una corriente que ha rastreado subterráneamente la historia de los movimientos espirituales-sobre todo judeo-cristianos-para descubrir los orígenes prestigiosos de una filosofía de la esperanza que rechaza al mundo y a la historia de los triunfadores: Bloch, Moltmann, Metz, Benjamin, la Escuela de Francfurt... sería ocioso reiterar nombres.
El milenarismo es, de alguna manera, una teoría del conocimiento y una representación de lo real producto de esa teoría del conocimiento. La mente milenarista quiere captar la estructura del mundo mediante el mito, definiendo toda esencia sin petrificarla, pues su concepción epistemológica y ontológica es siempre dinámica y jamás estática.Y es en este aspecto gnoseológico en el que me gustaría hacer énfasis, y no tanto en el habitual centrado en la sociología religiosa, que no creo de razón de ser del entramado mítico de un tipo de milenarismo como pueda ser el legitimismo(u otros).
Ante todo es preciso decir que la concepción milenarista es dinámica, y lo es porque cuenta siempre un relato y porque concibe la historia como proceso cargado de sentido y como cumplimiento de una Utopía, como terminación de un mundo concebido como obra de arte de Dios y que es preciso llevar a su máxima perfección: de ahí que el milenarismo sea también una teo-estética. La reconciliación final de todas las cosas en un Reinado de Dios que abole el tiempo histórico contingente, tiempo de miseria, de rebelión contra Dios y su ungido y de persecusión de los justos y del pueblo elegido para coronarse con el martirio que acelera el ésjaton: que los seres humanos necesitamos muchas veces acelerar nuestro tiempo, nuestro discurrir, para que la solución a nuestra angustia venga misteriosamente dada, de eso no nos puede caber duda alguna, y el milenarista está en tensión para favorecer con su propio sacrificio-si es necesario-ese acelerarse de los tiempos. Ahora bien yo he llegado a la conclusión de que ese extraño legitimismo es uno de los más fértiles depositarios de este dinamicismo historicista y milenarista, de una forma sui generis. ¿Por qué por excelencia el legitimismo?.
El milenarismo prevee por supuesto la gran batalla definitiva entre las fuerzas del bien y las del mal. La cesura temporal que anhela supone un gran trastorno y una nueva creación que abole como una exhalación lo confortable, lo aparentemente "natural" que-en la mente milenarista se concibe por contra como inacabado, susceptible de perfección o, si se quiere, de regeneración o rejuvenecimiento. Dios está insatisfecho de su mundo en la mente del milenarista por cuanto todo parece estar organizado como si de una gran rebelión contra su autoridad se tratase, una sublevación aceptada por las mismas autoridades mundanas que, en el sueño teológico-político del cristianismo, deberían por contra hacer de la tierra el templo de Dios. Ahora bien, también el legitimismo está perpetuamente a disgusto en un mundo que persigue con saña a la Iglesia auténtica, decapita a los reyes designados por Dios e instaura satánicamente el libre desenvolverse de las pasiones, la impiedad y la corrupción. Y es que la experiencia apocalíptica primordial de los legitimistas es la de la invasión de la hermosa Creación de Dios por los demonios. Esos demonios son fundamentalmente los revolucionarios. Samuel Pepys, uno de los más leales hombres de Jacobo II, los describe como "the most vicious, lewd and scandalous of all mankind, and the sober and judicious part were those borne hard upon... And for whoring, drunkenness and professed atheism they had not their fellows. Impetuous, injurious and cruel..."(2) . Sólo los demonios revolucionarios pueden arrasar una tierra hasta su último confín y clavar niños en las puntas de las ballonetas, como opinaba un sacerdote angevino en tiempos de las guerras de la Vendée: "... nos fiers republicains et bárbares persecuteurs qui, comme les premiers, ayant porté le fureur jusqu'd massacrer les enfants de Bethléem ou d'Égypte"(3).
MILENARISMO Y DESPLOME DEL UNIVERSO.
Pero es precisamente por todo lo antes dicho que el milenarismo legitimista empieza casi como una suerte de nihilismo, como una comprobación de la relatividad de las cosas: este "partido del orden" en verdad está siempre desesperanzado de toda estabilidad superficial del mundo justo en el momento en que ve caer a poderosos soberanos ungidos. Sir John Reresby, prohombre de la despreocupada Restauración carolina y más tarde resignado jacobita, anotaba en sus memorias( dos años después de la Revolución de 1688) que "había visto caer tantas cosas y caer tantos hombres grandes y pequeños, en mi vida, que confieso que se ha enfriado mi ambición, y he empezado a pensar que hay momentos en los que un hombre inteligente debe saber retirarse y contentarse con lo que tiene, mejor que aventurarlo todo, incluida su conciencia, para conseguir más...la seguridad es mejor que la grandeza"(4). Ciertamente ese espectaculo, sólo a medias concebible tras la "Gran Rebelión"(conde de Clarendon) de 1642, suponía arrojar el cosmos a los abismos de la contingencia. Se podría decir pues que esa "vile rebellion" secundada por un "barbarous Dutch", el príncipe Guillermo, como decía el jacobita Dean Grenville de Norwich, es el principio de la relatividad de las cosas con el que se originan los milenarismos de tipo restauracionista. Buena parte de los seguidores del linaje Estuardo se refugiaron en la mística Quietista de Fenelon como una forma de resistir a esa temida relatividad de las cosas: la negativa de nobles como lord Forbes de Pitsligo a aceptar el ordenamiento revolucionario("settlement act" y "abjuration act")suponía una retirada a lo privado como la única fortaleza restante de la estabilidad, una aproximación a lo interno y alejamiento de lo externo para la espera pasiva de la Restauración cuando así Dios lo dispusiese. Representante típico de los grandes "lairds" del noreste escocés, Lord Pitsligo, llegó por fin a participar en la insurrección de 1745, pero su actitud durante la mayor parte de su vida política fue la de una simple resistencia pasiva al Mal aceptando la total voluntad de Dios, incluso si ello implicaba reconocer de hecho la presencia continuada de la Revolución: "If it shall happen yt, some members of a Society, contrary to their Duty to Gog & Allegiance to their prince, do wrest the goverment out of his hands and confer it on another; we are neither to concur in their Treason, nor tamely to submit to their Lawless force, But if providence shall, for Reasons best known to it self... If the new prince be acknowledged as such almost all the society it Self, and by all the world beside for a Considerable tract of years...we must submitt to the Powers that are because they are ordained of God"(5). El milenarismo no supone siempre un activismo social intenso. A veces el simple abandono a la voluntad de Dios es toda la actitud que el legitimista suele adoptar, a modo de una especie de victoria moral sobre el mundo, como vemos por ejemplo en el caso del poeta jacobita y no-juramentado John Byrom(1691-1763). "Let go all earthly will/and be resign'd/ wholy to him with all your hearth and mind!/be joy or sorrow, confort or distress,/ receiv'd alike can bless/ to gain the victory of christian faith/ over the world and all satanic wrath"(6). También ese sentimiento de irrealidad en la sociedad humana se hallaba presente entre los carlistas que intentaron vanamente restaurar en 1833, 1846 y 1872 lo que ellos consideraban era el régimen ideal de las Españas, la vieja monarquía católica. Su fracaso, a la par que la persistencia de sus intentos, explica esa extraña dialéctica de pesimismo trágico que lleva al apartamiento del mundo combinada con el ardor exaltado de muchos que habían luchado ya en la guerra de la independencia. Es el espíritu de esta circular impresa por un carlista catalán para levantar el principado: "En épocas calamitosas en que las naciones se han hecho víctimas de las facciones que las agitan , y víctimas miserables de las pasiones desordenadas, el hombre timorato, de un juicio sano y amante de su patria, se lamenta en el retiro de tamaños males, y desde él clama al cielo para que cesen tantos horrores. ¡Cual más desdichada que la infeliz España, esta noble y heróica nación , temida del orbe en las épocas de esplendor, venerada y estimada aun en las más desastrosas; esta nación que, minada en sus cimientos, se halla próxima a su ruina, si el cielo justo y misericordioso no velase sobre ella, conservando para su felicidad, un Monarca dotado de todas las virtudes , valiente, justo y generoso, que, regenerándola, haga de una vez desaparecer los males que la asolan..."(7). El Rey aludido era don Carlos V. Pocos son los restos de instituciones a las cuales el carlista creía poder aferrarse buscando seguridad y quietud del alma, a lo menos antes de intentar cualquier "violencia santa" que instaurase el milenio. El diputado carlista, canónigo Manterola, frente a las borrascas del sensualismo y la revolución invitaba a "convertirse a lo sobrenatural, a la Iglesia santa, única y dispensadora de la palabra de Dios; a esa Iglesia santa que es el arca de salvación en medio de los naufragios de todos los mares, y esa Iglesia que es la que preserva constantemente sin ningún género de duda y errores a los que quieran continuar siendo sus buenos hijos"(8). Pero no es posible ante las iglesias ardiendo y los príncipes legítimos exiliados y perseguidos temer nada más. El humano amor a la luz y a la belleza anima al legitimista a olvidar toda relatividad porque, como decía el pensador carlista Aparisi y Guijarro, "...no podemos despedirnos para siempre de la esperanza. Españoles y católicos, sabemos que una palabra de Dios hace brotar la luz del caos; españoles y católcios, no creemos que esté condenada para siempre esta tierra de España, tierra de santos y de héroes; españoles y católicos, no olvidaremos nunca que Dios a nuestros padres, que fueron pecadores, les salvó en Covadonga y al fin los coronó sobre las torres de Granada"(9). En todo caso es preciso reconocer que el milenarismo legitimista antes que una pura reacción social es un forma universal de contemplar la realidad, una sensibilidad que cae en la cuenta de lo efímeras que son las estructuras mundanas.
El legitimismo es uno de los movimientos contrarrevolucionarios clásicos de los siglos XVIII y XIX, y normalmente no ha sido relacionado con una mente milenarista típica. El entusiasmo fanático, sin embargo, de las masas que lucharon encuadradas en sus filas no puede por menos que suscitar una cierta sospecha: ¿acaso latía dentro del legitimismo un poderoso sentimiento utópico que tenga afinidades con los milenarismos antiguos o medievales?. Yo creo que esta es la forma más sensatamente válida de comprender la experiencia legitimista y las ensoñaciones contrarrevolucionarias que perpetuamente la acompañaron como la indeseable sombra junguiana de nuestra modernidad.
LOS QUE HEREDARÁN LA TIERRA.
Normalmente legitimismo tenía vagas resonancias conservadoras: un mundo de reyes, nobles y sacerdotes que se pierde y trata momentáneamente de vender cara la vida luchando románticamente contra nuestra concepción progresiva y unilineal de lo histórico. Si el milenarismo al viejo estilo judeo-cristiano podía considerarse hasta cierto punto un tipo de subversión social más o menos justificada teológicamente y encomendada a un "resto" fiel a la voluntad de Dios y celoso de su ley que, guiado por el Mesías, habitaría la tierra nueva, entonces la mente legitimista estaría bien lejos de estas coordenadas. Pero entre los combatientes y propagandistas realistas encontramos a menudo ese sentimiento de ser el pueblo elegido que lucha por Dios contra el Faraón. El legitimista se acerca a la interpretación de la realidad no como objeto sino como sujeto. El obispo de Mondoñedo instaba a los miembros del ejercito carlista, durante la guerra de los Siete Años, a no perder su confanza en que ellos son el pueblo elegido: "... resistamos en el nombre de Dios, y por su gloria; y tengamos como los Macabeos por más gloria morir en la guerra que ver los males de nuestra nación. Unámonos a nuestro amadísimo, y Rey Legítimo, Don Carlos, que como otro Matatías, nos ha gritado y nos grita sin cesar: el que tenga celo de la ley, salga conmigo... con el aliento mismo con que aquel su Pueblo escogido salió de la esclavitud del Faraón, caminó y triunfó por el desierto, y se apoderó de la tierra de promisión"(10). Igual que en el libro de Daniel el Hijo del Hombre que ha de juzgar puede ser la personificación de Israel, también el legitimista está en la absoluta disposición de mirar al mundo y fulminarlo con su veredicto, como hacia el bravo conde de Montrose tras su fallido intento de restaurar a Carlos II Estuardo. Una profecía le había anunciado que él era el escogido por Dios, pero el fracaso no quebró en absoluto sus convicciones. Su bandera de guerra era de paño azul y dorado, con la cabeza sangrienta de Carlos I bordada y la leyenda: "Juzga Señor, y vindica mi causa". Tras pasarse la noche antes de su ejecución orando y componiendo poemas dedicados a su real señor, por la mañana se dirigió a los jueces de esta manera: "¿Es decir, que esa buena gente que tanto miedo me tuvo cuando yo vivía, me sigue temiendo cuando voy a morir?. Tengan buen cuidado: después de muerto es cuando asediaré su conciencia, y seré mucho más temible que cuando vivía"(11). La interpretación de lo real la hace el legitimista siendo Sujeto: la verdad de la Historia es simplemente su propio actuar, esa es la única clave hermenéutica válida.
Pero volviendo un instante a las viejas interpretaciones, este legitimismo parecía un tanto extraño, y-por así decirlo-anacrónico. Antes se creía ver al verdadero sucesor del milenarismo clásico medieval en las revoluciones devastadoras que volvieron "del revés" el mundo confortablemente establecido( los ranters y cavadores de Christopher Hill que espantaron a la ordenada sociedad Estuardo, los "enrajés" parisinos que hablaban desenfadadamente del "sans-culotte Jesús", como observaba indignado Donosos Cortés, o los anarquistas españoles tipo Salvochea apóstoles de una religión de la naturaleza)que los vastos movimientos que se opusieron tenazmente a los mismos en nombre de los buenos y viejos ordenamientos defendidos por reyes ungidos. ¿ Pero y si la Contrarrevolución y si la Tradición tuvieran algo de subversivo?.
Fenomenológicamente el legitimismo es un mesianismo y un milenarismo porque siente la caducidad del mundo, y ello le produce simultáneamente temor y alborozo, que son las dos "emociones" básicas con las que todo milenarista diagnostica el mundo. Este se vuelve en cierto sentido irreal y parcialmente ininteligible ante el espectáculo de esa "vil rebelión y traición", ante la "invasión del infierno en el mundo"(Aparisi y guijarro) ,ante el apocalipsis en el que todas las impías autoridades colaboran, ante las apostasías masivas y el martirio de los santos y del Rey-sacerdote, cuyo Cuerpo Político, como decía Kantorowicz, era inviolable e incorruptible,jamás susceptible de muerte, cuya augusta sangre derramada por los hipócritas y fariseos revolucionarios necesitará larga y sangrienta expiación(José de Maistre, en su tremendismo y rabia ante la ejecución de Luis XVI, se preguntaba: ¿antes de la paz sería necesario que muriesen tres millones de franceses?). Ese precioso líquido vertido anuncia necesariamente el juicio. El mundo no puede salvarse tal y cual está, sin Rey y sin Iglesia: el legitimista "no ruega por el mundo", sino que lo combate y además se sabe elegido para hacerlo. No hay paz con Belial y sus satélites, pues Dios ya ha escogido cuáles serán los instrumentos de su justicia con respecto al mundo y sus blasfemias, que ha derramado la sangre de aquellos que, según Filmer, habían heredado su autoridad de Adán y los patriarcas.
