1) CONSIDERACIONES TEÓRICAS
La religiones gentilicias, cívicas y nacionales aparecen en un
conjunto heterogéneo de sociedades en las que cumplen la finalidad
principal de cohesionar al grupo (gentilicio, cívico o nacional)
por medio de mecanismos de consenso e identificación.
Frente a lo que ocurre en las civilizaciones originales, no suelen
crear sistemas religiosos de índole despótica ni tienden
a una centralización sostenida en justificaciones sagradas, salvo
que, como consecuencia del préstamo por la influencia del contacto,
adopten alguna de estas características. Un desarrollo modélico
de este tipo de proceso lo ofrece el mundo helenístico y romano;
las formas religiosas cívicas griegas y romanas, como consecuencia
de la necesidad de adaptación a una nueva situación (el control
de territorios extensos que requieren la centralización de los órganos
de decisión en una sola persona) generaron por préstamo un
sistema piramidal en el que se diviniza al soberano y se limitan los mecanismos
de consenso en la toma de decisiones. El modelo oriental (persa) en el
caso de los reinos helenísticos y el modelo helenístico (y
especialmente el egipcio helenístico) en el caso del imperio romano
fueron determinantes a la hora de consolidar un sistema despótico
basado en la religión.
Dado que la religión es en estas sociedades un potente
medio de cohesión, suele plasmarse en modelos teológicos,
rituales y mitológicos que insisten de tal modo en la autoidentidad
grupal que resultan excluyentes y que, a la par que minimizan los conflictos
internos, pueden generar profundos conflictos en el caso de producirse
el contacto con grupos diferentes, ya que no existen mecanismos (si exceptuamos
la agresión, la marginalización o la aculturación)
para superar el marco gentilicio, cívico o nacional.
Frente a las religiones universalistas que se basan en un discurso
religioso aglutinante, las religiones gentilicias, cívicas o nacionales
presentan un discurso religioso excluyente que suele conllevar una profunda
debilidad. Un ejemplo modélico lo ofrece la diferencia entre el
judaísmo y el cristianismo. El judaísmo, religión
nacional, pese a su capacidad extraordinaria de resistencia ante situaciones
de contacto, no ha pasado nunca de ser un culto minoritario; en cambio
el cristianismo, que se origina en el anterior, desde sus orígenes
optó por confeccionar un mensaje universalista, apto para cualquier
fiel de cualquier origen (social, racial, nacional), que le ha llevado
a ser la religión con mayor número de cultores a escala planetaria
desde hace centurias.
2) LAS RELIGIONES INDOEUROPEAS
Los estudios indoeuropeos surgen en una conferencia pronunciada en 1789
por William Jones en la Real Sociedad Asiática de Bengala en la
que planteó que la similitud entre palabras latinas, griegas, sánscritas
y persas no podía deberse a hechos fortuitos sino a un origen común.
Se instauró una nueva disciplina, los estudios indoeuropeos, que
utiliza como instrumento casi exclusivo de investigación el método
comparativo. Por medio de los términos conocidos en las diversas
lenguas derivadas se intenta llegar por reconstrucción a la raíz
indoeuropea original (que se precede de un asterisco para marcar que se
trata de una palabra no testificada en ningún documento sino recompuesta).
Las lenguas indoeuropeas, en un modelo teórico calcado de la genealogía,
se organizan en un árbol que desde un tronco común, el indoeuropeo
(lengua que quizá, tal como la imaginamos, sea tan mítica
como los ancestros de los que derivan muchos árboles genealógicos),
va ramificandose en una diversidad de desarrollos locales y temporales.
Se trata, por tanto, de una ciencia basada en la lingüística
cuya metodología se aplicó también y con diversa fortuna
a los hechos culturales y a la religión.
La familia indoeuropea incluye lenguas de pueblos antiguos asentados
en territorios que van desde la India al extremo Occidente europeo; en
algunos casos han desaparecido sin dejar derivaciones (como el hitita,
el tocario o el tracio), en otros casos han dado lugar, tras una larga
evolución, a muchas de las lenguas mayoritarias del mundo actual,
como el inglés (lengua del grupo germánico) o el español
(lengua romance derivada del latín, perteneciente ésta al
grupo itálico).
Las semejanzas lingüísticas tienen campos en los
que se manifiestan en mayor medida, quizá porque el apego al vocabulario
arcaico es mayor; es lo que ocurre con la terminología del parentesco
o con algunos aspectos de la religión. Tal es el caso de la denominación
genérica de la divinidad, que los lingüístas dicen derivar
de una raíz (hipotética) indoeuropea *deiwo- (que significa
luminoso), reconstruida a partir de la diversidad de sus testificaciones
en las lenguas indoeuropeas (debida a las diversas reglas fonéticas
de cada una de ellas) y que son las siguientes:
.Sánscrito (indio del IIº milenio ae): devah
.Avéstico (iranio de comienzos del primer milenio ae):
daeva
.Lituano: Dievas (teónimo del Dios celestial, apelativo
general)
.Griego: Diós (genitivo de Zeus)
.Latín: deus
.Germano antiguo: *tivar (Dios en plural)
Otro ejemplo más concreto de este parentesco estructural lo
ofrece una inscripción hallada en Colonia (Alemania, AE 1956,247),
en la que se da culto a una Dea Apadeva; el nombre de la diosa se interpretaría
perfectamente si lo leyeramos como una palabra sánscrita: Apadeva,
dios(a) del agua, dos ámbitos tan alejados se hermanan en el material
religioso, que a pesar de los cambios inherentes a cualquier sociedad humana,
tiende a ser muy resistente y ofrecernos pautas para desentrañar
momentos remotos del pasado.
La diversificación indoeuropea se refleja en la constatación
a mediados del segundo milenio a.e. de la existencia de una serie de grupos
lingüístico-culturales, entre los que destacan ocho, de cuyas
religiones trataremos en las próximas páginas; el indio,
el iranio, el griego, el itálico, el céltico, el germánico,
el báltico y el eslavo.
La reconstrucción de la cultura indoeuropea original resulta
una labor ingrata puesto que las semejanzas lingüísticas no
conllevan similitudes en la cultura material (único criterio en
el que basar un estudio científico para etapas preliterarias). Los
desarrollos locales especiales, por adaptación a retos medioambientales,
adaptación a formas económicas diferentes (agricultura frente
a ganadería, por ejemplo) o contacto con poblaciones diferentes
hacen que pueblos con lenguas emparentadas resulten muy diferentes si se
les analiza desde los objetos que producen. A pesar de esta diversidad
se pueden rastrear algunas características comunes a la mayoría
de los pueblos indoeuropeos que permiten comprender que ciertos desarrollos
religiosos resulten comparables.
Fueron pueblos pastores seminómadas en sus etapas más
antiguas, como demostró B. Lincoln, de ahí que el valor que
poseen los grandes animales domésticos (y en especial los bueyes
o los caballos) tanto en la medición de la riqueza como en el imaginario
mitológico y ritual sea destacable. La gran pieza que se ofrece
a los Dioses, y que marca la relación pactual entre la divinidad
invocada y el grupo de sus cultores suele ser el buey (y en otros casos
el caballo, la oveja o el cerdo). La prueba iniciática, que testifica
el valor es el robo de ganado, que se refleja en mitos en los que actúan
héroes o incluso divinidades (no es ya una práctica histórica
en la época para la que se posee documentación escrita).
