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Dios teme al hombre: el hombre teme su destino

Copyright: Natalia González de la Llana Fernández
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Desde el principio de los tiempos míticos parecen los dioses haber querido frustrar el ansia de autosuperación del ser humano, su voluntad inquebrantable de conocimiento, su búsqueda de inmortalidad y su ardiente deseo de sublimación. Tan sólo la envidia o el orgullo herido por las osadas pretensiones del hombre eran explicaciones lógicas para un comportamiento cruel e inmaduro que hundía a la especie forjada por sus propias manos en la miseria y la desesperanza.

Ya en el mismo relato bíblico de la pérdida del paraíso, la imagen que se nos ofrece de Yahvé es la de un dios fuerte y poderoso que niega a sus criaturas primero el árbol del conocimiento y, posteriormente, el árbol de la vida, con la intención de evitar que llegasen a ser como su creador. Es como si dios temiera que el hombre se convirtiese en un peligro, como si temiera que le superase en sabiduría o en poder. O quizás sea, en realidad, como si el ser humano responsabilizase a su dios por el estado de desamparo y debilidad íntima que había impuesto sobre su figura de barro. Destinado sin remedio al sufrimiento incomparable de saberse fugaz, sólo al creador puede considerar culpable de su perdición.

También en la historia de la torre de Babel, presenciamos las consecuencias del pecado de orgullo de la humanidad. Intentar levantar una gran ciudad y una torre que alcanzase el cielo, obtuvo como respuesta divina la diversificación de las lenguas y la dispersión geográfica que acabarían configurando los distintos pueblos y culturas, pues "si esto no es más que el comienzo de su actividad, , nada de lo que decidan hacer les resultará imposible".

El hombre ha sido creado como un ser limitado y no debe intentar sobrepasar las fronteras que su propia naturaleza le impone, no debe desear la trascendencia, la ascensión hacia formas de vida superiores, hacia mundos prohibidos, porque en su vuelo anhelante encontrará siempre un sol poderoso y abrasador que fundirá sus alas de cera, encontrará un dios implacable que castigará su desobediencia con los abismos infernales, encontrará una y otra vez la caída, sólo la caída.(1)

Esto es lo que parecen decirnos estos mitos antiguos. No se puede emular a dios, no se puede renegar de la propia finitud, sin correr el riesgo de perderlo todo. No se puede ofender a Zeus y ayudar a los hombres sin acabar encadenado en el Cáucaso como Prometeo. El castigo es ineludible y, sin embargo, el Romanticismo hizo del Titán ese héroe incoformista y noble que echa en cara al rey de los cielos su tiranía, su falta de corazón, su frialdad hacia el ser humano, y le augura el fin de su poder y la llegada de una realidad nueva en la que el hombre adquiera el papel protagonista y tome las riendas de su existencia. La lucha contra la propia fragilidad esencial, contra el dios todopoderoso está perdida de antemano, pero la victoria de Prometeo, la victoria del hombre está en la lucha misma y en la confianza en el futuro de la humanidad.

No obstante, a pesar de la fe de un Shelley o un Goethe en la liberación proporcionada por la independencia respecto de la divinidad opresora, lo cierto es que otras obras como Frankenstein, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde o El retrato de Dorian Gray demuestran que no es necesaria la presencia de un dios o de una religión para que el hombre sienta su deseo de conocimiento o su búsqueda de la eterna juventud como un pecado, como una falta contra la naturaleza, como una extralimitación fruto del orgullo y la vanidad. La usurpación de los derechos de la divinidad, de sus prerrogativas indiscutibles, el afán de imitarle en su capacidad creativa, aparecen como delito punible en todas las ocasiones, porque lo que realmente reflejan estos relatos es la conciencia humana de no poder rebasar las limitaciones que le impone su naturaleza.

