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Muchos y muy intensos debieron de ser los terrores que experimentó el hombre primitivo, al ir tomando conciencia de los peligros que amenazaban su existencia. Y, cuando comenzó a tener un mayor conocimiento reflejo de ellos, no sólo reaccionó ya según los mecanismos del instinto animal de rechazo y autodefensa, sino que fueron surgiendo por primera vez en su fantasía unas vivísimas imágenes, monstruosas y terribles, que aumentaban todavía sus más espantosos sentimientos y temores.
Pues bien, estas fantasías primitivas ("Urphantasien") llegaron a ser expresadas, a lo largo de varios milenios, mediante signos corporales y pictóricos, primero, y más adelante también a través de signos fonéticos y verbales (gritos y exclamaciones diversos), los cuales, a medida que el sujeto humano va dotándose de un lenguaje articulado, darán lugar a los primeros relatos orales, muy elementales pero intensos y ricos en fantasías, que agigantaban todavía más el poder horripilante de tales amenazas. Pues bien, es precisamente de estas fantasías y narraciones elementales de donde van a surgir, pasados algunos milenios, los primeros grandes mitos de la humanidad. Imágenes narrativas ciertamente muy vivas y espantosas, que se recibían sin embargo con profunda veneración y respeto, con el fin de aplacar esos supuestos furores; fantásticos relatos que alcanzaban además una especial resonancia dentro de unas muy primitivas acciones rituales (bailes de máscaras o ritos sacrificiales) con los que se esperaba angustiosamente poder ahuyentar tales amenazas (ritos "apotropaicos").
Al correr de los siglos, debieron ser muy diversas también las formalizaciones que fueron adoptando estos mitos originales, según la diversidad de las comunidades tribales en donde se iban difundiendo. De modo que, al cabo de muchos milenios y al ir evolucionando las culturas, tales imágenes y mitos arcaicos sobre los "poderes maléficos" fueron también desarrollándose en formas estéticas realmente portentosa. Y mucho más adelante todavía, con la invención de la escritura, esas abigarradas tradiciones orales irían siendo recogidas y elaboradas literariamente en ciertos relatos épicos o en representaciones dramáticas, muchas de las cuales todavía persisten hoy en nuestras culturas, aunque muy modificadas y fuera de sus contextos vitales.
Por lo que se refiere a los orígenes de la cultura occidental --de la que vamos a tratar exclusivamente en esta breve comunicación-- y si nos ceñimos todavía más a la creación literaria, desde Hesíodo, Homero y Esquilo hasta los grandes trágicos renacentistas (Marlow y Shakespeare) y llegando hasta los escritores "satánicos" del Romanticismo moderno (V.Hugo, M. Shelley, E.A.Poe, N.Hawthorne, H.Melville o H.Lovecraft), las imágenes más o menos míticas que se nos van transmitiendo de manera persistente, en relación con los "poderes maléficos" y el análisis de los miedos que producen, podrían agruparse muy esquemáticamente en tres grandes categorías.
a) Colocaríamos en primer lugar las imágenes que se refieren a una voluntad maléfica muy superior al hombre, capaz de castigar y vengar las transgresiones del "orden absoluto", religiosamente establecido. Y ahí incluiríamos a los poderes divinos y a toda una serie de mensajeros malévolos, enviados para efectuar sus horripilantes castigos.
b) En una segunda categoría entrarían las imágenes que provienen de algún enigmático antro oscuro, constitutivo de la humana naturaleza. Sus tremendos poderes, una vez desencadenados mediante el propio apasionamiento o mediante las actuaciones de la magia negra, ciegan la razón, agarrotan la libertad y ya no pueden ser neutralizadas. En este ámbito de lo mágico habría que situar a las brujas, a los magos y quizás también a esos seres malditos que entregan su alma al diablo.
c) Por último, en la tercera categoría, habría que colocar las imágenes que se refieren a ciertas fuerzas siniestras, ciegas e inflexibles, fatalmente integradas en el cosmos natural y que constituyen el lado sombrío de la Naturaleza, en el que algunos creen como en "el Mal cósmico". Como ejemplo de ello, citemos a los poderes antagónicos que aparecen en algunas cosmogonías, enfrentadas a las fuerzas del bien, o bien las grandes catástrofes naturales (tornados, tempestades, pestes e infecciones...) que son experimentadas por el hombre como algo terrible e imponente y que generan espanto sobre todo cuando el débil sujeto humano descubre que no sólo irrumpen desde fuera sino que acaso anidan también en su propia naturaleza.