Las sociedades indoeuropeas son patriarcales y patrilineales;
los papeles principales tanto en las estructuras de toma de decisiones
como en la religión los desempeñan los varones, creando además
todo un entramado ideológico que determina el estatus secundario
de la mujer, por medio, por ejemplo, de contramodelos míticos en
los que se refleja un mundo al revés en el que las mujeres dominan
a los hombres. Determinar que ese material mítico es un reflejo
de una etapa histórica resulta algo aventurado, como lo parece también
la hipótesis de M. Gimbutas de que los indoeuropeos se superpusieron
en Europa a sociedades matrilineales, pacíficas y culturalmente
homogéneas. El problema mayor de los estudios indoeuropeos es que
tendamos a confeccionar reconstrucciones culturales en las que imperen
nuestros fantasmas ideológicos (como, de un modo extremo, ocurrió
con los ideólogos del modelo ario —basado en la ética y estética
de la vida guerrera— y que generó en última instancia el
horror nazi).
Otra característica de los pueblos indoeuropeos, que explica
su expansión territorial asombrosa atañe al modo de reproducción.
No suelen controlar el tamaño del grupo con técnicas perinatales
sino que lo hacen por medio de la expulsión de población
para atajar el problema de la inadaptación a los límites
territoriales. Esta práctica estructural se sostiene en una serie
de mecanismos ideológicos como son la minimización de la
mística del territorio o la creación de mecanismos de consenso
(de índole religiosa) para hacer aceptable la expulsión necesaria
de población. La identidad grupal no suele radicar, por tanto, en
el territorio (salvo quizá en los casos en los que por diversas
razones llegan a zonas en las que la expansión ya no es posible,
como por ejemplo ocurre entre los baltos) sino en el conjunto de los miembros
y quizá también en la lengua y las tradiciones (lo que explicaría
en parte su persistencia).
Un medio ritual de consensuar la escisión grupal es conocido
entre los pueblos latinos con el nombre de ver sacrum (primavera sagrada);
se trata de un rito de características extremas que se decide poner
en marcha cuando se producen peligros de gran magnitud, como guerras, hambrunas
o pestes (enfermedades epidémicas que atacan a las poblaciones malnutridas,
por ejemplo, por vivir en situaciones de desequilibrio ecológico
inducido por una presión antrópica excesiva). Consiste en
la realización de un voto (que compromete al grupo social al completo
y que se ha de cumplir para no caer en impiedad), dedicado en la época
más antigua a Marte, por el que se decide sacrificar a todos los
animales nacidos durante la siguiente primavera y consagrar (se les denomina
sacrani) a los hijos nacidos en ese periodo para expulsarlos (guiados por
un animal que les envía la divinidad) cuando alcancen la adolescencia.
Las características de este magno ritual exigen una explicación
algo detenida. La muerte de tantos animales actúa como el medio
de consagracion de mayor potencia disponible entre estos pueblos indoeuropeos
para los que el ganado es la esencia de la riqueza. Es un ritual doloroso
que cimenta el consenso social-ritual pero que, a la par, también
actúa como un modo de controlar el crecimiento de todos los rebaños;
al paralizarse éste durante un año, se consigue minimizar
la presión sobre el ecosistema. Pero la finalidad fundamental del
rito, tan dolorosa como la de la inmolación del ganado es la expulsión
de población, que requiere el consenso que ofrece el costoso rito
religioso. El que esté dedicado a Marte tampoco es fortuito, el
grupo que se expulsa está formado por jóvenes guerreros y
será este Dios el que les otorgue la victoria y el territorio donde
instalarse y cultivar. La religión sirve como medio para que el
grupo social acate una medida muy dura pero fundamental para la supervivencia
general. No parece que la expulsión sea una fase secundaria (y más
humana, como algunos quieren) de un rito que en su origen consistía
también en inmolar a los niños. Parece una estrategia muy
arcaica ya que cumple para todos los miembros del grupo sin distinción
de estatus (atañe de modo indiscriminado a todo un grupo de edad,
lo que corresponde a una forma organizativa por clases de edad de una sociedad
preestatal) y resulta explicativamente determinante para entender en parte
la vitalidad expansiva de los pueblos portadores de lenguas indoeuropeas
ya que se testifica, aunque de un modo menos detallado que en caso itálico,
entre celtas, griegos y probablemente también germanos y dacios.
Este rasgo cultural de rechazo a la práctica de estrategias
perinatales de control del grupo, conlleva la aceptacion de un desequilibrio
estructural latente que determina escisiones periodicas y genera un sistema
expansivo a ultranza para el que la aplicación de técnicas
militares muy eficaces (por ejemplo la guerra mística tan bien testificada
entre los germanos) era fundamental. La guerra se convierte entre los pueblos
indoeuropeos, como estudió Georges Dumézil, en uno de los
pilares fundamentales, que se plasma en el esquema ideológico en
la conformación de la segunda función, como veremos en el
apartado siguiente.
Por último y en esta sintética aproximación
a los rasgos comunes característicos de los pueblos indoeuropeos
es necesario resaltar la adaptación a las diversas zonas en las
que se sitúan. Parecen en muchos casos aceptar la cultura material
local, quizá por transmisión por línea femenina, ya
que la estrategia de los jóvenes guerreros en busca de territorio
es conseguir mujeres de modo violento y por rapto (el ejemplo mítico
más conocido es el rapto de las sabinas desarrollado por los fundadores
de Roma); esto explicaría en parte la enorme diversidad en la cultura
material constatada entre estos pueblos, a pesar de hablar lenguas que
los emparentan.
Los estudios indoeuropeos han visto potenciado su campo de análisis
desde que G. Dumézil, a partir de los años 40 desarrollase
lo que los norteamericanos denominan la «nueva mitología comparada».
Aplicando el método comparativo a los datos culturales (y no solamente
a los lingüísticos) y desde una óptica de análisis
holística (diferente de los comparativistas del siglo XIX como A.
Kuhn o M. Müller) llegó a la conclusión que los pueblos
indoeuropeos poseían un esquema mental que explicaba la sociedad
(y su reflejo en la teología) como una estructura trifuncional.
La sociedad de los Dioses, modelo imaginario de la de los hombres se conformaba
de un modo triple:
1) Función soberana: jurídica, pactual, cósmica,
organizativa
2) Función guerrera
3) Función generativa y productora: que preside la producción,
la procreación, la sexualidad, la alimentación, la salud.
Cada una de las funciones estaba regida por divinidades que presentan
características comparables entre los pueblos para los que la documentación
es más abundante (indios védicos, germanos, romanos). La
primera función se divide en los dos aspectos que, según
Dumézil, puede presentar la soberanía, el oscuro e imprevisible
(aspecto varuniano, por el nombre de su testificación literaria
más antigua, la védica) y el previsible y regido por el pacto
(aspecto mitraico). El soberano oscuro es Varuna entre los védicos,
Odín entre los germanos y Júpiter entre los romanos; el soberano
garante de los pactos es Mitra entre los védicos, Tyr entre los
germanos o Dius Fidius (especie de hipóstasis de Júpiter)
entre los romanos. La segunda función estaba representada por divinidades
de la guerra, Indra entre los védicos, Thor entre los germanos,
Marte entre los romanos. La tercera función, menos especializada,
por un grupo de divinidades como los Ashvin o Nasatya entre los védicos,
Freyr-Freyja-Njördr entre los germanos o Quirino (el protector del
pueblo, tercer miembro junto a Júpiter y Marte de la tríada
arcaica) entre los romanos. Este modelo imaginario podía llegar
a reflejarse en la sociedad (conformando la realidad —¿o viceversa?—)
con el establecimiento de un sistema de subgrupos como aparece en la India,
en la que los sacerdotes (brahmanes), los guerreros (kshatriya) y los productores
(vaishya) tienen modos de vida y costumbres diferentes.