El Dr. Frankenstein pagará con la vida de sus seres queridos y con la suya propia el descubrimiento del principio de la existencia, el intento de crear un nuevo ser sin recapacitar previamente sobre las consecuencias morales de sus actos, sin pararse a pensar sobre el sufrimiento y la soledad que iba a provocar en la desgraciada criatura hija de su intelecto.(2)

El relato de Mr. Hyde refleja asimismo el caso del científico ambicioso que pretende superar a la naturaleza con sus experimentos, que desea liberar al hombre de su faceta más negativa, consiguiendo tan sólo autodestruirse entre el remordimiento y la desesperación impotente. (3)

También Dorian Gray desafiará las leyes de la esencia humana al conservar una belleza y una juventud que no le corresponden, mientras su alma se corrompe con crímenes espantosos y crueles, pues todo lo que el ser humano alcanza al negar su naturaleza finita es producto del pecado y el error.

El deseo de ser dios y crear un ser a imagen y semejanza del hombre, el intento de despojar al ser humano de su mitad perversa o de privarle de las tristezas de su vejez, indican que el verdadero problema de nuestra especie es el de asumir su cruel destino, el de afrontar sin miedo su finitud.

Cualquiera de estos mitos nos muestra la frustración del hombre que anhela más de lo que puede obtener, que siendo mortal e imperfecto aspira a lo puro y sublime, que sintiendo en el corazón el soplo del espíritu divino está condenado al polvo y al no ser. Cualquiera de estos mitos nos muestra el ansia insatisfecha de plenitud que conduce ineludiblemente hacia el mal.

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Pero, ¿de qué intuiciones profundas se hacen eco estos relatos? ¿Quizás nos previenen tan sólo contra la investigación científica o nos advierten sobre la maldad del creador supremo? ¿O, tal vez, nos aconsejan ser conscientes de nuestras propias limitaciones para no caer en el pecado de orgullo?

Lo cierto es que todas estas historias nos muestran sin duda alguna, y según venimos comentando, la dificultad del hombre para aceptar el modo en que ha sido creado, y la gran distancia que existe entre la realidad que le esclaviza y sus deseos de elevación más íntimos.

Sin embargo, también parece haber otro mensaje fundamental en estos mitos inquietantes: que se debe defender la vida frente a la razón, que se debe defender la construcción totalitaria de la personalidad frente a la intelectualización desproporcionada y aniquiladora, pues el conocimiento hueco y vacío de los libros que sólo han sido leídos, pero que no han sido vividos no es suficiente para proporcionarnos la felicidad, la verdadera felicidad, la única felicidad.

Cuando el Antiguo Testamento narra la pérdida del Paraíso, nos cuenta que Adán y Eva comieron del árbol del conocimiento, siéndoles entonces posible distinguir entre el bien y el mal. Pese a todo, a lo que no pudieron acceder nunca fue al árbol de la vida. Esto nos viene a decir, que, aunque la humanidad tiene la capacidad de aumentar su saber, de conseguir un desarrollo científico y de aprehender racionalmente el mundo que le rodea y en el que habita, es consciente de no haber adquirido el secreto que más le interesa, el secreto de la dicha, del saber vivir y encontrar en la propia existencia las respuestas al innato vacío que la posee. No es que el ansia de conocimiento sea algo negativo, no es esto lo que se nos afirma. Es tan sólo que la comprensión racional del universo no es bastante, que la sabiduría por la sabiduría es inútil si no está enfocada a la formación global del ser humano, al desarrollo de un sentimiento de integridad más profundo y enriquecedor.

Tal como nos dice Paul Diel, los mitos han previsto una exaltación del intelecto y sus invenciones utilitarias que intenta reemplazar a la vida y su sentido, pero que no puede menos que fracasar, si pensamos que sólo la alegría que nace de la realización esencial logra disolver el mayor de los temores humanos, el temor de morir, y que tan sólo el amor y la bondad conducen a la plenitud y a la aceptación del yo.(4)

El Fausto de Goethe es quizás el personaje que mejor refleja este problema. Su deseo incansable de revelar los arcanos del universo, sus aspiraciones especulativas, no le sirven para satisfacer a ese espíritu agitado que se desespera con pensamientos lúgubres. La frustración que le causa precisamente su incapacidad para alcanzar el instante sublime, será lo que le lleve a realizar el famoso pacto con el espíritu de la negación, con Mefistófeles.