-LLAMAS DEL ORGULLO QUE INCENDIAN EL MUNDO.
La rebelión cósmica contra Dios no es extraña para el milenarista: es el principio de la dinámica histórica. Como nos recordaba Hugh Rowland, la presencia de este mito apenas sí se puede localizar tal vez a mediados del II milenio antes de Cristo, en ese mundo canaanita-ugarítico de interacción fertil con lo que será la concepción bíblica madurada. Utilizo esa expresión porque bien pudiéramos pensar que casi toda experiencia religiosa o intemporal ha imaginado o intuido una suerte de rebelión o de pugna entre la voluntad humana y la divina, como aquella lucha del angel del Señor con Jacob. En la reflexión de Rowland Page el dios canaanita Athar, o bien Baal, se constituyen modelos de un impulso soberbio del que pueden participar los espíritus inferiores o el hombre(12). Pero dialécticamente, esa misma rebelión cósmica, es precondición para muchas cosas: para que puedan existir mártires que paguen con su sangre las deudas del género humano y para que se produzca ese ansiado rejuvenecimiento de la tierra que el orgullo de los revolucionarios ha envejecido súbitamente, ha llenado de luto la Creación, ha dejado a los hijos obedientes y fieles vasallos sin su justa recompensa por excelentes servicios a la Corona y a la Iglesia. El hombre nuevo, el liberal, el burgués enriquecido con la compra de bienes eclesiásticos y asignados, ilustrado o revolucionario es el símbolo de ese orgullo, hijo lógico como es del príncipe de la luz, del Anticristo. El mito revolucionario y láico que quiere hacer de la Humanidad la señora de la tierra por justo derecho de dominio y usufructo es visto por el legitimista -lleno de ardor milenario-como la vuelta al cosmopolitismo satánico de Babel, como la última jugada del diablo para oponerse al bello Reinado de Dios. Los deístas, con su orgullo y autosuficiencia, fueron el santo temor de los clérigos no juramentados que acataban a los Estuardo exiliados. Para estos, como un Hickes, un Collier o un Law, el whig-más que una persona concreta- era símbolo de esa rebelión neo-cosmopólita, pues todo aquel que hubiera participado en la revolución de 1688 necesariamente era preso de una soberbia semejante a la de los ángeles de la luz. Por ello mismo, lo interesante es que los whigs deístas eran percibidos como una amenaza moral y mítica, antes que política: dudaban de las Escrituras y nivelan el Cristianismo con las otras religiones. El no juramentado Charles Leslie, siempre cercano al infortunado Jacobo III y VIII, describió el espíritu que animaba a los deístas, unos hombres reacios a someterse a Dios, a practicar su ley y aceptar el martirio y el sufrimiento si ello fuera preciso: "wich these our modern Men of sense,(los deístas)(as they desire to be esteem'd), that they only do , that they only have their judgments freed from the slavish authority of Precedents and Laws, in Matters, wich, they say, ought only to be decided by reason; tho' by a prudent Compliance with Popularity and Laws, they preserve themselves from Outrage,and legal Penalties; for none of their Complexion are addicted to Sufferings or Martydom"(13) Otro jacobita famoso, el doctor Samuel Johnson, definía a este nuevo hombre ilustrado y sin ataduras de esta manera:" ... un jacobita no es ateo ni deísta. Eso no puede decirse de un whig, pues el whiguismo es la negación de todo principio"(14). La pesadilla del legitimista es que el mundo de Dios haya caído en manos de estos seres demasiado libres que, como los ranters, aseguraban que no existía el pecado, y menos el infierno, y que ellos mismos eran de alguna manera Dios, el pecado de soberbia por excelencia. El cuerpo de generales realistas que formaba el Consejo de Chatillon, en la Vendée del año 93, exclamaba indignado contra aquellos jacobinos regicidas que en flagrante contradicción " ...nos acusais de revolucionar nuestra patria por la rebelión y sois vosotros los que, socavando a la vez todos los principios religiosos y políticos habéis proclamado los primeros que la insurrección es el deber más santo(...) echemos a esos mandatarios pérfidos y audaces que, elevándose por encima de todos los poderes conocidos de la tierra, han destruído la religión que queríais conservar"(15). El gran profeta del legitimismo borbónico José de Maistre, en su inmensa inspiración mítica, confirmaba toda la Causa última del cataclismo revolucionario como una terrible recaída del Hombre en el tiempo de Adán y la serpiente: toda sabiduría que no viene de Dios infla, y bajo las apariencias de la buena conciencia está Luzbel: "Si se nos dice, por ejemplo: he abrazado de buena fe la Revolución francesa por un puro amor de libertad y por amor a mi patria...a esto no tenemos nada que responder. Pero el ojo para el cual todos los corazones son diáfanos, ve la fibra culpable; descubre, en una ridícula desavenencia, en un sentimiento de orgullo, en una pasión baja o criminal, el primer móvil de estas resoluciones que se quisieran ilustrar a los ojos de los hombres".(16) Y el abate Barruel era aun más apasionadamente explícito al explicar la catástrofe revolucionaria como un acto de vanidad humana producida por el deseo del hombre de liberarse del ordenamiento divino: "(¡Oh, príncipes!)los sectarios y los sofistas...os habían prometido una revolución de felicidad, de igualdad y de libertad, de la edad de oro, y os han dado una revolución , que por sí sola es el azote más terrible con que un Dios, justamente irritado por el orgullo y la impiedad de los hombres ha castigado al mundo"(17). Confirma esta causalidad metafísica la percepción que el arzobispo de la Plata, Josef Antonio de San Alberto, tenía de los acontecimientos revolucionarios en una carta escrita al papa Pío VI, en la que las viejas categorías míticas sustituyen por sorpresa a los actores reales de un drama sólo aparentemente humano. "Culpemos, pues, principalmente, y con más razón que a todos, al primer movil, a la cabeza principal( y si nos es permitido decirlo así)al Luzbel de toda rebelión sucedida en Francia; quien lleno de orgullo, y de ambición por subir al trono del que lo ocupa tan dignamente, ha arrastrado tras sí la tercera parte de unas estrellas errantes, que tal vez sin sus influxos, no lo fueran hoy, y se hubieran mantenido fixas"(18)
. Que el secreto de la Revolución estaba en la estructura antropológica del hombre, en su naturaleza vana y caída, era algo que los miembros de la Junta Realista de Navarra, durante la guerra civil de 1821, pretendían erigir como modelo interpretativo evidente por sí: "una secta infernal( los liberales) alza su voz como Lucifer el soberbio contra el Soberano general, de quien reciben poder los gobernantes del mundo, diciendo así: disrumpamus vincula eorum et prosiciamus a nobis iugum ipsorum"(19). Los carlistas poco después decían luchar por su rey "para que triunfase de todo infierno del mundo". Más coléricos y enardecidos que los otros legitimistas, pensando en una revancha absoluta, carecían de sosiego. El canónigo Manterola, diputado y conspirador carlista, tronaba al contemplar el retorno de la primitiva rebelión que expulsó a nuestros padres del Paraíso: "¡terrible lógica la del Diablo!... Satanás redujo a sistema su loco pensamiento de emanciparse de Dios. Su procedimiento consiste en colocar los derechos del hombre sobre los de Dios. Tan antigua es su táctica, que la vemos con éxito desastroso ensayada con los dos primeros seres, padres del género humano. El demonio viene desde entonces inspirando horror al sistema preventivo... Ahora bien: ese sistema, ese procedimiento, esa táctica, esa conducta son... el liberalismo, que de lo dicho se infiere ser sinónimo de satanismo"(20). Aun más asombrosas son las reflexiones mito-históricas del propio príncipe legitimista, don Carlos VII, cuyas palabras son el más poderoso eco del cuatro mil años de simbología religiosa: "la revolución francesa dio mucha luz: era la luz seductora del mal; pero esa luz que aun no se ha apagado, hará apreciar y reconocer la verdadera luz del bien... de un lado está Jesucristo, del otro Satanás, representado por la diosa Razón"(21). Todo milenarismo conoce perfectamente que las tribulaciones del fin del mundo siempre se han padecido antes: toda caída tiene como ejemplo una precedente. El tiempo cíclico, empero, queda destruído ante la inminente presencia de una utopía que, para el legitimista, supone ante todo la perfecta reconciliación del hombre, desprovisto ya de la "vana filosofía" turbadora, con Dios y con su delegado, el Gran Monarca mesiánico.
-REVOLUCIÓN:SALVACIÓN Y CONDENACIÓN.
Todo milenarismo transfigura necesariamente lo real. La Historia para la mente milenarista no puede ser un mero proceso causal, sino que son los reflejos de un drama que acontece en un tiempo mítico cuya realidad es inmensamente mayor que la nuestra. El legitimista percibe el acontecimiento revolucionario no como un factum político o social sino como un arquetipo que se hace acontecimiento. La Revolución, para mal y para bien, es el principio del milenarismo legitimista. En su situación, el contrarrevolucionario necesita hacer inteligible y asimilable psicológicamente el factum histórico. La más obvia respuesta es la consideración del mismo como juicio y castigo de Dios. Eso podía ofrecer alguna respuesta a los combatientes realistas escoceses a la hora de apelar a las conciencias de los "súbditos desobedientes". En la campaña de 1654 el realista conde de Glencairn invitó a los escoceses a unirse a sus fuerzas de esta manera: "whereas it hath pleased his Majesty to appoint horse and foot to be levied within the kingdom of Scotland, for opposing the common enemy, for giving a check to the pride and oppresion of those cruel traitors( los republicanos), whom God in his justice hath permitted to overcome, and to be instruments of Scotland's punishment for its sin, and are no otherwise to be looked on but as God's scourge upon us, wich he will soon remove and consume in his wrath if we could turn to him with unfained repentance"(22). También los legitimistas franceses creyeron en términos "ingenuos" la posibilidad de considerar ese mundo naciente en 1789 como una advertencia de Dios a los poderosos que no escuchaban los ruegos del pobre ni practicaban la piedad cristiana: ¿acaso los reyes de Israel y Judá no habían pecado contra Yahweh?, ¿Acaso Federico II o el emperador José II de austria no merecían una advertencia por no hacer honor a su nombre de Príncipes Cristianos. El abate Barruel no puede ser precisamente considerado como alguien servil cuando condenaba la "impiedad coronada", aludiendo al rey prusiano: "he aquí la conducta de los tiranos de Israel, que dieron al pueblo sus becerros de oro para que no adorase al Dios verdadero"(23). Los carlistas podrían haber coincido perfectamente en estos términos. El estado de postración nacional ya se había visto como un juicio de Dios: no necesitaban leer a los tratadistas contrarrevolucionarios europeos para intuir que el avance del liberalismo en el solar español podía deberse a la ruptura de ese pacto con Dios, en cierto modo tal y como un romano de la Antigüedad lo hubiera concebido. Ya un anónimo realista español, durante la insurrección de 1822, escribía: "Españoles: las provincias están conmovidas porque no ven más que levantar cadalsos acordados en tribunales incompetentes y verter la sangre inocente bajo cualquier pretesto. La Patria gime por todas partes y el término final de esta persecusión , de este azote que el Cielo nos ha enviado por haber tolerado tanto criminal impío, se acerca ya"(24). Exactamente es la misma concepción del brazo derecho de don Carlos V, el obispo de León Joaquín Abarca, quien en una carta exhortaba al arrepentimiento humilde del nuevo pueblo elegido, el español, localizando la causa metafísica de la Revolución en la apostasía y el crédito dado a los falsos profetas " que Dios para castigar la alianza que su pueblo escogido había hecho con sus idólatras despreciando su voz, conservó algunos de ellos con sus ídolos, para que tuviesen siempre enemigos, y sus falsos dioses fueron ocasión de ruina como sucede ahora(1833)"(25).
Pero la imaginación de la mente legitimista no se queda en esta interpretación más o menos "clásica" de la calamidad revolucionaria. La lógica del milenarista no es meramente la de la identidad, es más bien sintética o dialéctica. Siempre existe la necesidad de integrar simbólicamente la Revolución como algo necesario o, incluso, "bueno" para la humanidad que lo padece. Jung estaba convencido que los individuos, y bien podríamos extenderlo a las colectividades, superaban una fuerte crisis con la ayuda de un arquetipo sintético que él denominaba "Self" o "Totalidad". Es un concepto o una función que implicaba trascendencia, la capacidad necesaria en un contexto vital para reconciliar una tensión de opuestos. La mente legitimista compartió de alguna manera esa lucha y buscó recuperar la unidad primigenia perdida mediante la elaboración de una mito-historia arquetípica que fuera el instrumento adecuado para sortear el reto que suponía la revolución.
La creatividad legitimista concibió la revolución como una oportunidad y como una purificación. Por un momento dejó de lanzar anatemas y sucumbió ante la perspectiva utópica en la cual es sufrimiento no sólo tiene un sentido sino que es imprescindible. El Reinado de Dios y de su ungido sólo podrían venir mediados por las tribulación de un mundo cuyas estructuras eran cada vez más relativas. Quizás fue José de Maistre el primer pensador legitimista que concibió plenamente la extraña necesidad del propio hecho revolucionario: "Reflexiónese bien, y se verá que una vez establecido el movimiento revolucionario, Francia y la Monarquía no podían ser salvadas más que por el jacobinismo... este monstruo de poder, ebrio de sangre y de éxito, fenómeno espantoso que nunca se había visto y que sin duda no se volverá a ver jamás, era a la vez un castigo espantoso para los franceses y un medio de salvar Francia"(26)
. Carlistas visionarios como Luis María de Llauder se atrevían a decir que "En el orden de la Creación no hay nada casual, ni violento; todo es lógico, todo es regulado... La sublevación de Septiembre(1868) ayudando a la obra de Dios, que indudablemente ha marcado ya la hora de que caiga el árbol nocivo, ha fecundizado la tierra para que adelante la madurez del fruto... esto satisface la doble mira de la providencia: castigar a los pueblos y salvarlos. Si la democracia fuese sólo la república, no seria un castigo, podría ser hasta su salvación..."(27). El Vizconde de la Esperanza, citando a Aparisi, llega a una conclusión totalmente dialéctica: "Los castigos que Dios envía(como la revolución)son sus grandes oradores; despiertan a los dormidos, avivan a los despiertos y obligan por el dolor a todos a levantar sus ojos al Cielo. Estas palabras fueron para los partidos políticos de España la trompeta del Juicio Final(...) al Juicio Final político debía suceder la Resurrección de España. Esta época se aproxima"(28)
La Edad de oro restaurada tiene demasiado valor para que la propia Revolución que la precede sea un sinsentido.