Para ser todavía más concretos en la propuesta o tesis de esta comunicación, hemos elegido tres obras muy señaladas de la literatura occidental, en las que los poderes maléficos, generadores de miedos milenarios, irán apareciendo como pertenecientes a alguna de las tres categorías que acabamos de establecer y a veces a dos o tres de ellas. Estas obras "ejemplares" serán: la Orestíada de Esquilo, Macbeth de Shakespeare y Moby Dick de Melville.
Ciertamente, lo común y fundamental que por medio de éstas u otras obras clásicas se intenta suscitar en el lector o espectador, es un intenso sentimiento de miedo y aun de terror, reverencial algunas veces y otras simplemente angustioso. En algún caso, la intención del autor puede ser liberadora o "katártica" de tan tremendas emociones (así Esquilo), tal como ya había señalado Aristóteles en su Poética; otras veces su objetivo será didáctico ético, para prevenir contra los abusos de algún tirano o hacer escarmentar en cabeza ajena (así Shakespeare), y todavía en otros casos lo que quizás se pretenda sea asustar ante los posibles y calamitosos desórdenes psíquicos o religiosos que pueden surgir o bien de nuestra enigmática condición humana o de nuestra triste condición de pecadores (así Melville).
A todo lo cual hay que añadir que el miedo o la ansiedad que muchas de estas obras suscitan, sobre todo las más modernas, es tanto más profundo cuanto que están reproduciendo imágenes de nuestros propios sueños o de ciertas fantasías del deseo, que hoy sabemos están siendo incubadas en las oscuras zonas de nuestro inconsciente. Pero, en un sentido menos negativo, también es justo reconocer que algunas de estas obras, junto con los inevitables sentimientos de angustia, aciertan a provocar en muchos casos una fuerte repulsión y hasta una enérgica rebeldía contra tales poderes, políticamente abusivos y maléficos.
Es cierto que para
nuestra moderna sensibilidad occidental, tan descreída ante lo sobrenatural,
muchos de los miedos y temores que la literatura y el cine siguen suscitando
en sus fantásticas representaciones, han perdido en parte o del
todo su eficacia sobrecogedora, mientras que --paradójicamente--
estamos siendo víctimas del miedo ante posibles pérdidas
de tantas cosas materiales como poseemos. No han faltado, sin embargo,
en el siglo XX grandes autores literarios, como Strindberg o Kafka, Faulkner
u Onetti, que nos han hecho revivir, secularizándolos, aquellos
prístinos temores, no precisamente ante males trascendentales sino
al desvelarnos angustiosamente los monstruosos rostros de la maldad que,
según ellos, es intrínseca a la existencia humana.
Comencemos ya con la exposición de las tres obras anunciadas para esta comunicación. Y, en primer lugar, puesto que vamos a reflexionar sobre la tragedia de Esquilo, no debemos olvidar el trasfondo teológico sobre el que se representan la mayoría de sus atroces argumentos. La Orestíada, más concretamente, es una trilogía que se presenta como una historia religiosa o, mejor aún, como un ritual de expiación ante los dioses. Al primer horrendo crimen del asesinato del rey (Agamenón) le sigue un segundo crimen, no por vengativo menos espantoso, el matricidio de Orestes (Coéforas), para terminar con el solemne juicio de la diosa de Atenas, que libera a Orestes de sus intolerables angustias (Euménides).
Pero esta terrible cadena de crímenes que se nos cuenta, de la que nadie parece poder librarse, no es tanto el resultado de la acción humana cuanto de una maldición divina, provocada por un crimen anterior (el sacrificio de Ifigenia por voluntad de su padre). Con lo que esa cadena de fatalidades aparece mágicamente entrelazada por tres siniestros factores: el apasionamiento culpable de los protagonistas, la implacable voluntad de los dioses olímpicos y el acoso de las furias infernales.
Sangre y siniestra oscuridad, rojo y negro, son los colores dominantes en este atroz espectáculo, que resultaría irrespirable si no se inscribieran tales acciones dentro del marco de la teodicea del autor. En efecto, la intención de Esquilo en esta trilogía es salir en defensa de los dioses olímpicos (Júpiter, Apolo y Atenea), que actúan aparentemente sin misericordia ante el mal del mundo y aun parecen estar impulsando los más atroces crímenes, pero que acabarán restaurando el orden y justificando al protagonista, en una paradójica pero necesaria mostración de la victoria del orden sobre el caos, que refuerza la restauración de la paz en la ciudad sagrada.