Fausto ha pasado la vida estudiando, investigando, intentando llegar a la verdad de las cosas, descubrir los misterios del cosmos, pero todo ello no le ha conducido más que a un sentimiento de desgaste y hastío que le hace darse cuenta de que en las palabras de los libros no podrá encontrar lo que anhela su alma. Ahí es donde interviene Mefistófeles, que le inducirá entonces a un mundo de placeres y excesos en el que el sabio sabe de antemano que tampoco logrará calmar la sed espiritual que lo acosa y lo sume en la amargura.

Curiosamente será el amor de una mujer, el amor de Margarita, lo único que conmoverá el cansado corazón de Fausto. Será ella quien le salvará al final de la obra, la que le mostrará a su amante el camino de la bondad como única vía de ascensión, como única vía de sublimación y plenitud.

Quizás sea precisamente la propia relación amorosa una de las claves de la redención última de Fausto, el arrepentimiento que le invade por el daño realizado a Margarita, su sentimiento de culpabilidad, que le llevan a querer rescatarla de la cárcel en los instantes postreros ya de su vida, cuando ha perdido la razón y no le quedan más que su soledad y su miseria.

La conciencia de la culpabilidad que, en palabras de Paul Ricoeur, constituye una verdadera revolución en la experiencia del mal, porque lo que aparece en primer plano no es la realidad de la mancha, la violación objetiva de una prohibición, ni la venganza consiguiente a esa transgresión, sino el mal uso de la libertad, sentido en el fondo del alma como una disminución íntima del valor del yo(5), puede considerarse como uno de los primeros momentos de luz en la trayectoria de Fausto.

La conmiseración de filósofo por Margarita en las escenas finales de la primera parte de la obra indican que el sabio aún es capaz de escuchar a su corazón. Gracias a su amada conocerá un sentimiento doloroso, pero diferente sin embargo a aquellos desasosiegos puramente intelectuales que le habían conducido hacia el universo de goces y halagos que le ofrecía Mefistófeles, y que él aceptó incrédulo ante la posibilidad de ser seducido por ellos, con el objeto único de mantener en el olvido la carga insoportable de páginas muertas acumulada en su mente.

Margarita es una persona integral, que, a pesar de su falta de cultura y esa ingenuidad peligrosa que la acabará guiando hacia el crimen y la autodestrucción, se siente dichosa con su existencia, no ansía grandes placeres ni descubrimientos cósmicos. Es un ser entregado y generoso que conoce sus limitaciones y admira a su amante de modo casi infantil: "¡Dios de bondad! ¡Cuántas y cuántas cosas no podrá pensar un hombre de su condición! Ante él quédome toda confusa, avergonzada y a todo digo que sí. Es que soy una pobre niña ignorante; no comprendo qué encuentra en mí."

Sin embargo, es bastante obvio lo que Fausto ve en Margarita. Ella le ofrece la dicha, la placidez, la tranquilidad del que por fin es capaz de disfrutar de la naturaleza, de la vida, sin cavilar sobre el ser profundo de las cosas. Simplemente, porque ya no es necesario buscar razones al universo cuando se está enamorado de una muchacha angelical que todo lo ve bajo el prisma de la totalidad, con una muchacha que posee un alma jamás marcada por el deseo vanidoso del conocimiento supremo.

Fausto se siente atraído por Margarita porque ella representa lo eterno femenino, porque es símbolo de la unidad y la reconciliación de los contrarios que él por sí solo no ha podido llegar a alcanzar a fuerza de estudio y cavilaciones interminables.