El esquema dumeziliano que resulta muy explicativo a nivel teológico
resulta mucho más frágil a nivel social; el sistema de castas
de la India, además, no parece tan antiguo y no se constata en ninguno
de los otros pueblos indoeuropeos de modo claro (salvo quizá entre
los celtas, como no dejó de apuntar Dumézil). Incluso hasta
el final de su vida el sabio francés intentó seguir argumentando
la materialización en la sociedad, y no solamente en el imaginario,
del esquema que desentrañó (por ejemplo en formas matrimoniales
trifuncionales). La verdad es que temas muy dispares cobran una solidez
mayor desde el análisis trifuncional, por ejemplo el de la utilización
de sustancias psicodélicas, que entre los sacerdotes potencia las
intuiciones místicas, entre los guerreros la ferocidad agresiva
y entre los productores lo orgiástico como marco para la fecundidad
desbordada. El mayor problema del análisis dumeziliano, incluso
para sus defensores, es que no parece confirmarse de modo claro entre poblaciones
indudablemente indoeuropeas como griegos, baltos o eslavos entre los que
la teología sigue por derroteros difícilmente constreñibles
al esquema trifuncional.
Al analizar las religiones de los baltos y de los eslavos se
repasará esta problemática de modo puntual por lo que en
las líneas que siguen se escogerá un ejemplo en cierto modo
desesperado (por lo escaso de la documentación), como es el de la
religión de los tracios, para intentar calibrar la utilidad explicativa
del esquema dumeziliano. Un texto de Heródoto expresa una teología
social que resulta muy interesante:
(Los tracios) adoran tan solo a los siguientes Dioses, a Ares, a Dioniso y a Artemis. Sin embargo sus reyes, a diferencia de los demás ciudadanos, al Dios que más adoran es a Hermes; además solo juran por esa divinidad y aseguran que, personalmente, descienden de Hermes (Heródoto V,7)
Este rápido repaso que hace el historiador griego revela
su estructura si lo analizamos desde la óptica trifuncional. El
Dios de los reyes, del que Heródoto puntualiza que presidía
los pactos (es casi la única licencia descriptiva que se permite
el autor), tiene una interpretatio graeca que deja perplejos ya que Hermes
no es un Dios soberano en el panteón griego. El consuelo que queda
en la comparación es que algo parecido ocurre entre celtas y germanos
con el equivalente latino de Hermes, Mercurio, que se asimila por ejemplo
entre los germanos a Odín, Dios de la primera función. El
carácter pactual (mitraico pues) del «Hermes» tracio
y el que sea la divinidad tutelar (y ancestro mítico además)
de los monarcas permite encuadrarlo como un Dios de la primera función.
La segunda función la representa el Ares tracio, divinidad
muy importante (a la que Heródoto cita la primera), puesto que los
tracios eran pueblos para los que la guerra era la ocupación más
decorosa. La tercera función correspondería al Dioniso tracio,
del que conocemos uno de sus endoteónimos, Sabacio y a la Artemis
tracia denominada Bendis. Las funciones de Sabacio están muy mal
definidas y dependen demasiado por una parte de las del Dioniso griego
y por otra de las del culto mistérico a él dispensado por
todo el Mediterráneo en época helenística, pero parece
que no es solamente un Dios de la vegetación y la fecundidad. El
recurso a la etimología, a pesar de la cautela con el que hay que
explotarlo, quizá permita clarificar la situación; el teónimo
podría derivar de la raíz indoeuropea *swo = suyo (propio),
es decir libre; lo que convenía en una definición de Sabacio
vista desde el Dioniso griego (que es eleuthereús, liberador) pero
también en una definición sociológica de Sabacio;
sería el Dios de los hombres libres (del pueblo, parecido al Quirino
romano del análisis dumeziliano). El teónimo Bendis no presenta
problemas en el análisis etimológico, ya que deriva con claridad
de la raíz indoeuropea *bendh = atar, enlazar. Se la creyó
Diosa de los lazos matrimoniales, pero quizá convendría más
verla, según el análisis que estamos exponiendo, como la
Diosa de los lazos que unen a los miembros libres de una misma tribu (la
semejanza con Quirino en este caso es aún más clara). La
exposición de Heródoto, que era tenida generalmente por anecdótica
en los estudios sobre la religión tracia, cobra una significación
mucho más profunda gracias al filtro que ofrece el esquema trifuncional.
Por otra parte la investigación de G. Dumézil ha
potenciado el comparativismo indoeuropeo que, con los estudios de B. Lincoln
o J. Bremmer está afinando sus instrumentos de análisis.
Sirva como ejemplo el mundo del más allá (quintaesencia de
lo imaginario): las creencias en la inmortalidad del alma, en el alma aérea,
en un más allá por lo menos doble (uno para los hombres comunes
—localizado en el inframundo— y otro para los elegidos —sean guerreros
o amados de los Dioses—) aparecen con rasgos comparables en muchas sociedades
indoeuropeas (y se pueden incluir en este análisis incluso los generalmente
refractarios griegos).
La aportación de G. Dumézil a los estudios indoeuropeos
resulta, por tanto, imposible de soslayar, a pesar de incongruencias y
excesos puntuales y su esquema trifuncional se muestra como un instrumento
de interés en la comprensión de las raíces indoeuropeas
de la mayoría de las religiones que repasaremos en los próximos
apartados.
3) LA RELIGIÓN DE LOS BALTOS
El estudio de la religión de los pueblos baltos, aunque poco
habitual, tiene el interés de insertarnos en un mundo muy arcaico
y con unos desarrollos teológicos y rituales que aunque indudablemente
indoeuropeos presentan caracteres algo diferentes de los comunes entre
los demás pueblos de la misma estirpe (el esquema trifuncional se
detecta con enormes dificultades). La investigación del siglo XIX
optó por denominar baltos a un grupo de pueblos (letones, lituanos
y prutenos) de los que no se conoce el endoetnónimo general (si
lo tenían), y que se asientan en época histórica en
la orilla sud-oriental del mar Báltico. Las lenguas letona, lituana
y prutena presentan dentro del tronco indoeuropeo unos caracteres muy arcaizantes,
lo que ha llevado a ciertos investigadores a plantear que pudieran ser
los protobaltos uno de los núcleos de indoeuropeización del
continente europeo. Todo parece indicar que se localizaban en la zona nororiental
del mar Báltico ya desde el segundo milenio a.e. y que en la época
más antigua controlaron un territorio mucho mayor.
Los pueblos baltos no escribieron hasta que se cristianizaron,
no tuvieron contactos con griegos o romanos (por lo que no sabemos ni siquiera
si podemos identificarlos con los aestii de los que habla Tácito
—Germania XLV,2—) y por tanto las fuentes de que disponemos para su estudio
son muy limitadas y problemáticas. Corresponden, además,
a un momento de destrucción cultural liderado por la elite cristiana,
detentadora de la cultura y la escritura y que transmite datos del paganismo
balto tamizados por la crítica y la actitud militante. Por suerte
se cuenta también con un material documental muy abundante generado
por los propios baltos y que son las dainas (letón) o dainos (lituano).
Cantos populares de una riqueza asombrosa (hay 60.000 poemas sin contar
variantes) transmitidos por vía oral y formados por unidades de
cuatro versos, que si bien tuvieron su momento de esplendor compositivo
en los siglos XVI-XVII, transmiten una visión del mundo, que a pesar
de una indudable cristianización en algunos aspectos, entronca en
modos de pensamiento y mentalidades de notable arcaísmo.