-MILENARISMO REVOLUCIONARIO Y MILENARISMO LEGITIMISTA.
La espera y esperanza milenarista del legitimismo monárquico es sustancialmente diferente de toda la ideología utópica revolucionaria, pero no por reacción conservadora o por proyección obsesiva hacia el pasado por ser mero pasado prestigioso. Bloch había percibido la deuda relativa del mesianismo marxista para con la espectativa cristiana subterráneo-herética. A su vez, desde el tradicionalismo contrarrevolucionario y legitimista, Donoso Cortés y su discípulo Gabino Tejada, así como el canónigo Manterola, pretendieron descubrir el gran "hurto" que el socialismo y la revolución habían hecho con respecto a las esperanzas escatológicas cristianas. Ese robo o bastardeo de categorías teomíticas sirvió para que la ilustración elaborase un tipo de utopía que los legitimistas consideraban reductiva y materialista y a la que se opusieron violentamente. La reconciliación con Dios era sustituída por la reconciliación de la Humanidad, concepto que a De Maistre, por ejemplo, dejaba frío. Los mitemas del legitimismo eran visiones que hablaban no tanto de la grandeza del hombre como de su naturaleza dañada: desde Filmer o Charles Leslie, pasando por De Maistre o Bonald y llegando a Aparisi o Manterola, todos ellos tienen en común su obsesión por la rebelión, el pesimismo y la destrucción de las ensoñaciones terrenales. La crítica racional, exquisitamente filosófica y científica a la utopía ilustrada y sus héroes favoritos(Voltaire, Renan, Proudhom...)a pesar de todo no es más que el armazón discursivo que defiende un tipo de sensibilidad o de actitud mental que late precisamente bajo la muralla racional, y que reducía la experiencia de la maldad humana al hecho de la Revolución, con sus eugenesias masivas, sus proyectos de exterminio de pueblos enteros, la decapitación de monarcas ungidos, la persecusión de la Iglesia y sus ministros y el trastorno de las jerarquías y las leyes morales: el terror y los sufrimientos marcan al milenarismo legitimista. Una complicada yuxtaposición de opuestos-el miedo al caos y a la rebelión de los titanes-y los sueños de aceleración de los tiempos y de renovación-nueva creación que pugnan por adueñarse de la consciencia del legitimista.
El legitimista es un ser sufriente. Normalmente eso tiene un sentido purificador y sacrifical: con el ello expía sus pecados, se asemeja a Cristo y a su Rey infortunado y, además, propicia el pronto advenimiento de su nueva era, o paraíso terrenal, o como quiera llamarse a la serie de simbolismos del centro que aparecen recurrentemente el sus programas "políticos". Ejemplos conmovedores de los dicho no faltan en ningún legitimismo. Restos de la vieja ideología indoeuropea que convertían al rey y su vasallo en una sola unidad sacrifical( es preciso recordar la "devotio"), el martirio de cualquier combatiente de la Causa sólo se hace inteligible en términos de unión mística. Así, el último conde de Derwentwater, le escribía a su soberano, Jacobo III y VIII. Tras hablarle de su proyecto de matrimonio y de su absoluta lealtad, la misma que la de su padre y otros miembros de la familia que se pierden en la noche de los siglos, acaba diciéndole que "In these times of adversity... I want the same sort of comfort yr Majesty has found. Long may you live to enjoy it, and on your Father's throne(James II). He left your Majesty a Crown of Thorns given him, to punish us, unworthy of so good prince"(29). Lord Balmerino, en la Torre de Londres, esperando su sentencia de muerte tras el desastre de Culloden en 1746-extinguidas ya las últimas esperanzas milenaristas- escribe a su prícipe una carta de despedida en la que le manifiesta su felicidad por haber cumplido con su deber hacia Él, encomendándole su familia, y reiterando que "it gives me Great Satisfaction and peace of mind, that I die in so Righteous Cause"(30)
. En el fallido intento del 15, el ejecutado lider jacobita John Hall proclamó ante todos en el cadalso que "I am not a Traytor, but a Martyr", y que para él personalmente su sufrimiento final era un gran honor que se le hacía y no un fin ignominioso(31). El mismo ambiente martirial se respiraba en el oeste francés al poco de estallar la insurrección vendeana, que tan despiada respuesta provocó en el gobierno Convencional. Normalmente los milenaristas dotan a la muerte de un sentido liberador hasta hacerla apetecible, puesto que ella es recreación del padecimiento de los santos de Dios. Los vendeanos y su padres refractarios consideraron que era preferible morir a caer en manos de una "Babilone" que les impedía rezar y venerar a su pequeño Rey, Luis XVII. Un sacerdote angevino decía esto a los restos del ejército campesino: "Nous avons comme Saint André, des enemis trop fiers et trop acharnés contre nous ou pour espérer de leur part quelques trêves(...)ne suyons pas assez timides et assez lâches pour refuser la mort quand nous aurons lieu de vroire que Dieu nos démande le sacrifice de notre vie, et faisonsle généreusement comme saint André"(32). Pero quizás lo más importante es considerar esa profunda lógica que une al martirio con la concepción tiempo milenarista-legitimista. Resulta, maravillosamente, que esa sangre de los seres sufrientes puede acelerar la venida del paraíso, de esa perfecta sociedad cristiana gobernada por un Rey sagrado, pues en realidad para la mente que está esperanzada ese tiempo histórico está totalmente humanizado, de desenvuelve en función de la utopía de una comunidad.
Los programas políticos, sean "conservadores" o "populistas" mal definen las energías utópicas del legitimismo: de hecho es una propuesta inutil si nos aproximamos a la pluralidad de los programas o proyectos meramente ordenadores de lo real que contradictoriamente propone el legitimista. El secreto utópico del legitimismo se esconde en realidad en su nutriente mítico, que alimenta los innúmeros programas de acción y que son efímeros si los comparamos con su raiz simbólica indestructible: el mesianismo y la apocalíptica. Pese al terror que produce el triunfo provisional de las fuerzas del mal en una coyuntura mito-históricamente juzgada como significativa(1649, 1688, 1793, 1812, 1833...) la esperanza de la inminente ventura y de que se cumpla la promesa evangélica de que los justos heredarán la Tierra es la contra-utopía que presenta la legitimidad a la modernidad enemiga. El instante en el que se presenta el Rey no es propiamente el de un comienzo nuevo de la historia con su sucesión de pecados, es la muerte de la misma. Esa hora no está tanto en la realidad de los acontecimientos-que siempre falla al legitimismo por cuanto tan frecuentes son sus desengaños políticos y militares-como en el tiempo de los mitos, donde todo puede cumplirse. el legitimista vive en efecto en su tiempo, jamás en el de la historia petrificada y que domina Belial y sus tiranos, jamás en la historia reificada, y su milenarismo está desligado precisamente de la Ciudad del hombre y su tiempo, al que desprecia como san Agustín lo hacía.
La esperanza legitimista, como todas las milenaristas, transfigura el mundo, no pretende meramente destruírlo: el mundo hacia el que se proyecta tiene instituciones que recuerdan al "viejo" pero que, en realidad, eran imperfectas: en el nuevo ésjaton, como es obvio, llegarán a su plenitud y se borrarán las huellas de "la abominación en la desolación". El rey legítimo y el Papa angélico llevarán las antiguas formas a una gloria y a una bendición hasta entonces desconocida y la tierra, el reino o la nación, que parecían arrasados, darán el céntuplo por uno. El martirio, el teatro de la muerte y la purificación violenta de la sociedad son los medios para acelerar el tiempo, aquellos de los que se valdrá Dios para recrear el mundo maravilloso que la revolución redujo a cenizas. Ese mundo restaurado, y antes de que llegue la segunda venida, contemplará un verdadero padre, al "mejor de los reyes" que antes llevó una corona de espinas y cuya inmolación y la de su pueblo garantizan la expiación del pecado revolucionario.
Siempre puede ser ambigua la relación con el enemigo. En el rechazo hay también una sospechosa transferencia que el legitimista ve como una justa devolución. Bien es verdad que la impía revolución miró y gritó por el pobre y el rendido en un alarde miserablemente demagógico y que ignoraba la con-pasión de la augusta víctima, ¿ y no era eso acaso una usurpación del espíritu cristiano. La revolución es el palo que castiga a los príncipes malos, una advertencia, una llamada- como quería Aparisi-al arrepentimiento, una necesidad para salvar algun peligro, como llegó a conceder Samuel Johnson( "the revolution was necessary, but it broke our Constitution"). Estos intentos de integración en una totalidad mayor quizás nos parezcan frustrados, pero dentro del modelo junguiano de la mente sabemos que un conflicto de opuestos jamás puede ser resuelto del todo salvo en casos excepcionales: nunca la sombra es expurgada ni en el legitimismo ni en el milenarismo deudor de una dura lógica bipolar cuya experiencia primordial es el sufrimiento y la nostalgia de un mundo visto a través de los anhelos de que están preñados los mitos.
-SOLDADOS DEL REY EN LA CÓLERA DE DIOS.
El rey está cargado de significaciones de una manera absoluta. Porque significa tanto, él anuncia en su forma de poderoso Carlomagno redivivo el principio del milenio, su inauguración con la toma del centro del mundo, Jerusalén, o bajo la representación de niño el rejuvenecimiento del universo. Todo esto viene confirmado por innúmeras profecías y oráculos que visionarios y bardos inspirados anuncian. Pero el Día de Dios tiene su agente que es el Rey acompañado por sus fieles, parte carnal de él mismo, como lo eran sir John Fenwick, Cadoudal, Lescure, Antonio Borges o Tomás Peñarroya, generosos y humanos con los humildes e incendiarios para con los malos y usurpadores. Los hombres del rey que recorren los campos se convierten en una horda dorada que anuncia la llegada del redentor y el juicio para los que no se sometan. Antonio Borges, jefe de Brigada del ejército carlista aragonés, prefería un tono familiar más bien tendiendo a la severidad: "La obstinada obcecación de la mayoría de los habitantes de la parte alta de este Reino, y los justos sentimientos de fraternidad que me animan para evitaros los tristes efectos que debéis esperar de vuestra rebeldía me obligan a dirigiros la paternal voz del soberano(Carlos V), a fin de que reconocidos del error en que hasta ahora habeis estado sumergidos, andáis pronto a implorar su clemencia y a obtener el perdón que en su real nombre es ofrezco"(33). En cambio el inefable Miralles tendía a verse como una suerte de macabeo plaga del señor: "Me dirijo a este pueblo con 3000 valientes de infanteria y ciento quarenta caballos con el objeto tan solo en que si deponen las armas a esta inbitación de paz que les ago en nombre del Rey N. S. tratarlis con toda consideración dejando quietos y tranquilos a estos á vitantes conforme lo he echo con los demás pueblos que han obedecido, pero si... No creo a ustedes tan pertinases que quieran declararse tan abiertamente enemigos deun rey tan venigno y que por ley divina y umana le corresponde la corona como hes constante que lama no del Todo Poderoso guia sus pasos siendo el terror de sus enemigos...(yo soy)incendiario para los pertinases y humano para los humildes"(34). Resultaba difícil resistirse a los soldados de Su Majestad portadores de tal buena nueva: "el día de la liquidación está cerca, y esos truhanes(los liberales) tiemblan que se acerque el momento, porque se quitará el polvo de sus innumerables infamias y expiarán su delito"(35). Entre los agitadores del jacobitismo popular también, cuenta Thompson, abundaban las amenazas contra aquellos que desatendían sus obligaciones sociales con respecto a los pobres recordándoles que "muy pronto estarán aquí los franceses" con el Rey Jacobo. La horda dorada en La Vendée quemaba los árboles de la libertad y degollaba guardias nacionales y curas constitucionales. Era su manera de devolver a la Convención los asesinatos científicos y en masa organizados por las columnas infernales de Turreau. Los juicios de los chuanes realistas no tenían apelación posible, pues ellos eran la extensión del terrible brazo de la verdad. Un guardia campestre fue fusilado al pie de un árbol de la libertad. Sobre su cuerpo se colocó un cartel. Escritas, las siguientes palabras: "IL fut traîte à son Dieu/ perjure à son Roi/ Bourreau de son parti, infâme à sa foi/Servir toujours en lâche le parti catholique,/fut vil meurtrier pour la République, On le fit assasin d'une indigne faction..."(36).
Siguiendo el viejo modelo milenarista, Dios escucha los ruegos de la nación escogida que gime pidiendo un rey que lo salve y lo envía entonces en el momento oportuno para hacer justicia. Pero, como veremos, esto es sólo una de las representaciones mesiánicas de las soteriología legitimista, y quizás no la más importante. Como en todos los milenarismos, la abominación que reina en la desolación no es más que un momento- si bien necesario-antes de la meta paradisiaca.
El buen legitimista está siempre en disposición de alerta: su tiempo no es el cotidiano porque el rey puede venir como un ladrón en la noche; a veces, como los carlistas vascos, puede sentirse huérfano y desamparado si el rey tarda en venir. Las malas artes de los revolucionarios y de su maestro, el gran engañador, pueden incluso procurar otra derrota momentánea del lugarteniente de Dios. O bien los jacobinos y francmasones pueden ser más sutiles : quizás secuestren la voluntad del monarca, lo engañen o lo amenazen de muerte. Si es así el pueblo puede abandonar a un falso mesías que no supo sortear la prueba peligrosa, como hicieron los "malcontents" con Fernando VII: tal vez el pueblo leal tenga que tomar una iniciativa democrática y ofrecer su sangre martirial como devotio a Dios y al rey. Puede también fallar la élite de los soldados del príncipe, aquellos nobles traidores o indolentes de los que se quejaba Cadoudal o los carlistas aragoneses, o los voluntarios extranjeros que sirvieron a don Carlos. Es en ese preciso momento en que el pueblo elegido tendrá que sacar fuerzas de flaqueza y embarcarse sólo con su pureza en la aventura de la Restauración del mundo perdido. Este inusitado "democratismo" de las masas legitimistas es justificable dentro del contexto de la teología martirial cristiana pues, al fin y al cabo, como decía Aparisi y Guijarro: "ya sabemos lo que resulta: todos somos hermanos, y todos hijos de alta cuna é hijos de gran Rey. Seth fue hijo de Adán, que lo fue de Dios"(37)
Las tribulaciones y pruebas pueden durar años y siglos, pues ya he dicho que el tiempo "inminente" del legitimismo no es el cotidiano ni histórico, sino mítico: se parece quizás a esa concepción primitiva o tradicional que descrbía John Mbiti con la palabra swahili "Zamani" y que hace alusión a un "macrotiempo" que está tanto antes como después de nosotros, y que se corresponde con experiencias muy determinadas del hombre, con facetas de su vida que no son las de la cotidianidad ni las del acontecer "normal". La tribulaciones cumplen su función pues fortifican los ánimos y dan aliento en la persecusión. Si bien, como decía Bloch, el desengaño es consustancial a la utopía y al milenarismo, el legitimista puede estructurar un sentido que sortee la derrota y la desesperanza.