Esquilo en esta o en otras de sus tragedias está siguiendo, con piadosa fidelidad, --como también lo había hecho Homero-- al gran poeta religioso que fuera Hesíodo en sus Teogonías. Ante el terrible problema del mal en el mundo, con los intolerables temores que producía, no veían estos autores otra explicación que la del salto metafísico o teológico, según la cual los dioses de arriba acabarán siempre dominando las fuerzas maléficas, aunque sin ahorrarle al hombre, frágil y mortal, las más tremendas desgracias y la más oscura perplejidad ante ellas, si bien apareciendo siempre, en un lejano horizonte luminoso, como un último antídoto contra la desesperación.(1)
Prescindo ahora del carácter excesivamente artificial ("deus ex machina") y evasivo de esta teodicea de "final feliz", pues, para nuestro intento, debemos volver a sumirnos en el caos de desventuras y temores que exprimentan los mortales, aparentemente dejados de la mano de dios. En un mundo invadido por la violencia y la sangre --no tan distinto al que viven hoy muchos de nuestros contemporáneos--, quisiéramos todavía identificar mejor los "poderes maléficos" que actúan en la obra de Esquilo, como causantes inmediatos de los enormes miedos y temores de aquellos protagonistas que nos representan en la escena.
En un rápido recuento podemos indicar que en la Orestíada aparecen no pocos semidioses o titanes, aunque los que más parecen abundar son los "daimones" o seres demoníacos, como Alastor, el destructor vengativo, o Arés y otras mujeres infernales, como Ara, la maléfica o Até la astuta cazadora, invencible y cruel (Agam. 764-771), todos ellos mediadores siniestros de los dioses inmortales. Pero entre todos ellos los que más impresionan dramáticamente son las furias infernales o Erinnias, "tristes hijas de la noche" (Eum. 416), que no cesan de perseguir al despavorido Orestes hasta la peripecia final, como "negras perras sedientas de sangre" (Eum. coro 1º del acto II)
Con toda esta
legión de personificaciones malignas lo que Esquilo pretende es
que nos paremos a reflexionar sobre la condición humana "caída",
en un mundo donde la felicidad siempre es fugaz y donde los hombres vagabundean,
víctimas de unos impulsos interiores y sobre todo exteriores e implacables.
Visión que no puede dejar de llenarnos de terror y de compasión;
y esto siempre, aun frente a los poderes más sagrados, a los que
no podemos dejar de temer aun cuando nos atrevamos a veces a implorarlos.
Pasando ya a la segunda obra que hemos escogido como ejemplo de la segunda categoría de maleficios y temores, detengámonos ahora en el Macbeth (1608) de Shakespeare, una de sus obras más populares y acaso la que produce el impacto más horrendo, dada la brevedad y la intensidad con que en ella se acumulan las desgracias. Aunque ha sido y sigue siendo una de las obras más estudiadas, citaremos aquí sólo dos de las interpretaciones más frecuentes que se hacen sobre esta tragedia.
Una buena parte de los comentaristas, desde un enfoque más antropológico, considera a Macbeth y a su esposa como a otros Adán y Eva, prototipos de la humana condición, que se dejan tentar por la seducción del poder y cometen el terrible regicidio. Pero lo más espantoso es que la maldición que les cae encima, una vez, cometido ese terrible "sacrilegio", es que ya no pueden volver atrás ni resistirse a los nuevos crímenes fatídicamente necesarios para mantenerse en el poder usurpado. Ahora bien, el origen de tanto pecado, no son primariamente las fuerzas que les alucinan desde fuera (las fatídicas brujas, o la diosa Hécate "maestra de desventuras") cuanto el incendio de las propias pasiones, al servicio de la ambición de poder, y la obstinada descomposición de la propia naturaleza...