Destacan en la teología balta los Dioses celestes. Dievas (en
lituano, Dievs en letón, Deivas en pruteno) es un claro ejemplo
de la divinidad celeste de los indoeuropeos (*dyeu—), aparece en el folklore
letón como un propietario rural acomodado cuya granja cultiva con
la ayuda de sus hijos y que se sitúa en la montaña celeste.
Baja a la tierra en ocasiones especiales favoreciendo a los campesinos.
No es un deus otiosus, pero tampoco es un Dios supremo ni soberano y es
posible que la imagen antropomorfizada que refleja el folklore sea un desarrollo
reciente (el campesino imagina al Dios como un alter ego). En su reino
celeste tiene como vecina a Saule, la Diosa del sol que viaja en carro,
ayuda al granjero bendiciendo los campos espigados y está casada
con Meness (en letón, Menulis en lituano, teónimos formados
con la raíz indoeuropea *me- que sirve para establecer en muchas
lenguas la medida del tiempo —que sigue el sistema de lunaciones—), Dios
de la luna, que presenta caracteres guerreros. Saule tiene un árbol
dorado y plateado que cumplía funciones de axis mundi (eje central
del mundo) y en su honor se realizaba una fiesta importante en el solsticio
de verano.
Otro Dios celeste es Perkons (en letón, Perkunas en lituano),
Dios del trueno, del roble, de la lluvia; se le hacían sacrificios
durante las tormentas, se le dedicaban fiestas tras la cosecha y se le
imploraba la lluvia durante la sequía en un rito de características
orgiásticas.
Ausrine (Auseklis) es la Diosa de la aurora (o la estrella matutina)
y de la belleza, está relacionada en una serie de mitos con el ganado
vacuno, y se la imagina como la yegua de los mares y la dadora de la soberanía
(estaríamos ante un complejo mítico —y quizá originalmente
ritual— de acceso al poder, parecido al que existe en otros pueblos indoeuropeos
y especialmente en los célticos).
Todas las divinidades celestes que acabamos de repasar, presentan
añadidas atribuciones diversas que por una parte complejizan sus
funciones y por otra las indeterminan ilustrando una polivalencia que parece
antigua. Todas tienen en alguna medida relación con el ciclo agrícola
que depende para su buen funcionamiento de la armónica conjunción
del cielo y la tierra. Al bajar a la tierra y ayudar al campesino demuestran
que los estratos cósmicos no son independientes. Otro tanto ocurre
con la Diosa de la tierra, en letón Zemes (también llamada
Zemes mate = madre tierra) y en lituano Zemyna. Promovía la fecundidad,
se le agradecían los nacimientos y las cosechas por medio de ofrendas
y ritos de propiciación y acción de gracias, pero también
se la relacionaba con la muerte (en los límites de los campos labrados
se enterraba a los difuntos). Esta coincidencia de opuestos ejemplifica
el arcaísmo de la figura divina y la indeterminación entre
los baltos de los límites entre el reino de los vivos y el más
allá.
El bosque es el ámbito religioso privilegiado entre los
baltos y se consideraba sagrado e inviolable. Los grandes árboles
eran tenidos por sede de divinidades (en los robles probablemente habitaba
Perkons). En los bosques habita el Dios Puskaitis, protector de los agricultores,
señor de unos duendes subterráneos denominados bartsukai,
que cuidan del bosque y que pueden ser en algunos casos domesticados (y
se convierten en genios benéficos para la familia que los alberga).
El mundo imaginario y los tabús tienen la finalidad de preservar
el bosque de la acción antrópica y cumplen entre los baltos
unas funciones medioambientales y sociales fundamentales (preservar el
límite entre comunidades para evitar el enfrentamiento).
Otra Diosa de lo natural es Austeja, señora de las abejas,
que aparece como protectora de la familia y sobre todo de las mujeres con
hijos que se asimilan simbólicamente a abejas. Las virtudes de la
abeja se deseaban en la mujer cuyo poder de decisión en los asuntos
de la economía familiar eran enormes y cuyo papel en la sociedad
hacía que en la legislación del siglo XVI su valor (a efectos
de rescate) fuese mayor que el del hombre.
Una característica de la religión letona es la
proliferación de Diosas madres de cometidos tanto diversos como
específicos. Meza mate y Krumu mate presiden el bosque, Lauku mate,
los campos, Veja mate, el viento (con un nombre de raigambre indoeuropea
arcaica relacionable con el Vayu védico. Los lituanos, por su parte
tienen Dioses masculinos en cometidos semejantes (Vejopatis o Leukpatis).
Las Diosas madres letonas cumplen en cierto modo el cometido de simplificar
la lista de teónimos al permitir la formación de una divinidad
de cometido particular por medio de la referencia al ámbito seguida
de la caracterización como madre.
También resulta destacable la importancia que poseen las
divinidades del destino. Laima, la Diosa arquitecta del destino del hombre
tiene un papel fundamental en las dainas. Aparece como una bella mujer
rubia, ataviada como una campesina acomodada en traje de fiesta o como
una pobre anciana; esta antropomorfización podría conducir
a pensar que se trata de un desarrollo reciente. Pero los ámbitos
sobre los que desarrolla su cometido; el nacimiento, el matrimonio y la
muerte resultan ser los tres ritos de paso fundamentales, lo que parece
asegurar el arcaísmo de la figura. Predice el futuro, marca el destino
de los hombres, pero también la fertilidad de la naturaleza, simboliza
a la perfección la obsesión de los baltos por conocer el
futuro que testifican las fuentes literarias y que les llevaba a dar gran
importancia a los primeros presagios. Se acompaña de Dalia, Diosa
de la redistribución, dadora a cada cual de la parte (dalis) que
le corresponde.
Sobre los muertos (veles) rige Velnias, que tras la cristianización
fué asimilado al diablo. Presidía las fiestas en honor a
los difuntos, que se estimaba que volvían una vez al año
al reino de los vivos (creencia arcaica con paralelos en muchos otros pueblos
indoeuropeos). Una variante femenina es Giltine, dadora directa de la muerte,
el destino personificado en su momento definitivo del que no hay modo de
escapar.
Buena parte de las dainas cantan los cambios que se producen en la vida
de los hombres con el paso de una a otra de las etapas de la misma. Corresponde
a una mentalidad en la que el rol social está determinado por la
edad y en la que los momentos de transición presentan una potencia
ritual muy destacable.
El rito de paso del nacimiento estaba presidido por Laima, que
es la que resuelve la incertidumbre del parto (dando la muerte o permitiendo
vivir a madre e hijo) y determina el destino del recién nacido (esta
creencia refleja evidentemente la adscripción de su estatus grupal
estimado, es decir la posición dentro del grupo familiar y las futuras
estrategias económicas y matrimoniales en las que se inserta el
nuevo miembro). Laima imaginariamente está presente en la fiesta
cultual (pirtizas) tras el nacimiento, una de cuyas fases era un banquete
en el que sólamente tomaban parte las mujeres casadas.
El matrimonio y la maternidad resultan los hitos que separan
los tres estados posibles en la vida de la mujer. Antes de la boda es una
mergaité, tras la maternidad una moteris, y entre ambos momentos
vive en un estado liminar e indeterminado (y peligroso) que es el de marti,
en el que progresivamente la sexualidad desenfrenada perimatrimonial se
domestica por medio de la procreación a la par que la esposa, en
tanto que generadora de prole, es aceptada plenamente por la familia del
marido.