-LOS MITOS QUE ENTIENDEN LA REVOLUCIÓN.
En principio si el legitimista percibe una contra-utopía esa es la Revolución y su tempestad; dentro de la lógica bi-polar habitual en todo milenarismo aparentemente deberíamos creer que el legitimismo ve en la revolución algo que es absolutamente malo. Su presencia es un gran misterio de iniquidad que es imposible pueda reducirse a una mera causalidad mecánica y política. Su orígen último, tal y como lo percibe universalmente la mente legitimista, es necesariamente metafísico o- por mejor decir- teomítico. Hacer inteligible la revolución requiere de un utillaje cognoscitivo muy particular, necesita de esa particular teoría del conocimiento milenarista en la cual los símbolos son la forma perfecta de captar profundas realidades. La raiz "explicativa" de la revolución puede ser, por supuesto, un efecto de la perenne naturaleza caída del hombre, un apetito regresivo, un orgullo blasfemo contra Dios y su Ungido( el de querer ser siempre igual al primero y más que el segundo). La persecusión de los justos y del legítimo soberano puede, empero, dotar a la revolución de un sentido que no es perplejamente maligno: una prueba que Dios envía a los buenos, una purificación para castigar a los malos, una terapia social algo ruda, un triunfo provisional pero necesario de las fuerzas del caos que permita vigorizar el mundo envejecido. A la postre incluso una revolución que todo lo trastorna puede ser un signo de Dios y hasta una causa segunda del renacimiento inevitable. ¿No decía el canónigo Manterola, medio indignado medio eufórico: "Carlos VII, rey de España por Gracia de Dios y de la Revolución de septiembre"?. ¿No encontraremos en este caso la difícil y siempre inestrable conjunción de los opuestos de que hablaba Jung, ese arquetipo del Sí Mismo que era la máxima tranquilización, ese profundo valor compensador del máximo sufrimiento?. De la unión de los contrarios surge la gran utopía legitimista que mira siempre atrás y adelante porque todo tiempo cotidiano es una ilusión.
Pero el milenarismo es esencialmente algo que encierran los individuos en los sótanos de su personalidad. Jacobo II y VII estaba absolutamente convencido de que él representaba el bien y la virtud agredidas, de que su Cuerpo político agredido era cien mil veces más verdadero y sagrado que su derrota empírica en Boyne o en el sitio de Derry, y que tenía una función soteriológica. La fuerza espiritual que él encarnaba no podía ser jamás derrotada, pues las categorías teomíticas así lo exigen, como lo hizo ver duramente a sus vasallos norteños, llamándolos a la obediencia, al deber de "verdaderos escoceses" y a sufrir con valor el provisional triunfo que Dios daba a los malvados. Es plausible que categorías teomíticas de un mismo entramado pugnaran en su conciencia por adueñársela. Así el rey justo y vejado que acepta resignado la ininteligible revolución deja paso en otros momentos angustiados al príncipe atormentado por sus pecados sexuales, por su bastardo el duque de Berwick, que busca refugio en la Trapa del abate Rancé y que cree interpretar su derrocamiento-obscuramente-en términos de justo castigo. Podía quizás haber encontrado otra solución teomítica: era el pueblo quien había pecado y-solemnemente- predecía una horrible tiranía de la que sólo él podría librarles. Antecedentes no faltaban para ello: en 1652, durante la sublevación realista escocesa contra Cromwell, el conde de Glencairn sentenció brutalmente que el despotismo cromwelliano sólo podía encontrar un causa metafísica: un pueblo culpable, miserable y desleal era humillado por Dios. Sólo una reparación mítica cabía: alistarse bajo las banderas de Carlos II.
En realidad el milenarismo legitimista y la esperanza que ofrecen sólo puede ser perfectamente entendida si comprendemos lo que ha significado para el universo mito-histórico la realeza sagrada. Lo último que define al legititimismo es la apelación a una ley o a cierto escrúpulo jurídico, ni siquiera-como creía J. Pabón-a una secreta obsesión por el principio de la herencia, aunque esto profundize el debate. El legitimismo es en realidad el proyecto y la más elevada cristalización del entramado mítico de la realeza sagrada cuya estructura definió Dumézil para los pueblos indoeuropeos: un rey es legítimo porque ante todo posee un mandato del Cielo o porque ha sido ungido, coronado y proclamado lugarteniente de Dios. También es legítimo porque el ha de traer en su retorno el renacimiento de todas las cosas por el fuego.
El rey resume al hombre verdadero, al Adán creado antes de su caída. Dice Juan Eduardo Cirlot que el Rey "simboliza en lo más abstracto y general, el hombre universal y arquetípico. Como tal posee poderes mágicos y sobrenaturales... Expresa también el principio reinante o rector, la suprema conciencia, la virtud del juicio y del autodominio"(38)
. Él mismo es suma de todas las potencias humanas y de las funciones sociales. Era o bien dios encarnado, o bien adoptado, o acaso receptáculo en el que habitaba una presencia divina. Para los legitimistas, simplemente un hombre que ha recibido una graciosa designación sacral y una misión... ¿Simplemente?. Creo que ahora cuesta poco entender por qué la mente legitimista quedó hechizada ante las representaciones de la realeza sagrada, por qué- consciente e inconscientemente- la lealtad era una categoría no política sino mítica. Y es que sin las cualidades que el entramado mítico asigna a la realeza sería imposible imaginar la eficacia de su acción mesiánica. El David, el Constantino o el Carlomagno que han de retornar están investidos de los atributos habituales de la realeza sagrada. Prácticamente todos los príncipes exiliados fueron representados en función de su filiación espiritual con los antepasados regios de las mito-historias legitimistas. Si no era el rey David, como Dryden pudo insinuar de Carlos II Estuardo, o más tarde de su hermano Jacobo II, bien podían ser Don Sebastián(para ello el poeta converso ya al catolicismo escribió una pieza), san Luis IX, Constantino, don Pelayo, Enrique IV de Borbón, o simplemente aquel antiguo soberano redentor que estuviese más a mano o fuera más atractivo para las multitudes realistas.
El milenarismo legitimista es la gran síntesis de dos tipos previos: el israelita y el clásico greco-romano. Aquí no puedo detenerme a hacer un comentario extenso sobre ambos. Tan sólo quiero advertir que la experiencia de los mismos viene a confluir en el legitimismo como natural maduración. La idea de Restauración cara a los legitimismos que es en esencia idéntica al concepto de Renacimiento es estrictamente clásica y judeo-cristiana. Esto es, Restauración(= Apokatástasis)(39) es recuperación de la perfección primordial como Meta incondicionada. La escatalogía legitimista es un retorno a lo original antes de la revuelta impía, pero también no es sólo y exclusivamente un sentimiento "pequeño-burgués", como Bloch reprocharía, de nostalgia carente de fantasía. Al contrario, el futuro legitimista tiene un aspecto de dicha jamás conocido antes por el reino, ni siquiera en los tiempos felices de antaño. en realidad la concepción del tiempo de la mente legitimista implica una comunicación misteriosa entre pasado y futuro que hace imposible calificar a este de meramente "reaccionario". Una teomítica del terror o del sufrimiento puede ser una aproximación válida para abordar el milenarismo legitimista, pero apenas sí puede medirse en impotancia con respecto a las categorías interpretativas utópicas. Cassirer y Jung han percibido que el Mito es un instalarse emocionalmente de cara a lo real. Por lo mismo una condicición gnoseológica básica del milenarismo es la de que el tiempo está siempre en función de la satisfacción de espectativas: algo se debe restaurar. Pero eso que se ha de restaurar es, en el fondo, algo más, algo que debe inaugurarse, una cosa que antes no existía en plenitud, sino sólo de manera larvada, como sueño o posibilidad de plenitud. Es el martirio del Rey y del fiel soldado Realista- su devotio sacrifical- la que ha hecho posible( en la mente legitimista) que esos sueños latentes hayan primero hecho irrupción en el mundo( en el Gran Tiempo histórico y empírico) y después lo transformara. El tiempo que se ha restaurado, por tanto, no es estrictamente "nostálgico", no es un retrotraerse pura y simplemente a una era desaparecida, sino que es también construcción de un tiempo nuevo, que no es- desde luego- el de los defensores del progreso pero tampoco, repetimos, una servil copia de un segmento empírico desaparecido. El choque dialéctico con la ideología lineal y ascendente del progreso y su milenarismo futurista, ha tenido-pese a las apariencias- un aspecto beneficioso e integrador, pues hará que el legitimismo conciba esos orígenes dorados recuperados como un cambio hacia algo que es cualitativamente superior, algo que carece de "abusos", como escribía en su exilio el represenatante del conde de Artois, Calonne. La preocupación obsesiva del legitimista con la continuidad no menoscaba, pues, la utopía.
El legitimismo es uno de esos momentos excepcionales en los que la causalidad del tiempo lineal, cotidiniano y previsible queda totalmente en suspenso y a merced de la libertad humana desatada en virtud de una categoría revolucionaria: el Recuerdo. Es esa categoría la que produce la unión alquímica entre tiempo pasado y futuro. Si para Herman Cohen o para Bloch el recuerdo y el tiempo del mito eran el momento del "tonto y viejo Adán" y de la estólida recurrencia que elimina el furor mesiánico(40), para otros-como Benjamin o Metz-que no están obsesionados con el triunfalismo de la "Gran Marcha hacia adelante", el recuerdo es siempre un camino liberador. Benjamin no respeta, por ejemplo, la aburrida linealidad irreversible del tiempo físico y termodinámico normal( que es bien melancólico en Sadi Carnot, apostol bonapartista del progreso naturalista), sino que se rebela de esta guisa: "Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo 'tal y como verdaderamente ha sido'. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro... El peligro amenaza tanto el patrimonio de la tradición como a los que lo reciben... El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza"(41). Benjamin no se refería, claro está, a ningún mesianismo "tradicionalista" o legitimista( lo hubiera catalogado, como Bloch, de teocracia, y nada hubiera querido saber de su sinceridad utópica), ni siquiera judeo-cristiano estrictu sensu, pero su teología marxista para los humillados que va triturando la historia, comparte en una paradoja terrible la misma experiencia primaria que hace distintiva la "justa Causa" de los siempre derrotados legitimistas: la de la persecusión, el martirio y la muerte sin esperanza. El legitimista necesita encontrar precisamente ese tiempo decisivo y peligroso más allá de las categorías "burguesas" del progreso indefinido, que odia el proletariado en común acuerdo con los rebeldes "por la Iglesia y el Rey"(42). Ahora es difícil dudar de que el legitimismo se convirtió en inesperado vocero de reivindicaciones sociales. Los historiadores reconocen que las multitudes realistas defendían "un marco de economía moral" dificilmente aceptable para algunas oligarquías. La concepción trifuncional indoeuropea que sobrevivió en la realeza moderna( y concretamente la representación del padre nutricio y dispensador de abundancia material) se encuentra acaso previamente como secreto alimento de esas espectativas concentradas en la "economía moral" y en los habituales simbolismos del centro que la puedan acompañar.
Para Benjamin, el Mesías que viene no sólo como redentor, sino como vencedor del Anticristo es una permanente advertencia contra el posible olvido de que el final de la historia es siempre una crisis terrible. Los legitimistas hubieran aceptado de buen grado esta concepción "vengativa", tal vez porque tenían muchos muertos que recordar. No obstante, su concepción del Anticristo o de "la Bestia" era la tradicional, la que se desprende de una lectura más o menos literal de las escrituras. Y sin ello bien es verdad que el mismo imaginario legitimista hubiera perdido colorido. Lo jacobitas no dudaban en denominar "anticristo" a Guillermo III o a Jorge I, y tampoco-como en el caso de William Shippen- dejaron de insinuarle a la reina Ana, la "ingrata" hija de Jacobo II, que no era más que una esclava de la Bestia que nombra el Apocalipsis: "I plainly in the revelations find/That Anna to the Beast will be inclin'd"(43). De hecho el Anticristo ha tomado, casi se puede decir, la forma humana de los usurpadores, como dice una balada galesa sobre el duque de Cumberland, hijo de Jorge II: "The Hannoverian King with evil pride/had formed the Duke/From the loins of the Devil"(44). En los carlistas encontramos imágenes semejantes: se lucha contra la "hidra infernal", según dice un alcalde manchego, contra los "filósofos" que son "la legión inmunda de los anti-cristos", "hijos de Lucifer que han abandonado a Jesús", "satélites de Satanás" e "hijos primogénitos del Diablo(45)". No eran epítetos demasiado generosos, y es cierto que tales invectivas salidas de la boca de algunos alcaldes y frailes podían desatar delirios de sangre, como aquel que relata el administrador de Roa en sus memorias. Sin embargo ningún bando conocía la piedad: el fervor y el maniqueísmo de los liberales igualaba al de los realistas en todo. Es lo que sucede cuando se encuentran frente a frente dos milenarismos, cada uno con su propia Utopía, creyendo que la realidad puede sumergirse en esquemas bipolares simples, y que Dios en un caso y la Historia en el otro les otorgan la Razón. Pero esto, como veremos, no es todo el milenarismo.