Ésa es, por tanto, la tragedia de Fausto, la tragedia de Frankenstein, del Dr. Jekyll y de tantos otros personajes míticos que tratan con sus historias de dar explicación o de expresar el drama humano de la alienación espiritual intrínseca a su naturaleza.

Vemos cómo el esquema estructural se repite una y otra vez con las variaciones propias de cada relato: en primer lugar, encontramos una extralimitación del protagonista que pretende superar las fronteras de su esencia finita en un acto de orgullo desmedido, ya sea queriendo saber más de lo que debe o bien robando una prerrogativa de los dioses como es el fuego y la técnica, o buscando la belleza y la eterna juventud a cualquier precio; mientras que, en un segundo momento, observamos la consecución del castigo a su osadía, consistente muy a menudo en la propia muerte física o espiritual, como reflejo simbólico de su acto pecaminoso.

No obstante, no se trata de un escarmiento injusto y cruel que nos induzca a pensar que el afán de autosuperación del hombre es algo negativo en sí mismo y que la moraleja de estos relatos es la conveniencia de adaptarnos a cualquiera que sea nuestra situación, acostumbrándonos así a la miseria de una existencia rota por la falta de aspiraciones. Lo que nos indica es, como decíamos anteriormente, que no malgastemos nuestros esfuerzos en empresas imposibles que no nos van a proporcionar la felicidad que deseamos, que busquemos más bien en el conocimiento no un fin en sí mismo, sino un medio para desarrollar todas nuestras potencialidades innatas, un medio para llegar a la unidad, al eterno femenino, al amor, que, como en el Prometeo encadenado de Shelley es lo único que nos da esperanzas, que nos hace creer en la caída de Zeus y en la caída de la visión parcial y represora que supone la supremacía dictatorial de la inteligencia.

El aparente miedo de dios al hombre, su temor de ser igualado por éste, según se manifiesta en algunos de estos mitos, no es más que un reflejo del verdadero miedo, el miedo que el ser humano le tiene a su destino, a su muerte, y que se resuelve negativamente para las personas que buscan en la razón y el conocimiento frío las respuestas sobre el sentido de la vida.

Quizás no haya habido muchos hombres a lo largo de la historia que hayan aprendido realmente a vivir en plenitud, y estos relatos quieran darnos una pequeña pista sobre los errores que no se deben cometer. La felicidad, bien lo sabemos los hombres y mujeres modernos, no está en el desarrollo tecnológico ni en el progreso científico. La felicidad sólo puede alcanzarse comiendo del fruto del árbol de la vida, que no representa ya sólo la inmortalidad, sino el acercamiento maduro y consciente a la existencia individual y social desde el todo que conforma a la persona, desde el ser no escindido que disfruta de sus minutos de eternidad.

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1. 1 Sobre el vuelo y la caída, ver Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Madrid, Taurus, 1982, págs. 104-110 y 122-127.

2. 2En esta novela, vemos, por un lado, que existe un castigo para el dr. Frankenstein por intentar ser como dios (como hombre que peca de orgullo), y, por otro lado, también por ser un creador irresponsable y falto de amor hacia su criatura (como dios cruel y desconsiderado), según se observa en las palabras del monstruo que se compara con Adán y con Satán en Shelley, M., Frankenstein, Oxford, Oxford University Press, 1988, págs. 129-130.

3. 3 El Dr. Jekyll también llega a la conclusión de que es para el hombre imposible escapar a su destino y que debe soportar la carga que la vida le impone: "[...] I have been made to learn that the doom and burthen of our life is bound for ever in man's shoulders; and when the attempt is made to cast it off, it but returns upon us with more unfamiliar and more awful pressure." (Stevenson, R.L., Dr. Jekyll and Mr. Hyde, London, Penguin, 1994, pág. 71.

4. 4 Ver Diel, P., El simbolismo en la mitología griega, Barcelona, Labor, 1976, el capítulo titulado "Psicología íntima y simbolismo mítico", especialmente las páginas 25-26.

5. 5 Ver Ricoeur, P., Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1969, págs. 366-376.