Las iniciaciones masculinas resultan mucho más complejas
de discernir y parecen, por lo menos, tener dos ámbitos diversos
de desarrollo. El primero es la denominada «amistad por las abejas»
(biciulyste), que unía a los apicultores (que solían ser
los hijos segundos, a los que se negaba el acceso a la propiedad de la
tierra familiar) y que conformaba una red de intereses (y prácticas
comunes, con gran carga ritual presididas por Austeja) más allá
del grupo local, regida por la igualdad. El segundo es la «amistad
por la tierra» (bandziulyste) bajo la protección de Zemes
y que unía en grupos de edad a miembros del mismo pueblo. Se organizaban
de un modo jerárquico, dirimiendose la prevalencia según
la mayor destreza en la consecución de ciertas pruebas (una de ellas
parecida a una corrida de toros, prueba iniciática típica).
Una de las ocupaciones de estos grupos eran los enfrentamientos rituales
con los jóvenes de los pueblos vecinos.
El rito de paso final presenta entre los baltos diferencias que
pueden deberse a la estratificación social y al cambio por el contacto.
Entre los campesinos el muerto se enterraba en el límite entre la
tierra cultivada y el bosque, desde esta posición topográfica
liminar era susceptible de proteger a la familia a la par que entroncaba
la tierra sacralizada Zemes con Velnias, el señor del más
allá. El rito de paso resulta por tanto un proceso que vincula imaginariamente
todos los ámbitos de la vida del campesino y que culmina con la
conversión del difunto en un ser benéfico para el grupo,
compactando vida y muerte en un mismo ciclo. Esta postura favorable hacia
el difunto se matiza cuando se trata de muertos antes de tiempo (nelaikis
o bedalis —que no han cumplido su parte—), se creía que vagaban
pudiendo llegar a ser peligrosos. Los difuntos forman parte en cierto modo
de la comunidad de los vivos y se les convoca durante algunas fiestas para
que compartan el baño y la comida (por ejemplo durante las Ilges,
fiestas de otoño, en las que un día, las veliai, se dedicaba
a los muertos). Se testifican por tanto dos tipos de culto al muerto dependiendo
del momento en que éste se produzca, en el rito funerario el difunto
aún se presenta individualizado mientras que en el rito festivo
se le estima incluido en un grupo de individualidades indeterminadas.
Un rito de enterramiento mucho más elaborado, que corresponde
a un grupo social diferente, lo testifican diversas fuentes. En el tratado
de 1249 entre los prutenos y la Orden Teutónica quedaba especialmente
prohibido enterrar a los muertos «con caballos y hombres, armas,
vestidos u objetos preciosos» y consultar a los sacerdotes llamados
tulissones o ligaschones que decían ver al difunto elevarse por
los cielos a caballo, completamente armado dirigiéndose al más
allá. Parece tratarse de prescripciones para impedir la heroización
ecuestre de los nobles, base de su preeminencia en el sistema social pruteno
pagano. Entre los letones los guerreros muertos en combate se quemaban
con sus armas y caballos e incluso sus mujeres se daban muerte en algún
caso para así acompañarles en el más allá.
Los sacrificios funerarios y el ajuar servían tanto para asegurar
imaginariamente en el más allá la comodidad como para establecer
por medio de un rito diverso la diferenciación social cada vez más
pronunciada en el mundo del feudalismo balto (aunque quizá se trate
de un fenómeno anterior). El gran duque Gediminas (primera mitad
del siglo XIV) ilustra el siguiente paso al instituir un sacerdocio y un
culto dinástico, dedicado a los soberanos muertos; de este modo
el monarca y su dinastía se individualizaban en el más allá
accediendo a un estatus casi divino. La estratificación del más
allá y la tendencia a la individualización (los nobles y
los monarcas no disuelven su esencia —y estatus— mientras que los difuntos
comunes resultan indeterminados) pudieran ser recientes entre los baltos
aunque recuerdan una mentalidad que entre los griegos tiene su reflejo
en los poemas homéricos. El arcaísmo de los recursos ideológicos
baltos aboga por matizar la visión que se tiene de la religión
funeraria de la época más antigua, quizá la diferenciación
de estatus no resulte tan reciente como se piensa y la diversidad del ritual
funerario sea muy antigua.
El oficiante en la religión familiar es el cabeza de familia.
Es el que entretiene el culto doméstico simbolizado en la serpiente
a la que mantiene por medio de ofrendas de alimentos. Es también
el que organiza el ciclo del trabajo, pautado por ritos de comienzo y final
de tarea. Cumple por tanto las funciones sacerdotales básicas. En
los ritos fúnebres vimos el papel que cumplían los tulissones
o ligaschones, sacerdotes visionarios. En los relatos de la fundación
de Vilnius por Gediminas se narra que instituyó un nuevo sacerdocio
para el culto dinástico además de los que ya existían
y otras fuentes insisten en la proliferación de adivinos. Todos
estos datos dibujan un sistema sacerdotal de una cierta complejidad en
el que no desentona la información de Pedro de Dusburg (primera
mitad del siglo XIV) según la cual existía entre los prutenos
un sacerdote supremo («que gobernaba como papa») denominado
Criwe, que mantenía un enorme fuego sagrado y al que consultaban
los notables y el pueblo.
El éxtasis era uno de los medios de la acción de
los sacerdotes, que alcanzaban por la ingestión de cerveza y la
ejecución de danzas extenuantes; si añadimos a este dato
las visiones de los tulissones y la licantropía y los combates en
estado de trance entre hechiceros y buenos magos testificados por algunas
fuentes hemos de reconocer que nos hallamos ante modos de actuación
de tipo para-chamánico. El contacto con pueblos fino-ugrios que
debe datar de mediados del primer milenio a.e. pudo influir en la tendencia
extática de los sacerdotes baltos.
El espacio primordial del culto entre los baltos es el bosque,
que es la morada de los Dioses. La fuerza numínica se concentra
en árboles especialmente imponentes en torno a los que se desarrollaba
el culto. Tal es el caso del santuario de Romow donde cumplía su
cometido el «papa» Criwe y que consistía en un enorme
roble. En la religión doméstica había dos lugares
principales de culto. Por una parte estaba el rincón sagrado donde
moraba la serpiente y por otro la sauna o sala de baño. En la sauna
se desarrollaban los ritos fundamentales como las fiestas, el parto, la
boda y el lavado del cadáver; en el nivel divino los Dioses granjeros
de las dainas desarrollan sus deliberaciones en la sauna que se prepara
según un ritual determinado. Las necesidades religiosas de la nobleza
y sobre todo de los monarcas tendieron a crear espacios de culto nuevos
(por ejemplo en las ciudades) mientras que el contacto con los eslavos
(y los germanos-escandinavos) pudo potenciar la arquitectura sagrada en
madera de la que la arqueología ofrece ejemplos (templos circulares
con estatuas en el centro).
Gracias a las dainas conocemos con cierto detalle el ritual y
las fiestas campesinas. Las más importantes se producían
en los solsticios y tenían como finalidad delimitar el año.
En la fiesta solsticial de verano se realizaban prácticas de inducción
extática por la ingestión de cerveza, el baile y la promiscuidad.
Se trata de ritos de propiciación de la fecundidad por medio de
orgías rituales. En invierno se desarrollaba la fiesta de año
nuevo, las krikstai una de cuyas fases eran las kirmiai, o día de
las serpientes, en el que se llevaba a cabo una ceremonia presagial: las
características del año que empezaba dependía de la
aceptación por parte de las serpientes de las ofrendas que se les
presentaban. La fiesta terminaba con un banquete. El sacrificio cruento
se inscribía entre los baltos en el ritual festivo, y la carne era
luego consumida comunitariamente. El banquete servía, por tanto,
para cohesionar el grupo por medio de la socialización y el reparto
resultando la parte del animal que correspondía a los Dioses la
que no es comestible.