No obstante sigue en pie cierta pregunta: ¿acepta el legitimista el cambio, la mutabilidad, lo inesperado, el "trastorno del mundo", lo decididamente nuevo?. Aparentemente, y pese a lo dicho, deberíamos responder que no. Christopher Hill no admite más imaginación mesiánica creadora que la de los ranters o los primeros cuáqueros, o los terribles soldadotes del Nuevo Ejército Modelo que vaciaron Whitehall y mataron a un rey legalmente: son los milenaristas de "izquierda" los únicos que ponen al mundo patas arriba, el espíritu dionisiaco de la primavera, como el mismo autor marxista se complace en decir, mientras que los caballeros y realistas( fuera de algún simpático libertino cortesano como el conde de Rochester)son los sombríos y escasamente imaginativos defensores de la ley, el orden y los obispos. Un pensamiento algo más profundo que estas obvias referencias a una disidencia que el mismo bando parlamentario y covenanter aplastó vendría a confirmar esta opinión. En efecto, si la obsesión del legitimista es la continuidad con los mayores, la solidaridad orgánica de las generaciones a lo largo de la historia( la historiografía del victorioso, que reprochaba Benjamin a Fustel de Coulanges), el horror a la ruptura utópica sería en principio algo evidente por sí mismo. Se sospechaba que el concepto de "Tradición" era incapaz de embravecer la fantasía utópica, ajeno por esencia a toda admisión de procesualidad o temporalidad. Si se espera que categorías trascendentales como "reino", "realeza" o "Iglesia" deban ser constantemente "fieles a sí mismas"- por lo menos en la mente del legitimista- parece sensato decir que ésta siente aversión por todo aquello que sea accidente o contingencia temporal, y que pueda alterar lo más mínimo esa fidelidad a ella misma. El historiador carlista Melchor Ferrer, por ejemplo, sentíase indignado al comprobar todas las traiciones a esa "España española": Carlos I venciendo a los comuneros que alzaron el pendón carmesí por doña Juana y las libertades de Castilla, Felipe V derrotando al archiduque Carlos-último príncipe de "principios españoles", los liberales isabelinos triturando en 1840 el bravo intento de don Carlos por restaurar esos mismos principios... Ilya Prigogine insiste en que la filosofía natural clásica se concebía ella misma como adversa al tiempo y a la mutabilidad viviente. En efecto, si todo hecho físico está perfectamente predeterminado y es matemáticamente
traducible, y es además reversible, entonces la diferencia entre
pasado y futuro pierde substancialidad. El Dios de Platón y el ojo del observador objetivo externo al universo tenían en común una cosa: estar totalmente al margen de la mutabilidad y del acontecer, de todo aquello que es finito, incierto e "histórico" en suma. Precisamente el legitimista trata de eliminar de la cosmología política y social en el que está inserto esas características de los imprevisible o trastornado. En principio lo que habría hecho la física moderna articulada en una vivencia utópica futurista sería recobrar para la intuición humana la realidad de lo temporal. Para nosotros el tiempo no es una ilusión. Toda nuestra realidad humana sólo se puede entender porque tenemos historia, porque en ella nos hacemos. Así la nueva física podía afirmar con toda lógica que el universo no es algo simplemente "dado" sino que se está construyendo, que el proceso es lo veraderamente significativa, y no la estática, que todo sigue un curso irreversible y no fácilmente predecible. Y terminando con el razonamiento: ¿no es esta concepción del tiempo la más radicalmente extraña a la mente legitimista?,
¿Cómo, pues, podríamos admitir que el legitimismo es un milenarismo puro, un deseo de algo nuevo aquí en la tierra, en el reino de lo mudable y pasajero, pero que tiene una flecha que va imperturbable hacia la perfección?. Quizás la resolución del dilema estribe en la comprensión de dos mitemas esenciales que la mente legitimista considera condiciones de iluminación de lo real: la catástrofe purificadora y el martirio que acelera el tiempo en dirección al Paraíso restaurado. Es lo que podríamos denominar Terapéutica legitimista.
Si es verdad que el legitimista prevee un renacimiento de todas las cosas por el recuerdo y el fuego ello es precisamente porque necesita de las convulsiones, de la destrucción del tiempo tranquilo "burgués". Aunque la revolución fue el fin del orden querido por Dios lo cierto es que en su presente el legitimista lucha contra los poderes del mundo Establecido, "the Revolutionary Settlement", el estado moderno o como desee llamárse. El legitimista es un partido de la Obediencia que predica la Rebelión, la ruptura de un tiempo razonable y progresivo, un espectáculo a la par ridículo y grandioso. John Evelyn, burócrata de la Restauración, recordaba en sus memorias un sermón típicamente jacobita(30 de enero, aniversario de la muerte de Carlos I)que podía perturbar la tranquilidad de los whigs o tories que habían derribado sin pestañear a Jacobo II. ¿No era previsible que ese hecho sólo político tenía una repercusión cósmica, como sucedió en 1649?: "... Shewed the unnaturalnesse of sujects to destroy their owne King, especialy such a king as was this Martyr... Ended with a reflection on the sad Catastrophe of the Instruments of this Murder, the Confusions and Judgements since following, &the evils that yet threatren us without out a serious Repetance for the time to Come; wich I beseech God Grant us: Many passages in this sermon , neerely touching the dethroning K. James, not easily to be answered"(46). Ciertamente los agoreros milenaristas que, más o menos abiertamente, clamaban por una Restauración Estuardo como el único medio de conjurar los castigos de Dios y las terribles plagas que se avecinaban(hambrunas, persecusiones, guerras interminables, pérdidas comerciales, pestilencias...)habían aprendido de la biblia todo lo que pudiera saberse de retórica apocalíptica, que para ellos expresaba una realidad: el triunfo provisional del diablo y sus esbirros. Hay en el tiempo una cesura, y esta aparentemente no puede ser más negativa ni puede traer consecuencias más desastrosas. El párroco episcopaliano John Gardiner así lo recordaba durante la insurreción de 1715: "By(the Revolution)the ancient Apostolick form of Church goverment was abolished...the rights of the Church usurped by schismatikal Teachers, who have set up a Separate communion from the Catholick Church of Christ in all ages... For thes heinous Sins and Abominations of Rebellion, Injustice, Oppression, schism and perjury, God in his just wrath hath visited and plagued us with a long, a bloody and expensive war, several years of famine and extraordinay Dearth, accompany'd with epidemical diseases and a great Mortality, whereby the wealth and strenght of this nation has been exhausted and our land in a great mesure dispeopled: with the loss of the Liberty, privileges and independency of this our Ancient Kingdom: with bondage under a forraign prince... the only natural proper remedy... the Restauration of his present Matie, James the 8th"(47). Los vendeanos que se sublevaron en el oeste francés bajo la bandera blanca flordelisada también pudieron concebir la ruptura del tiempo realizada por la revolución en su fase jacobina como un revulsivo que la decapitación del rey en enero del 93 sólo podía acelerar.
-EL TIEMPO DEL JUICIO SE HA CUMPLIDO.
No puede acaso resultar más obvio para aquellos que conocen el entramado mítico de la realeza sagrada que la antigua devotio no murió con la Antigüedad Clásica. La comunión mística entre el Rey justiciero cuya sangre derramada, como querían Ballanche y De Maistre, salvarán Francia, y su leal caballero( cuyo espectro social en el legitimismo rebasa ampliamente ese estamento feudal) no se perdió bajo fórmulas cristianizadas. Si el Rey y su Tierra forman una única substancia inseparable, como decía el periodista realista Royou, entonces el cuerpo y el alma del vasallo son también una prolongación de las del propio soberano. No existe en realidad una tajante separación entre dos personas cuando sus voluntades son la misma y existe un misterio de gracia que los une, un misterio mito-histórico. El fiel vasallo participa de la misión redentora del Rey, se convierte en agente de la misma, y su mano juzga como lo hace el propio Ungido. De esta manera también el más humilde de los seguidores se convierte en ese Israel monárquico que tiene facultad, en la madurez del tiempo, para separar al temeroso de Dios de aquel que ha elegido seguir a Luzbel y desobedecer a su Padre, el Rey. El caballero, junto con su Señor, padece la violencia y ejerce la violencia con toda la mansedumbre de un verdadero corazón cristiano.
-EL ELEGIDO DE DIOS.
El "tiempo de los Jueces", en el mito judeo-cristiano aquella edad en la cual el pueblo de Dios no tenía un Rey y en el que cada uno hacía lo que le parecía sin mirar el bien común de Israel: esto es un arquetipo, como hemos visto, que se recrea con la Revolución. Esa comunicación entre pasado y futuro encuentra su realidad ante el hecho evidente de que el caos, la anarquía, el "Rump"(=Parlamento Largo)-como decían los jacobitas-vuelven en los tiempos decisivos a irrumpir con un furor inimaginable. Ya dijimos que esta irrupción del tiempo del mito en la linealidad de la Gran Historia es la única forma en que la mente milenarista es capaz de concebir la ruptura. El tiempo de los sueños está encapsulado en las noches, pero su hermano-el de los mitos-puede vengar ese universo reprimido en donde los mejores deseos del hombre aguardan para su cumplimiento. El tiempo del milenarismo está hecho en función del hombre, es el tiempo más humano por excelencia, y no-como creía Prigogine-aquel que está discurriendo símplemente en lo cotidiano. Este, por contra, es siempre el tiempo anti-utópico por excelencia.
Quien inaugura la irrupción del tiempo de los mitos no puede ser otro que el Rey, arquetipo de la Humanidad en su plenitud. Innúmeras profecías nombran su llegada, la del elegido de Dios, igual que antes habían hablado sombríamente de la catástrofe revolucionaria. En un grabado de 1720 el príncipe de Gales, Carlos Estuardo, es representado en el momento de su nacimiento con una "estrella cuasi-mesiánica" parecida a la de Cristo, aunque es justo el momento del fracaso de una nueva tentativa jacobita para restaurar a Jacobo III: ¿tal vez un signo de aliento?(48)
. Más que Jacobo II, que se asemejaba al Justo sufriente,o que su hijo Jacobo III, los jacobitas remitieron sus sentimientos redentoristas al nieto. Superada la primera experiencia de la derrota, la revuelta del 45 necesitaba necesariamente un Gran Monarca en el cual la función indoeuropea de la realeza guerrera y justiciera estuviese especialmente recalcada. El cesaropapismo anglicano y episcopal en absoluto dejó de carecer de significado para los jacobitas( por tanto, las funciones sacerdotal y de padre nutricio, realeza del roble de mayo como lo era la estirpe de los Estuardo)pero en el advenimiento de un reino perfecto en el que Escocia e Irlanda recobraran sus viejas libertades, la imágen mesiánica favorita debía ser necesariamente la del vengador y destructor del Anticristo( algunos han denominado a esto "Arturianismo Estuardo"). Era lógico que, teniendo en cuenta aquellos momentos históricos en los que siempre había surgido algún enviado de Dios para salvar a alguno de los tres reinos, ya fueran Roberto III, Alfredo el Grande, el mítico Angus o incluso el emperador Cosntantino, el monarca mesiánico se vistiera con ropajes parecidos. Un ejemplo de Jacobo II como poderoso emperador romano vengador del pueblo y de la Iglesia verdadera, lo encontramos en alguno de los bellísimos poemas de Dryden: "He(God)sees his bleeding Church in ruine ilye / and hears the Souls of saints beneath his altar cry./Already has he lifted high the Sign/ Wich Crown'd the Conquering arms of Constantine... Now view at home a Second Constantine(Jacobo II)/(the former too, was of the British line)/Has not his healing Balm your Breaches clos'd,/ Whose exile many sought, and few oppos'd?"(49). Una balada popular jacobita presentaba así al príncipe Carlos(III): "He(Charles), that undismai'd durst land/ With Seven under his Command(= los Siete de Moidart),/ Resolv'd to rescue nations three(= Escocia, Inglaterra, Irlanda)/ that's the man shall goverm m/... Fierce as lion, unconfin'd/ As an angel, soft and kind,/ Merciful and just is he:/ Glorious Charles shall goverm me/..."(50)
. No sería difícil rastrear mitemas parecidos de entre todos los monarcas mesiánicos que van desde Demetrio Poliorcetes y Augusto hasta Federico Barbarroja.