Bastante distinta es la visión de otros comentaristas que contemplan la obra desde una perspectiva más simbólica. En esta tragedia --como también en el Ricardo III, en esto muy parecido a Macbeth-- descubren una nueva representación de dos seres poseídos por el diablo (como en el Dr.Faustus de Marlow), los cuales, aunque gozan por un momento de lo que tanto han deseado, acaban hundiéndose en la más horrible condenación. Todo ello inserto dramáticamente en un ámbito de visión más metafísico (aunque también político), el de la lucha de las fuerzas del Mal (el tirano escocés) contra las del Bien (el rey "santo" de Inglaterra)
Sin negar la legitimidad de esta última interpretación, nosotros nos adherimos a la primera, más ajustada, según entendemos, a las profundas reflexiones dramáticas a las que nos tiene acostumbrados Shakespeare, sobre todo en las obras de este último período de su vida. En efecto, a este gran dramaturgo renacentista, le corresponde el mérito de situar por primera vez las grandes tragedias humanas en el interior de la conciencia, sabiendo mostrar en ella, desde diversos ángulos, los enormes desequilibrios que se originan entre la fragilidad del yo, en defensa de su propia dignidad e inocencia, y las fuerzas avasalladoras del orgullo, la ambición, el odio o el furor, que se desencadenan en el interior de un mismo sujeto, con una alarmante facilidad y con una vehemencia difícilmente controlable. La ruina de la conciencia resulta entonces total, habiendo perdido el individuo el control de su libertad y obcecada su inteligencia por múltiples alucinaciones e incluso por la locura. Como muy bien señala Harold Bloom, en su último estudio sobre la obra de Shakespeare(2), la tragedia Macbeth nos hace entrar en "el corazón de las tinieblas", como si descendiéramos en un infierno, no ya sobrenatural sino rigurosamente humano, como ya había realizado Dante, al irnos mostrando en figuras de carne y hueso todos los más horrendos vicios de su tiempo. Espectáculo este de Dante, como el de Shakespeare, realmente sobrecogedor, que estos artistas saben crear poéticamente con luces muy intensas y de gran crudeza existencial, para producir en el espectador gran espanto y estupor, al reconocer que lo que les ocurre a unos malditos seres ficticios podría ocurrirle también a él mismo por poco que se descuide. Y esta sería la intención educativa o el mensaje moral que nos estaría comunicando Shakespeare: generar espanto ante el mal para evitar la más mínima complicidad con él.
Y para reforzar todavía más este efecto, muestra nuestro autor, prodigiosamente, cómo esa tremenda desnaturalización interior se proyecta en la naturaleza exterior, puesto que también el cosmos parece estar desencajándose ("the world is out of joint", ya lo decía Hamlet), como si fuera una inmensa caja de resonancia de lo que está acaeciendo en el santuario de la conciencia. Recordemos ahora sólo algunos síntomas dramáticos de esa extraña conmoción natural, que son o bien fenómenos meteorológicos (rayos, truenos y terremotos) o bien comportamientos anormales de algunos animales, como por ejemplo: "el gorrión espanta al águila y la liebre al león..." (acto I, esc.II), "un halcón ha sido cazado por un búho..." (II, IV), "los mejores caballos del rey han huido despavoridos y se devoran entre ellos..." (II, IV), etc.
Pero, quizás el testimonio más explícito y estremecedor de esa desnaturalización, nos la ofrece la propia lady Macbeth, en la escena V del acto I, antes de cometer el magnicidio, cuando pide ayuda a los espíritus del mal para poder consumarlo:
"Venid espíritus que ayudáis los pensamientos asesinos...despojadme de mi sexo..." "Ayudadme vosotros, ministros del crimen, dondequiera que en vuestra invisible esencia os halléis esperando la perversidad y convertid en hiel la leche de mis senos..." "Ven, negra noche, y envuélveme como en un sudario con el humo infernal más denso..."
Pese a la complejidad
desbordante de esta obra maestra, pienso que podría caber dentro
de la segunda de nuestras categorías antes enunciadas, así
como también creo que la última obra ejemplar que vamos a
presentar a continuación, Moby Dick , entraría mejor
en la tercera de estas mismas categorías.
Una muy pesimista visión religiosa sobre la vida humana, amenazada por la condenación eterna, e incapaz de luchar por sí misma contra las fuerzas del mal, formaría el fondo ideológico de Moby Dick (1851), novela que va narrando la fatal aventura de unos pescadores de ballenas en el Pacífico. Su autor, Herman Melville (1819-1891), había navegado por los mares del Sur durante algunos años y, como miembro ferviente que era ahora de una comunidad calvinista de Nueva York, vivía con creciente angustia su fe en la predestinación religiosa. Por ello casi toda su importante obra literaria respira esa preocupación por el mal, y casi todos sus héroes, aun los aparentemente "elegidos", parecen ser víctimas de continuos sobresaltos, por la extensión de las sombras del pecado en su conciencia moral.