La impresión general que ofrece la religión de los baltos
es que estamos ante un sistema extremadamente arcaico que conservó
teónimos, mitos y ritos que entroncan con las más antiguas
especulaciones indoeuropeas de las que haya constancia. La posición
geográfica marginal de los baltos y el difícil ecosistema
en el que estaban instalados pudo determinar la instauración de
una mentalidad conservadora y resistente. El modo de reproducción,
adaptado al medio, parece haberse basado en la limitación del tamaño
de las familias para no dividir las explotaciones agrícolas, lo
que llevó al surgimiento de apicultores marginales (segundones excluidos
del acceso a la riqueza de la tierra) o a testificaciones de poliandría
(por ejemplo en el episodio mitológico de la búsqueda de
la hija de Saule por los hijos de Dievs). Parece que los baltos se dotaron
de un sistema poco expansivo, que les marginó de los cambios que
se produjeron en otras zonas y determinó la preeminencia que se
detecta en muchos momentos del ámbito productivo frente a los ámbitos
soberano y guerrero. Pero esta visión ha de ser matizada para tener
en cuenta el fenómeno de la complejización social y del cambio
que testifican algunas fuentes. La presión eslava y germana, el
contacto con pueblos fino-ugrios, la influencia comercial de escandinavos
en el intento de establecer la ruta a Bizancio, la muy antigua ruta del
ámbar, llevaron a modificaciones en el sistema social que repercutieron
en el religioso desde épocas difíciles de especificar. La
feudalización y luego monarquización ahondaron este proceso
de cambio que culmina con testimonios de que las grandes familias nobles
tenían Dioses particulares y que Gediminas instauró un culto
dinástico.
La cristianización descabezó el sistema religioso.
La elite cambió de religión, los sacerdotes paganos principales
desaparecieron y solamente se mantuvieron en los modos religiosos tradicionales
los campesinos sobre los que lentamente se realizó una labor de
conversión que, sin llevar a la total desaparición del paganismo,
lo desestructuró completamente. Así la visión que
tenemos de la religión de los baltos, muy dependiente de las dainas
testifica una teología que hace de los Dioses reflejos de los campesinos,
y en la que la tercera función parece hegemónica.
Resulta muy difícil determinar si esta situación
es reciente o si, por el contrario, refleja una vuelta al modo religioso
prefeudal. De igual manera que resulta muy difícil delimitar el
momento en el que la complejización social determinó el surgimiento
de cultos específicos de elite. Pero a pesar de las indeterminaciones,
la religión de los baltos resulta un capítulo fascinante
y abierto en el dossier religioso de los pueblos indoeuropeos.
4) LA RELIGIÓN DE LOS CELTAS
El término celta resulta difícil de definir si se quieren
aunar los testimonios literarios (de autores antiguos —los primeros son
Hecateo en el siglo VI a.e. y Heródoto el siglo siguiente— que los
denominan keltoí o celti) y los testimonios de la cultura material.
Los criterios definitorios basados en la cultura material que empleen como
modelo el desarrollo centroeuropeo (la cultura de La Tène, fechada
de comienzos del siglo V al siglo I a.e.) fracasan al analizar grupos indudablemente
célticos como los celtíberos de la Meseta ibérica
o bastante celtizados como los galaico-lusitanos, insertos en un entorno
medioambiental y social que no permitió el desarrollo de las instituciones
complejas que se constatan en otras zonas (elites principescas, grupos
sacerdotales poderosos) y que generaron una cultura material caracterizada.
Empleando un criterio no restrictivo se pueden incluir como celtas a una
serie de grupos no homogéneos de pueblos de la familia indoeuropea
que se asentaron en el Occidente europeo. Tuvieron tendencias fuertemente
expansivas (que quedan reflejadas dramáticamente en las fuentes
antiguas en los asaltos a Roma en 387 a.e. y a Delfos en 279 a.e.) que
les llevaron desde la Península Ibérica (en su parte central
y occidental) y las Islas Británicas a Anatolia (Galacia), pasando
por las Galias, el valle del Po (en Italia), los Alpes y toda la zona danubiana.
Los celtas continentales cayeron bajo el control romano de modo progresivo
(desde el siglo III a.e. hasta el 52 a.e. —fecha del control de César
sobre las Galias—). Los celtas insulares siguieron en Irlanda y Escocia
manteniendo una cultura independiente a pesar del control romano de la
mayor parte de Gran Bretaña.
El mundo celta ofrece dos tipos de documentación para
su estudio que corresponden a dos momentos diferentes de su desarrollo.
Los celtas paganos de la época antigua no generaron una literatura
endógena mientras que para los celtas insulares medievales se cuenta
con una rica documentación escrita, que transmite un elenco de datos
mitológicos y de índole religiosa, pero que desgraciadamente
está fechada en una época en la que el paganismo había
desaparecido.
Para los celtas antiguos solamente disponemos de testimonios
exógenos (autores griegos y especialmente latinos que esciben sobre
una realidad que interpretan con su particular y etnocéntrica cosmovisión)
y de datos arqueológicos y epigráficos. Solamente podemos
deplorar la pérdida de un elenco de relatos religiosos que serían
la clave fundamental para la interpretación de los restos materiales
y testimonios extracélticos y de los que habla César refiriéndose
a las escuelas druídicas:
Se cuenta que aprenden allí, de memoria, un gran número de versos, algunos permanecen hasta veinte años estudiando. Opinan que la religión impide confiar ese saber a la escritura, mientras que para el resto de los asuntos, cuentas públicas y privadas, usan el alfabeto griego. Me parece que establecieron este uso por dos razones, porque no quieren que sus doctrinas se divulguen entre el pueblo y que los que aprenden, confiándose a la escritura, descuiden la memoria (César, Guerra de las Galias 6,14)
Tanto las fuentes greco-latinas como la epigrafía (testimonios
escritos de culto realizados sobre piedra o cualquier otro material sólido)
testifican una época de destrucción cultural clara. El personaje
que elige ofrecer un epígrafe a un Dios de nombre celta ya ha optado
por un instrumento de transmisión de información extranjero
(usa una piedra escrita en latín) y por tanto se encuentra en la
vía de la aculturación. Con anterioridad se ofrecían
estatuas en madera o armas y se plasmaban relatos teológicos o mitológicos
en objetos, algunos de gran calidad artística, como el caldero de
Gundestrup (Dinamarca) o la(s) diadema(s) de Mone(s) (Asturias —ilustración
48), cuyo significado cultual, por desgracia aún se nos escapa.
La utilización de criterios excesivamente rígidos,
por otra parte, puede llevar a marginar una serie de datos que provienen
de ámbitos particulares como el de la Península Ibérica
(o incluso el de las Islas Británicas) en los que la celticidad
se manifiesta en algunos aspectos de un modo comparable a lo que conocemos
en la Galia y el centro de Europa pero en otros casos de un modo diverso.