Del mismo modo, los vendeanos y legitimistas franceses centraron sus esperanzas en la taumaturgia del linaje borbónico: Luis XVII o Enrique V son simplemente el retorno de aquellos otros soberanos que habían supuesto una promesa de gloria y que habían capturado la imaginación de muchas generaciones de franceses: Carlomagno, san Luis, Enrique IV, quizás una de las figuras más populares de la realeza francesa. Era muy difícil que la revolución cultural que estaban tratando de llevar a cabo los jacobinos y los miembros del directorio pudiera extirpar las imágenes mesiánicas del inconsciente colectivo, y en las cuales los reyes que retornarían debían jugar un papel esencial. Las escrituras bíblicas podían aliarse en medio de una atmósfera de extraños milagros marianos con estas espectativas, como sucedía con aquel jesuita que creía ver a Enrique V y Pio IX, el Papa Angélico, en una común misión redentora: "El buen padre Ramiére profesa un milenarismo sui generis. Podéis creer que nos ha dicho de la manera más seria del mundo esto: 'los dos testigos del Apocalipsis(XI,3), son Pio IX y Enrique V(rey legítimo de Francia)'. Esto os da la clave de la siguiente frase del padre Marquigny, que encabeza su crónica de diciembre de 1873. 'nos es dado admirar sus reservas a aquellos a los que Dios ha elegido para dar ante el mundo testimonio de la verdad'"(51). Para los realistas franceses que vieron la derrota del Segundo Imperio y la comuna el único programa "político" viable para ellos era hacer caso a ciertas profecías que proclamaban la inminente vuelta de una reencarnación de Carlomagno que derrotaría a los prusianos y "liberaría Roma". Únicamente se dudaba si el elegido de Dios para tamañas proezas era el conde Chambord(Enrique V) o su posible sucesor que, casualmente era el pretendiente legitimista español, Carlos VII, y a quien más tarde seguirían los denominados "blancs d'Espagne".(52)
Los carlistas tuvieron también sus vates y profetas de reyes que reconquistarían "la España perdida" e incluso llegarían más allá del Rio Neva o de Jerusalén en su persecusión de las huestes revolucionarias. Por lo demás era una tradición hispánica tan enormemente arraigada que no sólo el pueblo se mantenía en esta espectativa sino que, incluso, los propios príncipes carlistas participaban de ello con una autocosnciencia mesiánica digna de otras épocas. Resulta extraordinario comprobar la fe de algunos prelados en las cualidades taumatúrgicas y escatológicas de los reyes carlistas, como es el caso del duque de Madrid(Carlos VII). Así, por ejemplo, el obispo de Seo de Urgel escribe totalmente confiado de esta manera al príncipe: "El manifiesto de V. M. a los españoles con motivo de la usurpación del infante de España don Alfonso... ha regocijado vivamente a todos los buenos españoles y aterrado según creo a los malos. Ha confirmado mi profunda convicción de que V. M. ha recibido del Altísmimo la Misión de matar la Revolución y de perseguir sus restos hasta Jerusalén. Sea Dios bendito y glorificado, y que sea V. M. mil veces felicitado como el ministro privilegiado del Dios de los Ejércitos. Considero estas últimas y brillantes victorias ... como el premio de esta gran fe y de este valor que os harán apellidar Carlo Magno"(53). La respuesta de don Carlos no pudo defraudar en absoluto al obispo: "Creo como vos... que Dios quiere que yo mate a la Revolución que sume a nuestra Iglesia en el dolor y a esta nación caballeresca en la vergüenza y la ruina...mi bandera ya es el terror de la Revolución"(54). El autor anónimo de las "Profecías Célebres de Mayor Nombradía" o la famosa Almanaquera peregrina o el padre Escolá son sólo algunos de los muchos visionarios de la contrarrevolución, herederos de aquellos que llamaron "mesías" a Fernando el Católico. La capacidad visionaria de los españoles, extrema en algunos momentos, no podía sino acentuar esta estructura propia del milenarismo legitimista. José María Escolá, por ejemplo, también centró su trabajo exegético-milenarista en torno a la persona del duque de Madrid. Su intento interpretativo es quizás el más serio y erudito dentro de la escuela escatológica carlista: Bartolomé Holzhauser, la sibila Tiburtina, el doctor Elias, Isidoro de Sevilla, Pedro galatino, Nektau, o la Almanaquera...todo profeta, real o ficticio, sirve para probar las referencias del Gran Monarca del fin de los tiempos a la persona de Carlos VII. Su lucha contra Renan y los racionalistas es sólo el pretexto de un libro que viene a sintetizar los anhelos mesiánicos de numerosos legitimistas justo antes del inicio de la tercera carlistada decimonónica: "El Señor manifestó á la peregrina al principio de nuestras discordias civiles, la persona que representa el derecho y señalándola por su nombre, le prometió que vendría por el bien de la Iglesia y de España. Cuando murió don Carlos V ya se había indicado su muerte, y antes de morir Carlos VI, un aviso anterior le dijo: No llegará ese a reinar. La promesa que deberá cumplirse en el nieto de aquel que es el duque de Madrid(Carlos VII), objeto de tantas esperanzas"(55). Don Carlos VII, será un "nuevo Manasés" que protegerá al Papa y por ello merecerá ser denominado "emperador romano".(56)
Sólo tiene un objetivo: derrotar al Anticristo y al monstruo revolucionario y llegar con los restos de su pueblo a Jerusalén que es, en definitiva, el símbolo de una tierra regenerada. A lo menos esto era lo que creía cierto compilador de profecías anónimo que pone en boca del imaginario Bug de Milhas las siguientes palabras: "Entonces el Tajo producirá un guerrero valiente como el Cid, religioso como el tercer Fernando, que enarbolará el estandarte de la fe, reunirá en torno a sí innumerables huestes, y con ellas saldrá al encuentro del formidable gigante("moscovita")... Entonces el ejército victorioso, protegido por el Supremo Hacedor, atravesará provincias y mares, y llevará el estandarte de la Cruz hasta las orillas del Neva, donde fijará este signo maravilloso; vencidos los bárbaros conquistadores y los sectarios de las falsas creencias, triunfará en todas partes la religión católica, y hará la felicidad del género humano. Dichosos los que conozcan esta Edad del Oro!"(57). Si estamos tentados de pensar que es imposible que hombres ilustrados de un siglo de la ciencia como era el XIX creyeran en serio este tipo de cosas es que entonces no conocemos el corazón humano ni hemos aprendido la lección de este triste siglo XX: que los mitos y sus Héroes siempre vencen y se esconden tras las más abstractas construcciones racionales. Don Carlos era un ferviente católico, pero hijo de su época y educado en las habituales disciplinas de un príncipe de sangre real. Su carácter moderno no lo hacía menos milenarista, ni tampoco utilizaba estas creencias para confundir y dominar mejor a sus partidarios. Don Carlos no necesitaba de esas estratagemas, como sí Augusto o Federico II Staufen, porque él mismo creía vivir realmente en el apocalipsis, la redención y el renacimiento de todas las cosas: "No hay más remedio que escoger: o los principios católico-monárquicos, que yo represento, únicos que pueden salvar a España y al mundo del total cataclismo que amenaza, o el socialismo y las llamas, no bien apagadas, que hace poco ponían espanto, y aún han de surgir pavorosas, si Dios no lo remedia en la Babilonia moderna... Tienes razón: mis principios, antes o después, han de triunfar, si no es que ha sonado ya la última hora del mundo. Tienes razón: es evidente que a mí me convendría triunfar, después del completo castigo, sobre las ruinas, sobre las lágrimas, sobre los remordimientos que abrirían los ojos a los ciegos y sacudirían el frío egoísmo de los apáticos; mi empresa, aunque menos salvadora, sería más fácil y más justiciera"(58)
. Su abuelo, don Carlos V, debía tener una opinión parecida de sí, pero estos no son rasgos personales: se trata de un atributo viejísmo de la realeza sagrada que se remonta quizás al neolítico. El Rey justiciero es siempre la necesidad más apremiente de la población, y don Carlos lo sabía. Tras la matanza que el liberal Mina hizo con los habitantes leales de Lecaroz, el príncipe les responde: "...si vuestra sangre humea delante del Eterno pidiendo venganza contra aquellos indignos asesinos, nosotros seremos los ejecutores de la justicia celestial; pedid al Todopoderoso, vosotros los que perecísteis en defensa de todo cuanto hay de grande y santo sobre la tierra"(59).
Si el enviado de Dios no aparece toda la Tierra gime y seguirá devastada. El Rey no es un programa mítico es un instinto, algo sin lo cual pereceremos: ¿puede acaso el Cosmos sostenerse sin Dios?, ¿puede el Reino subsistir sin un Rey?: "las poblaciones corrían alrededor del Rey y estaban embriagadas de alegría por verle; el pueblo se precipitaba tras de él, se arrojaba a sus pies, besaba sus manos y había llegado el caso de decir como Enrique IV de los parisienses: tenían hambre de ver a un Rey"(60)
Pero el Gran Monarca no siempre está solo. En ocasiones está acompañado por la figura de un sacerdote santo, o de un Papa Angélico que ha de purificar la Iglesia de Cristo de sus pecados y dotarla de una perfección que sólo se puede encontrar en la comunidad apostólica o en tiempos de feliz misión ya pasados hacía mucho tiempo. La mayoría de los jacobitas no eran católicos sino anglicanos, episcopalianos o quáqueros, así que -con la excepción de lairds ecuménicos como Lord Forbes-más bien tendían a ver al Papa en términos negativos(incluso en ocasiones podían denominarlo Anticristo, como hacían los presbiterianos). Sin embargo, entre los anglicanos preferentemente, el sacerdote sufriente convertido en no-juramentado, adquirió cierta aureola de santidad, hasta el punto que pasaban a ser considerados como una suerte de reencarnaciones de Laud, el martir de la Iglesia oficial por excelencia, muerto por el Parlamento a resultas de haber quizás servido demasiado bien a Carlos I. El Arzobispo de Canterbury, William Sancroft, o el obispo de Ely, J. Turner, fueron exaltados como modelos absolutos de lealtad cristiana y devoción, aunque no se convirtieron en figuras mesiánicas como lo eran sus propios reyes Estuardo o el propio Papa de Roma, especialmente Pio IX. En Aparisi y Guijarro, el fervor milenarista con respecto a este último pontífice alcanza las cotas más elevadas. Si antes también Pio VI había sido vejado en la propia Roma por el Anticristo napoleónico, ahora Pio IX reactualizaba ese sufrimiento necesario, abandonado por el nieto de aquel primer Bonaparte y acosado por los carbonarios y los unitaristas italianos que le habían jurado odio eterno a él y a toda monarquía, y que quieren desposeerlo del patrimonio de Pedro para crear una Iglesia satélite de las potestades mundanas. Hay una explícita comparación de Pio IX con Jesucristo, ambos sacrificados por bien de la Humanidad(61). Aparisi, como antes De Maistre, exalta al Papa como última esperanza de un mundo encaminado a la catástrofe y la discordia. Pero el canónigo Manterola en absoluto se quedaba atrás: él nos revela la profunda autocosnciencia mesiánica que un carlista creía percibir en el pontífice: "Entrad en vuestras celdillas, dijo en una ocasión(el Papa)a las niñas de un colegio, y pensad que en estos momentos dos ejércitos se aprestan a la lucha, situados uno enfrente del otro: el uno mandado por los demonios; por los ángeles del paraíso el otro. Orad"(62). El Papa profetiza incontables males: "El trono del papa no puede caer, sin que a la vez se estremezcan, bamboleen y caigan rodando los demás tronos de la tierra. Que no las olvide Italia, la bella, la pintoresca Italia... vaya a reconciliarse con la Iglesia y con su pontífice supremo. Sólo así podrá evitar el cumplimiento de la fatídica predicción de Pio IX... 'la Italia se deshará y no se reconstituirá; Roma padecerá, pero no se deshará'"(63)
. Ahora bien, como en todo mesianismo, las tribulaciones no son sino un tránsito para un futuro dichoso. Como dice el Papa: "Dios de paz, vos permitís la guerra para que suspiremos con ardor por esa paz verdadera y eterna que se halla en el cielo. Dios de la paz, dad la paz a la tierra y principalmente a Italia"(64). Un fiero representante del más puro Romanticismo católico cita cierta profecía relativa a los tiempos de Pio IX y a su función mesiánica: "Las potestades infernales con sus secuaces se levantarán contra la gloria de María, pero el poder de Dios la escudará, y las potestades infernales con sus secuaces se hundirán otra vez en el abismo... Mi Madre... tomará de la mano al anciano(Pio IX) y le dirá: llegó la hora, levántate. Mira a tus enemigos: los ahuyento unos a otros, y desaparecen para siempre"(65). Es preciso leer este último texto teniendo en cuenta la pasión mariológica del pontífice y su lucha por el dogma de la Inmaculada Concepción que reafirmó el mesianismo romántico y legitimista de los católicos en unos tiempos de triunfo de la técnica y de la ciencia.
Esta estructura milenarista catastrofe-dicha que tiene como centro al Papa supone una regeneración de todo, pero muy especialmente de la propia Iglesia que se supone siempre está en tensión mirando el tiempo de sus orígenes, el tiempo de la beatitud seráfica. José María Escolá releyó las profecías del Papa Angélico en este sentido: "Jamás la Iglesia habrá aparecido tan divina como en los últimos días, en que será más especialmente de Dios, su fe más viva, su caridad más ardiente y su fervor su fe y caridad. Dios suscitará profetas para consolarla" de los impíos que la torturan y persiguen. El sacerdote catalán, en numerosas notas, intenta sugerir que las profecías por él compiladas referentes al Papa Angélico se corresponden perfectamente con la figura de Pio IX, "nuestro inmortal pontífice" como decían los diputados carlistas en Cortes durante una de sus proclamas colectivas.
-EL REY DE DOLORES.
No únicamente salva el Rey con su espada. También lo hace con su sufrimiento. Los mesías de Judá o de Roma no conocían la derrota y la marginación, siempre se alzaban triunfantes en su imperio del mundo. El Mesías como Justo sufriente abrió, empero, insospechadas posibilidades. Un Mesías que tiene los atributos regios pero que imita mito-históricamente al Siervo Sufriente, aparentemente vencido e inmolado, que con sus sufrimientos y su augusta sangre podían acelerar el momento decisivo de la justicia divina. Este mitema es el que da aliento al legitimista en la hora de su derrota y martirio: un soberano cristiano que se inmola, como decían algunos partidarios de Carlos I, que muere por salvar "a la Iglesia y a los pobres"(Sir Charles Petrie). Y este Mesías es quizás más importante que el emperador teocrático.
Muchos legitimistas ingleses creían que Jacobo II estaba especialmente cerca de Dios, la imagen del rey devoto y penitente podía ser tan atractiva y movilizadora de opiniones favorables como las habituales representaciones de rey o emperador romano que, sobre todo después del terrible fracaso en La Hogue(1692) empezaron a hacerse superfluas e incluso tragicómicas. De ahí que el intento de atribuir milagros al propio soberano Estuardo(aparte , naturalemente, del famoso Tacto Real)y el intento de canonización llevado a cabo por los benedictinos tuvieran un sentido mesiánico. Si Guillermo III o Jorge I eran algo así como diablos , paralelos de Satanás y otros epítetos que los jacobitas no tenían miedo en gritar a voz en cuello durante los frecuentes motivos festivos del 30 de enero o el 29 de mayo, el Rey santo y fecundador de la tierra que residía en Francia lo era necesariamente de Cristo. Como Dios participa de su mismo misterio: el de poder redimir por su sufrimiento o, por lo menos, tener la capacidad de interceder ante el Altísimo por su pueblo. Un panfletista jacobita anónimo procuró describir la muerte de Jacobo II extremando los paralelos con la de Cristo: "About the friday the 17th instant, about three in the afternoon, the king died, the day he always fasted in memory of our blessed Saviour's passion, the day he ever desired to die on, and the ninth our, according to the jewish account, when our Saviour was crucified. His death was edifiying to men, and no doubt precious to God"(66), y prosigue después en un tono profético-restauracionista citando el libro de las Lamentaciones "Remember, Oh Lord, what is come upon us: consider, and behold our reproach. Our inheritance is turned to strangers, our houses to aliens". El jacobita, como el israelita, siempre se había considerado en cierto modo como el pueblo elegido en el Exilio. El ansia redentorista podía encontrar una cierta satisfacción en el recuerdo no sólo de los reyes escondidos de la biblia, como David, sino también en los de la propia historia reciente, con Carlos I y Carlos II. La restauración de este último, cantada por Dryden como un restablecimiento de la dinastía davídica( su poema "Absalom and Architophel"), animaba siempre a los legitimistas desalentados pasajeramente.