En esta novela ejemplar, se llama "Moby-Dick" a una enorme ballena blanca que el capitán de navío Ahab quiso en otro tiempo capturar, pero se le escapó habiéndole arrancado de cuajo la pierna derecha. Unos años más tarde, obsesionado Ahab por la captura de aquel monstruo marino, organiza una nueva expedición, agrupando a un puñado de extraños marinos y de aguerridos arponeros, y zarpan a bordo de un pequeño navío llamado "Pequod". El esquema narrativo es evidente: se trata de una acción de venganza y de castigo contra una fuerza maléfica que parece indomable.
Toda la narración está cuajada de símbolos, la mayoría con sentido religioso, puesto que Ahab, un quákero, adicto lector de la Biblia, emprende su aventura como una acción misionera de lucha contra el mal. Entre los miembros de la tripulación hay también personajes profundamente religiosos, como Fedallah, un indio parsi, que adora el fuego y el sol y profiere misteriosos presagios que luego se realizan. Otro carácter importante es el de Ismael, un alegre muchacho, de fe presbiteriana, que no deja, ni en los peores momentos de la travesía, de confiar en la divina providencia, y que representaría al "elegido", pues será el único superviviente del terrible naufragio, y el que podrá contar luego toda la historia. En contraste con estos personajes religiosos, los arponeros aparecen como puramente paganos; son fuerzas de la naturaleza, obedientes al jefe, y de extraordinaria furia en el combate, como Queequeg, el más vigoroso, que había pertenecido a una tribu de caníbales.
Pero el símbolo dominante en toda la novela lo constituye la ballena Moby Dick, asimilada desde el comienzo a los monstruos marinos de la Biblia, como el Leviatán, y que poco a poco va convirtiéndose en el símbolo de todos los males:
"Todo lo que enloquece y atormenta, todo lo que remueve el limo turbio de las cosas, toda verdad que contenga un fondo de malicia...todo lo que es demoníaco en la vida y el pensamiento, todo mal, para el enloquecido Achab, se encontraba visiblemente personificado y se convertía en Moby Dick." (I, p.236)(3)
Cuando están ante ella y experimentan sus "inteligentes" embestidas, muy pronto reconocen con turbación despavorida, que se hallan ante el gran adversario, "especialnente sedienta, además, de sangre humana." (I, 233)
Quien más intensamente vive esta trágica confrontación, de alcance ya claramente teológico, es el cada vez más sombrío y enfurecido capitán Ahab, inflexible en su voluntad destructora ante sus marineros asustados o rebeldes. Les había obligado a hacer un juramento de obediencia total y ahora les vincula plenamente a su destino personal, como formando una misma masa, condenada a perecer todos juntos. Ahab se va transformando como un ser siniestro, poseído por el diablo, o mejor dicho, como un ser maldito, que contagia la maldición a sus subordinados, ya que "la mano de un destino fatal se ha apoderado de sus almas" (II, 322). Mientras que la más verdadera fuerza diabólica se expresaría más explícitamente en la ballena blanca.
Impresionante resulta al final la titánica confrontación entre esa imponente fuerza de condenación y ese puñado de hombres, perdidos en el océano, destinados a perecer . "Era el juicio final, la venganza del rayo y de la eterna maldad: ningún hombre mortal podía nada contra ella..." (II, 340) Y mientras Ahab se hunde en el mar, con todos los suyos, no deja de gritar al monstruo: "...¡Hasta el infierno te asestaré más golpes. Por fuerza del odio te escupo en mi último aliento...!" (II, 340) Al terminar la lectura de esta triste historia, el espanto ante tan infeliz desgracia queda fuertemente intensificado por el temor religioso que producen sus resonancias infernales.
Termina también
con ello este nuestro recorrido por tres obras literarias muy significativas
y de épocas muy diversas, que nos han permitido ejemplificar nuestra
convicción de que el miedo y el terror son y han sido siempre sentimientos
inherentes a la aventura humana en este mundo, y que por ello no dejan
de ser representados de muchas maneras en el Arte y en la Literatura de
todas las culturas.
1. En relación con esta teodicea en las obras de Esquilo, nos complace citar a los dos autores, que hemos consultado con gran satisfacción: Brooks Otis, Cosmos and Tragedy. An essay on the meaning of Aeschylus (ed. by Ch. Kopf) Chapel Hill 1981, y Alain M.Moreau, Eschyle, la violence et le chaos, Paris 1985.
2. Harold Bloom, Shakespeare, the invention of the human, New York 1998.
3. Citamos por la traducción española de Fabricio Valserra, en la editorial Planeta, Barcelona 1966 en dos volúmenes.