De entre los muy numerosos teónimos indígenas que testifica
la epigrafía hispana algunos tienen paralelos entre los celtas centroeuropeos
e insulares, pero otros, aún con una fuerte implantación,
solamente se testifican en el territorio peninsular. Un ejemplo lo ofrece
el Dios-Diosa Bandua, al que se han adjudicado cometidos desde salutíferos
en relación al agua a militares o tutelares. Relacionable por la
etimología con la Diosa tracia Bendis (cuya posición funcional
ya revisamos —§ 4.2.3—) sería una Diosa de los lazos que unen
al grupo, simbolizaría la cohesión grupal (que, por ejemplo,
entre los romanos corresponde a Quirino) e intergrupal (en la época
en que la presión romana obliga a los indígenas a estrechar
los lazos suprafamiliares) que se refleja, por ejemplo en la iconografía
de la pátera de la colección Calzadilla de Badajoz (ilustración
49) en la que aparece caracterizada como una Diosa Tyché (protectora
y símbolo de una agrupación cívica). Su relación
con las aguas pudo provenir de que los manantiales (particularmente los
termales) eran lugares de consenso bajo la protección del Dios que
los habitaba, en los que las reuniones intergrupales podían desarrollarse
de modo pactado y pacífico. El Bandua hispano cumpliría,
por tanto, un cometido interfuncional (con especial incidencia en la tercera
función pero también en el aspecto mitraico de la primera
—mejor que en el varuniano—) como Dios autoidentificador del grupo; un
campo significativo que entre los celtas galos tutela el Dios Teutates.
Sin abandonar la zona galaico-lusitana ni las fuentes termales tenemos
testificaciones de un Dios Bormanico, en este caso perfectamente relacionable
con Dioses termales del territorio céltico galo como son Bormo-Borvo-Bormano
o de una Diosa Coventina, testificada también el Britania y Galicia
en idénticos contextos y cometidos semejantes. El problema de la
celticidad del territorio galaico-lusitano (lo mismo que el de otras zonas
marginales al desarrollo celta centroeuropeo) se presenta por tanto como
un tema abierto desde la óptica de la documentación religiosa.
Si dejamos establecido que el mundo céltico no tuvo unidad (incluye
ecosistemas muy diversos), interactuó con sus diversos vecinos,
y evolucionó tanto local como temporalmente, y que en ciertas zonas
no contó con un grupo sacerdotal que cohesionase las creencias (como
parece que ocurrió en la Península Ibérica) podremos
analizar testimonios diversos sin la necesidad de confeccionar categorías
taxonómicas particulares (como la de indoeuropeos preceltas para
los lusitano-galaicos).
La otra documentación con la que se cuenta, la céltica
insular de época medieval, presenta problemas de índole semejante.
Son relatos mitológicos pero escritos por letrados cristianos en
una época en la que ya no son más que antiguas leyendas (sin
conexión con ritos o prácticas cultuales). La destrucción
cultural ha sido completa, se rompió incluso el tabú de la
utilización de la escritura para transmitir ese tipo de saber (por
suerte para nosotros); ni la elite dirigente (política y sacerdotal)
ni la sociedad se regía ya por los modos de actuación de
la época en la que esos relatos servían de explicación
del mundo. De ahí que optemos por tratar la religión de los
celtas antiguos y el material mítico literario medieval de modo
separado, no porque no puedan complementarse a la hora de realizar una
comparación (método que siguen fructíferamente muchos
celtistas y que se empleará puntualmente), sino porque resultan
tan dispares en las informaciones que portan que resulta más comprensible
repasarlos de modo independiente.
Salvo en la Península Ibérica en la que los datos disponibles
parecen indicar la inexistencia de una jerarquía sacerdotal estructurada
y poderosa, en el resto del mundo céltico (insular y continental)
ésta se testifica y conocemos el apelativo que se les daba: druidas.
Al encabezar generalmente la resistencia contra los romanos (aunque destaca,
por ejemplo, la excepción de Diviciacus, aliado de César)
la institución fue objetivo prioritario de las miras aculturadoras
romanas, tanto de modo directo, al ser puestos fuera de la ley por el emperador
Claudio (reinó desde el 41 al 54), como indirecto. Por ejemplo el
emperador Augusto (reinó desde el 31 a.e. al 14) organizó
un culto a Mercurio Augusto (divinidad imperial que implicaba el acatamiento
a Roma y su dinasta) que se reunía el 1 de Agosto (era el concilium
Galliarum de Lugdunum —«la ciudad de Lug»—) en coincidencia
con la fiesta mayor de Lug (nombrada en los textos insulares Lughnasad
y que se relacionaba con la soberanía); de este modo Augusto asumía
los atributos del rey y del sacerdote y a la vez impedía a los galos
más romanizados (la elite galo-romana) participar en la fiesta indígena
que quedaba así descabezada.
Los poderes druídicos quedan expuestos de modo sintético
por César:
En toda la Galia hay dos clases de hombres que cuentan y reciben honores, ya que el pueblo a penas se distingue de los esclavos, nada emprende por sí mismo y para nada es consultado ... De estas dos clases una es la de los druidas y la otra la de los caballeros. Los primeros velan por los asuntos divinos, se ocupan de los sacrificios públicos y privados y regulan todo lo referente a la religión. Una multitud de jóvenes vienen a instruirse con ellos y gozan de un gran prestigio. Los druidas se encargan de solucionar todos los litigios, ya sean públicos o privados ... y si un particular o un pueblo se niegan a aceptar sus decisiones, les prohiben participar en los sacrificios, son tenidos por impíos y criminales y todo el mundo se aleja de ellos y escapa a su contacto por miedo al contagio ... Sobre todos los druidas impera uno que ejerce la autoridad suprema. Tras su muerte si hay un candidato que supera a los demás en dignidad pasa a ser su sucesor, si hay varios en igualdad de condiciones se disputan la primacía por medio del sufragio entre el resto de los druidas o en algunos casos por las armas. En cierta época del año se reunen en un lugar sagrado del país de los Carnutos que es tenido por centro de toda la Galia. Allí acuden de todas partes a pleitear y se someten a sus consejos y juicios. Su doctrina fue elaborada en primer lugar en Britania y de ahí importada a la Galia e incluso hoy en día la mayoría de los que quieren profundizar en esa doctrina se trasladan allí para aprenderla. Los druidas acostumbran a no ir a la guerra y a no pagar impuestos a diferencia del resto de los galos. Tienen dispensa en el cumplimiento del servicio militar y están liberados de cualquier tipo de obligación. Atraídos por tan grandes ventajas muchos acuden por su propia voluntad a confiarse a sus enseñanzas y otros son enviados por padres o parientes ... (sigue la parte en que explica que tienen leyendas pero no las escriben). En lo que insisten especialmente es en que las almas no perecen, sino que pasan tras la muerte de un cuerpo a otro y esto les parece especialmente eficaz como medio de excitar la valentía al suprimir el miedo a la muerte. Discuten también con fruición de los astros y sus movimientos, del tamaño del universo y la tierra, de la naturaleza de las cosas y del poder y cualidad de los Dioses inmortales y transmiten estas especulaciones a la juventud (César, Guerra de las Galias 6, 13-14)
En los textos medievales aparecen como consejeros de los reyes y profetas, y en el mundo antiguo adivinaban el futuro (en algunos casos por medio de sacrificios humanos) y controlaban el calendario, del que poseemos un ejemplo epigráfico de primer orden encontrado en Coligny (Ain, Francia). La posición principal en la toma de decisiones (y no solamente de índole religiosa) que ilustra el caso galo les corresponde, en el análisis dumeziliano, como detentadores de la función soberana. No parecen formar un grupo endógeno, sino que se llega a druida por medio del aprendizaje. Los druidas no participan en los combates entre los galos, y la guerra está en manos de los caballeros, de entre los que parece extraerse el rix (el rey galo). Pero esta visión de la sociedad celta, centrada en el caso galo ha de matizarse para zonas en las que se optó por sistemas sociales basados en equilibrios diferentes (entre guerreros, sacerdotes y reyes) y en las que el fenómeno del druidismo o no se manifestó o si lo hizo fue de un modo menos exhuberante. Los druidas, quizá por lo mucho que se desconoce de sus verdaderas características, han fascinado desde el mundo antiguo. La descripción de César los presenta en muchos aspectos al modo de filósofos platónicos, unos sabios bárbaros admirables y por tanto trofeos de victoria extraordinarios, que aumentan el valor del general que fue capaz de someterlos (no olvidemos el valor propagandístico que tenían los escritos de César en su lucha por el poder en Roma). El saber secreto druídico ha encandilado a generaciones de entusiastas de lo oculto y lo diferente y todavía hoy, en el seno del movimiento neopagano, son el neodruidismo, junto al odinismo (que busca reconstituir el paganismo nórdico) y la neobrujería (wicca) los que presentan un arraigo y una fuerza mayores. Los grupos de revitalización de las prácticas religiosas celtas son numerosos y antiguos (hunden sus raíces en la época romántica) y destacan por su actividad y seguidores OBOD (The Order of Bards, Ovates and Druids), fundada en 1964 y ADF (A Druid Fellowship), fundada en 1983.