Lo antes dicho no significa que el legitimista sea un ser tenebroso siempre sumido en lo agónico, junto con su Rey. El mesianismo legitimista es muy versatil: trata de unir los opuestos, la representación del rey guerrero con la del cordero sacrifical. La lógica del milenarista es siempre sintética, dialéctica, jamás unilateral. Los legitimistas franceses de la primera Restauración, como Ballanche, no se atormentaban meramente por el gusto de hacerlo al recordar el martirio de Luis XVI, denominado el "Justo"(como en el deutero-Isaías al Mesías), o "modelo de devoción" cristiana como decía el cura angevino, sino que encontraban en esa muerte un sentido totalmente positivo. Ante todo ellos deseaban el Renacimiento irresistible de Francia, el cumplimiento de las promesas que se suponía vendrían después de que los pecados colectivos de los franceses hubiesen sido perdonados y tras el aplastamiento de la "hydra revolucionaria". Pero ese Renacimiento prometido sólo era posible si, como en el caso de Jesús, alguien aceptaba voluntariamente su sacrificio. Ese alguien era para Ballanche Luis XVI: "En el seno de la Convención regicida... algunos fueron sin saberlo, especies de sacerdotes y de sacrificadores para inmolar la víctima expiatoria. De lo alto de su trono inmutable, y por encima de todos los cambios, Dios acaso había condenado al justo por la salvación de Francia a la que ama. ¿No había querido ese Dios que su hijo pagara la deuda de la Humanidad?. El rey rescató a Francia como Jesucristo al género Humano"(67). Antes que Ballanche los propios legitimistas que se lanzaron a la insurrección tres meses después de su muerte clamaban venganza por la muerte de aquel que sólo había querido salvar a Francia y, en pago por ello-tal y como sucedió con Cristo-fue bárbaramente sacrificado. El jefe vendeano Gastón exclamaba como espantado: "¡Pueblo de París! ¡Ellos le han juzgado! ¡Ellos han juzgado a su Rey, el bueno, y virtuoso Luis! ¡Ellos le han condenado a muerte! ¡Oh, pueblo insensible! ¡pueblo cobarde! ¡Pueblo verdugo del mayor monarca que el Cielo ha dado a Francia...!(...). Venguémos pues a la Humanidad, a la Religión, a Luis, a la Francia. Guerra, guerra a los asesinos de Luis el Justo. Obediencia a Luis XVII. Marchemos, hagamos pedazos a nuestros tiranos, degollemos a los traidores, destruyamos el árbol, símbolo de los crímenes, hagamos florecer las Lises,símbolo del candor y de la virtud, levantemos el trono de nuestros reyes, coloquemos sobre este ilustre Trono a su Augusto Heredero y legítimo sucesor... y así la Francia se libertará"(68). Los carlistas preferían un Mesías justiciero antes que a un martir sufriente, menos propio de una monarquía que había nacido en medio del fragor de los combates contra los musulmanes españoles, pero con todo no resulta difícil encontrar alusiones como esta del Vicario general castrense, en un sermón dado al ejército estacionado en Estella en 1835: "... Sí españoles, tal es el Rey que Dios nos ha concedido, el único que puede hacer(Carlos V)y hará efectivamente vuestra ventura y dicha... Dios os lo conserva a fuerza de prodigios, y contra los decretos de la Omnipotencia vanos son los esfuerzos Humanos. Mil veces este magnánimo príncipe, este Martir, hubiese envainado la espada con que defiende la justicia de la Santa Causa... si obediente a aquel Divino impulso no sintiese en el fondo de su alma toda la impotancia de las altas y sagradas obligaciones que tiene que cumplir."(69)
-EL PARAÍSO A QUE NOS CONDUCE NUESTRO REY.
La nación salvada y redimida es quizás la más frecuente. Tampoco falta, sin embargo, en todo legitimista visionario, el acabamiento dichoso de la historia y de la Creación. Un mundo restaurado apenas es expresión suficiente para proclamar el estremecimiento que embarga al pueblo elegido que llega a su destino. Las inocentes costumbres devueltas, la pureza, la inocencia: ¿no es acaso esto cien mil veces más significativo e importante en el programa legitimista, antes incluso que el poderío y el destino de dominio material que un gran soberano puede disponer?. Este reinado de la justicia en la Tierra, presidido por un bondadoso príncipe cristiano, sólo puede ser en verdad expresado mediante un lenguaje poético y mítico. El de la política es a fin de cuentas menos interesante a la hora de definir lo que es el proyecto legitimista que es, al fin y al cabo, la búsqueda de la felicidad. Las visiones de un futuro en que las cosas estarán reconciliadas consigo mismas y con Dios, no difiere necesariamente de las imágenes de otros milenarismos. De hecho se repiten mitemas habituales: paz, felicidad, abundancia, Iglesia renovada, gloria nacional restaurada, preparación para una pronta llegada de Cristo... todos estos elementos se pueden encontrar en el acervo milenarista utópico del Cristianismo. Lo interesante tal vez sea discutir qué es esa utopía, algo nuevo o algo, en el fondo, muy antiguo. En Benjamin o en H. Cohen el futuro suele juzgar al pasado y al presente: la ideología de la Paz Perpetua ilustrada que nació con Kant no necesita en absoluto de paraísos perdidos en el tiempo de los mitos. Los legitimistas, empero, ya he dicho que en absoluto tendrían conceptos tan unilaterales. Ellos viven la Utopía como ésta viene, no hay en realidad diferencia entre pasado o futuro, porque el tiempo está siempre en función de los hombres, de su necesidad de ser feliz. No tiene sentido preguntarse si el paraíso vendrá o fue pero será restaurado. Lo significativo para el legitimista es que este Paraíso fue siempre posible y lo podrá ser y que, en todo caso, se localiza en un tiempo diferente al cotidiano que puede llegar como un ladrón en la noche.
Los jacobitas, por ejemplo, abandonaban todo pesimismo cuando, obviando la catástrofe de la sacrílega revolución y sus innovaciones en el gobierno, la economía y la liturgia de la Church, se dejaban llevar por ciertas ensoñaciones de lo que podría ser la Restauración, ese "Reinado Estuardo"(Alexander Pope) que se asemejaría al florecer del buen dios de la vegetación en el mes de mayo, cuando Carlos II entró en triunfo londinense para ocupar Whitehall, axis mundi de todo buen legitimista. Todos comparaban a Carlos II con un alegre Dionisos; si acaso esta característica no hará sino acentuarse en sus descendientes Jacobo III y Carlos III, potentes fecundadores del suelo inglés y escocés, a diferencia de los estériles usurpadores. Así imaginó Dryden el mundo devuelto a su juventud, siguiendo tanto modelos bíblicos como virgilianos: "...The lovely Boy(James III), with his auspicious Face/ Shall Pollio's Consulship and Triumph Grace;/ Majestick Months set out with him to their appointed Race./The Father's banish'd Virtue shall restore, / and Crimes shall threat the guilty world no more/ And Lilly's best Events with Credit meet;/ Now banish'd Justice takes its Righfull Place,/ And Saturn Days return with Stuart's Race..."(70). Los días de Saturno fueron los más felices del Hombre: nadie moría por la dureza del trabajo ni había opresión de los hombres por los hombres: eso es lo que prometía "Su Sagrada majestad el Rey Jacobo III, ese era su programa político: rejuvenecer el mundo. Resulta extraordinario comprobar cómo el milenarismo utópico de ciertos jacobitas como John Evelyn o el arzobispo Sancroft mezclaba los habituales deseos de un paraíso jerárquico y bien gobernado, un reino saneado y libre de corrupción whig, con los indicios escriturísticos que podían hacer alusiones a la segunda Venida de Cristo tras el fin del Anticristo( que normalmente eran varios: la Revolución, el Rey de Francia y el Papado, en el caso de los jacobitas anglicanos o cuáqueros): "But as I have often told you, I look for no mighty improvement of mankind in this declinig age and catalysis. A Parliament(legally called)of brave and worthy patriots, not influenced by faction, nor terrified by power, or corrupted by self interest, would produce a kind of new creation amongst us. But it will grow old,a nd dissolve to cahos again, unless the same stupenduous Providence wich had put this opportunity into men's hands to make us happy, dispose them to do just and righteous things, and to use their empire with moderation... Only I think Popery to be universally declinig, and you know I am one of those who despise not prophesying; nor whilst I behold what is daily wrought in the world, believe miracles to be ceased"(71)
A los deseperados poco cuesta creer en todo esto. Pero no es sólo cuestión de miseria. Al fin y al cabo otros muchos, de idéntica condición social, lucharon en las filas del jacobinismo o del liberalismo exaltado. A veces lo que pedían los legitimistas no era algo tan espectacular: tal vez les bastara con la reposición del rey en el trono de sus mayores y la libertad de culto. Con eso se hubieran conformado, por ejemplo, los vendeanos que, según la marquesa de La Rochejaquelein, "... no deseaban hacer la contrarrevolución para evitar pagar los impuestos, sino que esperaban... (que) el futuro Rey visitaría a los vandeanos para contentar a sus fieles súbditos"(72)
. Este programa "político" más bien simple parece estar en conexión con el poder taumatúrgico de los mitemas de la realeza sagrada: la mera presencia del rey en la seguridad de su trono es garantía suficiente de que la tierra será fertil y la paz imperará por fin.
Los carlistas eran por lo menos tan imaginativos como los jacobitas y vendeanos a la hora de imaginar el mundo ideal que seguirá tras la crisis revolucionaria. No se trata simplemente de que las estructuras del mundo antes discutidas o relativizadas volvieran a reponerse como si nada hubiera sucedido. En el caso de los carlistas se ambiciona más bien superar la presente miseria volviendo los ojos a épocas ejemplares de España. Cada carlista se puede decir que tenía la suya: los Borgoña, con Alfonso X, los Reyes Católicos, los Austrias, Felipe V... son ante todo meras imágenes que resumen ese futuro acariciado no como una simple continuidad letárgica del Antiguo Régimen sino más bien como el Renacimiento vigoroso de la España. Cuando un carlista citaba la Edad Media no deseaba simplemente una regresión a los tiempos de Enrique el doliente, sino que sugería un mundo de pureza y de glorias que resultaba atractivo y que podría recrearse en un futuro, pero en absoluto como una suerte de huída hacia atrás. Un texto de Henningsen sobre Zumalacárregui puede darnos cierta idea de lo antes dicho, sobre cuál es la relación que el carlista tenía con su historia: "Él era de una época espiritualmente alejada de la nuestra, en la que los vicios y virtudes de la sociedad estaban más profundamente marcados y participaban de aquel firme entusiasmo de la Edad Media... se le podía haber imaginado como uno de los jefes que guiaban al pueblo europeo a la guerra de Tierra Santa; poseía el mismo caballeroso valor, inflexible severidad y fervor desinteresado... que animaba a aquellos luchadores religiosos"(73). Pero aquí el concepto de la edad media no es una simple representación de lo que fue; se trata más bien de la presentación de un modelo ejemplar de hombre que podría ser deseable actualizar y que se considera mejor que el que presentan "las hordas de la impiedad". El mundo nuevo de don Carlos se solía relacionar en la mente popular con la desaparición del "nuevo rico" liberal, "sin ley ni conciencia" y a quienes las viejas perseguían por las calles gritándole "¡Escomulgado, Escomulgado!", como decía cierto voluntario forcalano en sus memorias. El caracter "nivelador" del populismo legitimista parece estar fuera de duda, o al menos su proclividad a soñar un futuro en el que los menos favorecidos sean protegidos contra la exacciones del gobierno. Como exclamaba furioso el anónimo "Amante de su Rey y de su Patria": " ¿labradores y artesanos, acaso sacais las utilidades de vuestro sudor que sacabais cuando todos viviais sin zozobras y disgustos en que nos han puesto los cobardes e inicuos que en el día se titulan padres de la patria...?. No, no os sucede así labradores, remais a trabajar para después vender vuestros frutos por precios sumamente bajos a cuatro abaros que con ellos mismos os vuelven a sacrificar"(74). Los legitimistas se ven a sí mismos como gentes virtuosas, puras y sencillas que, de llegar a gobernar, no se llenarían los bolsillos, como supuestamente harían los gobernantes whigs y revolucionarios. Frente al corrupto gabinete de Walpole el jacobita gustaba de oponer al "honest man", al patriota desinteresado precursor de un mundo mejor(podía ser frecuentemente la imagen britanizada del highlander estuardista). En contraposición al horrible regicida y anticristiano: Robespierre, Charrier, etc..., el legitimista francés, como Chateaubriand, recordaba a los cruzados que habían acompañado a san Luis en su aventura de tierra santa. Si se trataba de los carlistas, enfrentaban al malvado comprador de bienes desamortizados del clero a todos los pobres que contribuían con su modesta limosna al triunfo de la causa de don Carlos.
La España restaurada o el mundo renovado con el que fantaseaban los carlistas podían sugerir nuevos tiempos de gloria para una raza como la latina sumida en aparente decadencia. Don Carlos VII preveía una necesaria "...unión, pues ha pasado el tiempo feudal, se acaban las naciones y de las razas es el porvenir. Prueba de ello Alemania, Rusia, los Estados Unidos. ¿Quién sabe si a los Borbones ha reservado la Providencia esta misión... pensaba en una Confederación Latina, como español; soñaba en unas Cortes de la Confederación en Madrid como punto céntrico entre los latinos de uno y otro mundo, y veía a la bandera federal latina respetada por todos. Y porque he hablado de Borbones, no se crea que quería destruir las Repúblicas hispanoamericanas, al contrario, deseaba darles lo necesario para no ser tragadas por el coloso del norte"(75).
La terapia mítica tiene muchos aspectos. Todo está ahora en su integridad, pero sin volver a los viejos defectos: ahora el pobre es rico, y el rico más próspero todavía: ¿qué sentido tiene atormentarse, como hacen los milenaristas revolucionarios, con la desaparición o no de las jerarquías?, ¿qué importancia puede tener eso ahora que con la llegada del Rey todo es dicha, inocencia y todos son buenos?. En el fondo del lenguaje político lo que subyace, eternamente indestructibles, son símbolos y mitos de una primavera del Reino que difícilmente puede traducirse en actos concretos y reglas de un programa estricto a seguir.
-UN TIEMPO DIFERENTE.
Los especialistas en la fenomenología de las religiones nos dicen que el mito tiene su tiempo particular, igual que los sueños. De hecho, cada individuo o comunidad pueden-así lo intuyó Henry Corbin y, más recientemente, Gilbert Durand, presumir su absoluta irreductibilidad en un tiempo propio. Mircea Eliade, a su vez, nos mostró que el que es propio del mito tiene un carácter fundante, ontológicamente fuerte, maravilloso, orientativo, un tiempo que cura y evita todo desamparo existencial. Ese tiempo del mito puede actualizarse bajo ciertas condiciones(y diría hacerse fulminantemente presente): no permanece inaccesible y muerto, sino que es susceptible de ser vivido como un devenir más real que el puramente histórico o cotidiano, las más duras de las categorías. Más interesante todavía es la aportación de Xubiri. Respecto al problema de la pluralidad de tiempos versus tiempo universal, Xubiri afirma que, por ejemplo, el tiempo mental es irreductible con respecto al de los astros, pero que ambos son sincrónicos. Así se niega el carácter objetivo del tiempo, pero se conserva cierta noción de sentido común. Al aproximarnos a la vivencia del tiempo del legitimista- y que determina su carácter milenarista-podemos entonces afirmar que el suyo es inconmensurable con respecto al del revolucionario, aunque ambos sean sincrónicos y los respectivos actores históricos coincidan en una época. El legitimista tiene su razón, pues, al negar el tiempo que es unidireccional, o es una linea o una corriente irreversible y al cual solemos denominar historia.
En cierto sentido es el recuerdo esa "técnica" mediante la cual el legitimista vuelve a hacerlo activo. También se puede decir que el legitimista tiene como misión conquistar ese pasado, dominarlo mediante la tecnología del recuerdo. Dentro de la cultura europeo-occidental el tiempo del mito se historiza parcialmente, se viste de ropajes históricos: por eso no se debe aquí hablar estrictamente de tiempo mítico, sino más bien mito-histórico. En todo caso es preciso recalcar que no es tan importante saber qué concepción del tiempo dominaba el milenarismo legitimista cuanto definir el tipo de técnica con la cual cualquier tiempo pasado podía ser capturado por el legitimista para hacerlo savia o nutriente de su proyecto político-mesiánico. Como decía José de Maistre: "placenteros filósofos nos han dicho que los siglos no nos hacen falta. Os hacen falta y mucha"(76). El recuerdo de la mito-historia es lo único que puede librar de toda incertidumbre y enseñar el paso tranquilo o protegido desde el caos y la catástrofe hasta el paraíso. Para el legitimista, el revolucionario vive en el olvido y el estupor permanentes. De ahí el contrasentido de algunos carlistas que no podían entender que alguien buscara el reino de la libertad en un futuro difuso cuando todo lo que había que hacer es recordar, esto es, regresar al tiempo del sueño: "La libertad de los españoles es muy antigua, y el despotismo, con que se les oprime, muy moderno. La libertad nacional que proclaman, y a que aspiran los defensores de la legitimidad... es obra de sus abuelos, que la han conservado y transmitido intacta de una generación a otra, bajo la protección de la religión y de sus reyes legítimos"(77).
Lo que quede en nosotros o en nuestra cultura del legitimismo o del milenarismo no es facil de discernir: al fin y al cabo son los derrotados y los frustrados en sus aspiraciones(aunque Bloch considere esa situación como ineludible en el cumplimiento de toda utopía). Pero podemos decir que :
-Fue una fuente de consuelo y de resistencia para miembros de las grandes Iglesias cuando estos se sintieron perseguidos. Hizo reflorecer su creatividad religiosa y su depuración evangélico, con lo cual parte de su utopía en verdad se vió cumplida. Fue un momento de auténtico brillo espiritual tanto para la Iglesia Católica como para la Anglicana.
-Si el fondo que late en la mentalidad mítica es el rejuvenecimiento y la nueva vida de antiguas instituciones, esto pudo lograrlo en alguna medida: la misma ideología milenaria de la realeza sagrada salió reforzada en España, Francia y Gran Bretaña. La mística de una tierra unida bajo una sola espada llegó así al siglo XX.
¿Hemos después de la lectura de este modesto artículo
asimilado esa Sombra legitimista que los modernos hemos temido por encima
de todas las cosas?. Creo ser algo más pesimista que Jung: dudo
que ninguna concepción del mundo pueda permitirse el lujo de integrar
al Otro. Trabajamos con esa dura lógica de la Identidad "aristotélica"
y sobre todo con nuestra propia miserable finitud.
NOTAS
1. ver H. Rickert, Ciencia Cultural y Ciencia Natural, Austral, espasa calpe,1965, p. 52. Max Weber, Sobre la teoría de las Ciencias Sociales, peninsula, 1972, p. 17.
2. Bryant, arthur, Pepys and the Revolution, Collins st. James Place, London, 1979, p. 222.
3. François Lebrun, Parole de Dieu et Révolution, PUF, 1987, p.116.
4. cit. en Asa Briggs, Historia Social de Inglaterra, Alianza, 1994, p. 197.
5. "Jacobitism in the Northe East: the Pitsligo Papers...", en Aberdeen and the Enlightement(ed. by Jennifer J. Carter and Joan H. Pittock), AUP, 1987, p.72.
6. the oxford Book of english Mystical Verse, Oxford at Clarendon Press, 1917, p. 87.
7. Circular impresa el 25 de mayo de 1835 para fomentar el levantamiento carlista en Cataluña, Fondo Pirala de la Real Academia de la historia, leg. 6860, carpeta nº17.
8. Vicente Manterola, El Satanismo o sea la Cátedra de Satanás combatida desde la Cátedra del Espíritu Santo, Tipografía de Espasa y hermanos Salvat, Barcelona, 1879, p. 825.
9. Aparisi y guijarro, Antología, ed Fe, MCMXL., p.120.
10. López Borricón, Fco., Pastoral o Apostólica Exhortación del ilustrísimo Sr. Doctor Don... por la Gracia de Dios, Obispo de Mondoñedo, Oñate, Imprenta Real, p. 20.
11. Guizot, F., Historia de Inglaterra y de Cromwell, Fernando Gaspar ed, Madrid, 1858, p.73.
12. Hugh Rowland Page, J. R., The Myth of the Cosmic Rebellion. A study of its reflexes in ugaritic and biblical literature, col. supplement to Vetus Testamentum, the Board of the Quaterly, vol. LXV, Leiden, 1996. Parece probable que ciertos textos de Isaías, los salmos, ezequiel y Daniel-como se puede ver textos mesiánico-apocalípticos-insinuan analogías con los intentos de destronamiento que sufrieron dioses como El o Athar por parte de deidaes astrales o de un "angel de la luz"( su semántica ugarítica es quizás más dudosa), pero lo esencial es que aquí tenemos uno de los modelos míticos ejemplares más universalmente utilizados por los legitimistas para explicar la ruptura del tiempo y la proximidad del juicio en términos de un "plot" o "rebellion" sacrílego. La mitología cananea puede aproximarnos inauditamente a la mente de un dean Granville o un Manterola.
13. Charles Leslie, A Short and Easie Method with the Deist, printed by J. Applebeb, London, 1723.
14. James Boswell, Vida del Doctor Samuel Johnson, Espasa-calpe, 1998.
15. "Proclama dirigida a los farnceses de parte de todos los jefes de los ejércitos católicos y realistas en nombre de su Majestad muy Cristiana Luis XVII, rey de Francia y de Navarra", Chatillon, 1793(estracto traducido donado por el marqués de la Encomienda a la Biblioteca Nacional).
16. José de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Tecnos, 1990, p. 11.
17. Barruel, abate, Memorias para servir a una Historia del Jacobinismo, imprenta y librería de Luis Barjau, vich, 1870, t. II, p. 356.
18. Carta del Ilmo y Rmo Sr. Don Fray Josef Antonio de San Alberto, Arzobispo de la Plata, escrita a N SS. P. Pio VI con motivo de los alborotos de Francia. Impresa en Roma en latín y castellano....en el 24 de septiembre de 1791.
19. cit. por Gambra, Rafael, La Primera Guerra Civil, Escelicer, Madrid, 1950, p.109.
20. En su artículo "Don Carlos o el Petróleo", reproducido íntegramente en el libro de Vicente Garmendia, Vicente manterola, canónigo y conspirador, Caja de Ahorros Municipal de Vitoria, Vitoria, 1975, p.170.
21. Memorias y Diario de Carlos VII, prólogo, notas y bibliografía de Bruno Ramos martínez, Madrid, 1957,p.362.
22. John Gwynne, Military Memoirs of the Great Civil War, Printed for Hurst, Robinson, and co. london, Edimburgh, 1822.
23. Barruel, Agustín de Barruel, Memorias para servir a la Historia del Jacobinismo, t. IV, p. 246.
24. rodríguez Gordillo, J. M., Las Proclamas Realistas de 1822, publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1969. p. 134.
25. D. Carlos María Isidro de Borbón. Historia de su Vida Militar y Política escrita por un Incógnito. Edic de lujo, Imprenta de la Sociedad de Operarios del mismo Arte, Mardid, 1844, t. I, p. 188.
26. José de Maistre, Consideraciones sobre Francia, tecnos, 1990, p. 17.
27. María Villarrasa, E. y Ildefonso Gatell, J., Historia de la Revolución de Septiembre, t. I, imprenta y librería religiosa y científica, Barcelona, 1875, p. 440.
28. Vizconde la Esperanza, La Bandera Carlista en 1871, Imprenta del Pensamiento Español, Madrid, 1871, t. II, pags. 84-5.
29. Jacobite epilogue. A Further Selection of Letters from Jacobites among the Stuart Papers at Windsor(ed. Henrietta Tayler), Thomas Nelson and Sons ltd, London, 1941, p.154.
31. The last Words of the Worshipful John Hall, esq; of Otterburn, in the county of Northumberland, and some time a justice of peace for the said county, who was executed at the same time, july, 13, 1716.
32. FranÇois Le Brun(ed), Parole de Dieu et Révolution: les sermons de un curé angevin, PUF, Paris, 1987, p. 116.
33. Manifiesto a los Aragoneses en marzo de 1836, Fondo Pirala de la Real Academia de la Historia, leg. 6860, carpeta 8.
34. Antonio Pirala, Historia de la Guerra Civil, historia 16-Turner, 1984, vol II, p. 328.
35. un carlista cstellano, cit, por Vicente Garmendia, la Ideología carlista, diputación foral de Guipúzcoa, p. 259.
36. De la Ronciére, B., Jean-FranÇois de Carfort, Virtuose de la Chouannerie, editions régionales de l'ouest, Mayenne, 1992, p. 145.
37. opúsculos,Obras completas, Madrid, 1874, t. IV, p.117.
38. Diccionario de Símbolos, Siruela, 1997, p.389.
39. Diccionario Exegético del Nuevo testamento, vol I (por Horst Balz y Gerhard Schneider),Sígueme, 1996, p.389: "(apokatástasis)la renovación universal del mundo que restablezca la integridad original de la Creación". El el caso del Legitimismo es también lo mismo: el reino reconciliado en una nueva era de felicidad en la que todos están invitados tras el cese de la furia de los partidos. El concepto irenista es esencial en todo legitimismo restauracionista: el principado de Augusto, los reyes católicos o los príncipes exiliados del legitimismo.
40. E. Bloch, El ateísmo en el Cristianismo, taurus, pags. 58 y 66.
41. Walter Benjamin, Discursos Interrumpidos, Taurus, 1979, p. 180.
42. Vicente Jarque, Imagen y Metáfora. La estética de Walter Benjamin, Universidad Castilla- la Mancha, 1992. En la página 183 el autor dice a propósito de la "gran idea del siglo": "solidario del 'odio de clase' del proletariado hacia el progreso...el materialista histórico se orientará naturalmente hacia una representación de la discontinuidad".
44. Murray Pittock, G., Poetry and Jacobite Politics,
45. Los sermones del guerrillero denominado "Trapense" están llenas de estas reducciones simbólicas del los liberales. Ver en el libro de J. M. Rodríguez, Las Proclamas Realistas, pags. 147-9.
46. The Diary of John Evelyn, Oxford University Press, 1959, p.976. El año es 1694, y no precisamente pacífico para los tres reinos. Guillermo III era especialmente detestado por los jacobitas ingleses como fautor de guerras lejanas contra Luis XIV que conllevaban por supuesto un aumento de la presión fiscal, bastante mal soportada.
47. cit. en G.H. Murray Pittock, the Myth of the Jacobite Clans, ps. 100-1. Los "siete malos años del rey Guillermo" fueron relacionados en tensión apocalíptica como una consecuencia evidente de la presencia de un usurpador en el Trono Estuardo, como el historiador whig Trevelyan reconocía. El hambre es la plaga escatológica por excelencia.
48. Richard Sharp, the Engraved Record of the Jacobite Movement, Scholar Press, 1996, p.26.
49. John Dryden, Britannia Rediviva, text from the first edition, 1688.
50. Murray Pittock, G., Poetry and Jacobite Politics in eighteenth century, Cambridge University Press, 1998, p. 162.
51. cit. en Lacouture, Jean, Jesuitas, paidos, 1995, vol II, p. 276.
52. véase el libro de Stven D. Kale, Legitimism and the Reconstruction of French society, 1852-1883, louisiana state university press, 1992, p. 327.
53. cit. por Ferrán sánchez y Agustí, Carlins amb armes en temps de pau, pagés editor, 1994, p. 52.
54. Melchor Ferrer, escritos Políticos de Carlos VII. ed. nacional, 1957, p.82.
55. Las Profecías en Relación al Estado actual de la Nación, Lérida, 1871, p. 348.
57. Profecías Célebres. Colección de todas las profecías de más nombradía, Madrid, 1849, p.160.
58. Carta a Cándido Nocedal(1871), en Melchor Ferrer, Escritos Políticos de Carlos VII, ed. Nacional, 1957, p. 55
59. Fco. de Paula y Madrazo, Historia Política y Militar de Don Tomás Zumalacárregui, Valladolid, 1941, p.324.
60. Barón de los Valles, Un capítulo de la Historia de Carlos V, Actas, Madrid, 1995, p. 155.
61. Vicente de Manterola, EL Apostolado de Roma. Su Influencia, Vitoria, 1869, p. 17-8.
62. Vicente de Manterola, idem, p.17.
65. Huguet, R. P., El Espíritu de Pio IX, Barcelona, 1868, 352.
66. English Historical Documents 1660-1714, vol VIII(ed by Andrew Browning), Eyre and Spottiswoode, London, 1966, p.136.
67. Paul Benichou, El Tiempo de los Profetas, FCE, México, 1984, p. 74.
68. Estracto de una Proclamación de Mr Gastón, comandante en Xefe del exercito Realista, ¿1793?, pags. 1-8(donado por el marqués de la Encomienda a la Biblioteca Nacional).
69. Boletín del Ejército del Rey N. S., número suelto sin determinar, Fondo Pirala, leg. 6799, carpeta 42.
70. The Golden Age, in Poems on Affairs of State, vol V, p. 452-3.
71. citado por Margaret Jacob de la correspondencia de John Evelyn en su libro The Newtonians and the English revolution, Gordon and Breach, 1976, p. 86.
72. Marquesa de La Rochejaquelein, Memorias, Actas, Madrid, 1995, p. 301.
73. Henningsen, C.F., Zumalacárregui, Ed. española, Burgos, 1937, p.61.
74. Rodríguez Gordillo, J. M., Proclamas Realistas, p. 133.
75. Bruno Ramos Martínez, Memorias y Diario de Carlos VII, Madrid, 1957, p.77.
76. José de Maistre, Las Veladas de san Petersburgo, Espasa-Calpe, p. 40.
77. Taboada de Moreto, Antonio, El fruto del despotismo..., Madrid, 1834, p. 22.