En lo que respecta a la teología poseemos tres tipos de testimonios (si exceptuamos la iconografía), los que ofrecen los escritores greco-romanos, los que ilustra la epigrafía y los que se extraen de las narraciones mitológicas medievales. De nuevo nuestra fuente principal es César, aunque, desgraciadamente realiza una interpretatio de los Dioses celtas, romanizando sus nombres (y no sabemos hasta qué punto también sus funciones); su testimonio es clarificador:
El Dios al que veneran de modo más notorio es Mercurio. Sus estatuas son muy numerosas. Le estiman inventor de todas las artes, guía de los caminos y viajeros, dador de ganancias monetarias y favorecedor del comercio. Después adoran a Apolo, a Marte, a Júpiter y a Minerva y tienen de estos Dioses una idea semejante a la de las demás naciones. Apolo cura las enfermedades, Minerva es maestra de las artes y la industria, Júpiter ejerce su dominio sobre el cielo y Marte preside las guerras (César, Guerra de las Galias 6,17)
Un paso ulterior en la identificación lo ofrece Lucano
(Farsalia I, 444) al ofrecer los nombres célticos de tres de estos
Dioses, Esus, Taranis y Teutates. Un primer escollo en el consenso sobre
la teología céltica proviene de la diversidad de equivalencias
que se han dado a estos Dioses galos (ya incluso en el mundo antiguo por
parte de comentadores de estos pasajes), hay que añadir, además
las diversas equivalencias propuestas con personajes que se estiman de
estatus divino y que aparecen en las epopeyas de los celtas insulares.
Por su parte la epigrafía de época romana muestra
un abigarrado universo en el que se testifican casi medio millar de teónimos
indígenas diferentes en toda la zona celtizada, algunos de los cuales
estan formados por un elemento romano y otro celta (por ejemplo Apolo Grannus,
Apolo Belenus, Jupiter Taranis, Mars Loucetius, Mars Smertrius, Hercules
Magusanus o Sulis Minerva, el caso más excepcional lo ofrece una
inscripción de Flavia Solba, en el Noricum, en la que se invoca
a Mars Latobius Marmogius Toutatis Sinatis Mogetius). Se ha pensado
que en muchos casos tal profusión de nombres escondería epítetos
e invocaciones locales, ya que los cultos a fuentes, árboles, montes,
ríos y otros lugares destacables del paisaje, en los que se creía
que radicaban seres sobrenaturales están bien testificados. Estas
divinidades concretas (atadas a un lugar o una función y muy en
particular al agua, elemento polisémico entre los celtas), y tan
numerosas, quizá evidenciarían un fenómeno de desestructuración
de un panteón coherente provocado por el impacto romano (no hay
que olvidar que grabar un epígrafe es un medio romano de realizar
un acto de culto). Pero esta teoría no deja de tener sus puntos
débiles y es posible que ya de antiguo existiese una diversidad
teológica sustentada en causas variadas (sociológicas o geográficas,
por ejemplo) sobre la que los druidas y sacerdotes actuasen intentando
imponer un sistema estructurado. Hay que tener también en cuenta
que algunas divinidades tienen un ámbito de manifestación
pancéltico (y se testifican tanto en la época antigua como
en la medieval y en muy diversas localizaciones), lo que permite defender
que tras las diferencias locales y cronológicas destaca una identidad
céltica subyacente, que no diluye ni el contacto con otros pueblos
ni el cambio. Todo ello redunda en que cualquier síntesis sobre
la teología céltica tenga un grado de indeterminación
mayor que para el caso de otros pueblos vecinos, como germanos o romanos.
El dios pancéltico más destacado es Lug, conocido por
topónimos antiguos pero también por inscripciones, como la
de Peñalba de Villastar (Teruel, España —ilustración
50- quizá una testificación de la gran festividad del Dios),
aparece en las epopeyas irlandesa (nombrado Lugh) y galesa (nombrado Lleu)
como señor de la luz y de la magia, guerrero y politécnico
(maestro en todas las artes), al que estaba dedicada la fiesta principal
céltica de Lughnasad (fechada el 1º de agosto). Se corresponde
con seguridad con el Mercurio de la interpretatio romana y aparece en una
posición en el panteón o de divinidad soberana (al estilo
del Odín germano, también interpretado como Mercurio por
las fuentes romanas) o de divinidad multifuncional (tal es el carácter
que parece tener entre los celtas insulares).
El dios al que César se refiere como Apolo, eminentemente terapéutico,
aparece en la epigrafía invocado con diversos nombres indígenas
entre los que destacan Belenus, Borvo o Grannus, que parecen servir para
destacar cualidades del dios aunque no se puede descartar que fueran en
origen teónimos independientes. Belenus, parece querer decir el
brillante y se relaciona con beltain, la fiesta del 1º de mayo que
marcaba entre los celtas insulares la parte clara del año; Borvo
parece querer decir el que borbotea (se aplica al dios que da vida al agua
termal y a los ritos que en torno a las aguas termales se llevaban a cabo)
y Grannus se relaciona con lo solar. Este aspecto curativo lo desempeña
en las fuentes irlandesas Dian Cécht, que se ha querido hacer equivalente
al Apolo galo. Pero quizá la equivalencia romana que potencia lo
terapeutico y lo solar no tenga en cuenta otras posibles funciones del
dios, sobre todo si entraba a formar parte de panteones (en los que las
diversidades locales pudieron ser notables).
El Marte cesariano parece corresponderse con un buen número
de teónimos y epítetos indígenas; el más característico
es Teutates (señor de la tribu: teuta, tuath en irlandés)
que junto a otros que indican el señorío sobre agrupaciones
humanas (Caturix, Albiorix) parecen confirmar que este dios de la guerra
es a la par el protector de los hombres libres cuya autonomía proviene
de su poder bélico. No sabemos si como resultado de la influencia
romana o si originado ya de antaño, el Marte celta aparece también
en contextos salutíferos (invocado como Smertrius o Lenus) e incluso
con caracteres soberanos (Rigisamus, Rigonemetis, Camulus) conformando
una figura divina cuya plurifuncionalidad, al estilo de la que hemos visto
para Lug, parece característica del pensar teológico celta.
El Júpiter cesariano se relaciona gracias a la epigrafía
con el Taranis que testificaba Lucano (a pesar de que en algunos comentarios
del pasaje se dice que es Mercurio y otros que Marte), es el dios del trueno
y del cielo y no parece desarrollar características soberanas comparables,
por ejemplo, a las de Lug o la del propio Júpiter romano. César
testifica también otros Dioses galos, el primero, tenido por ancestro
mítico lo nombra a la romana como Dispater (divinidad que en Roma
tenía caracteres inframundanos), el otro es un Dios sin nombre,
patrono de los druidas.
La única divinidad femenina de la lista de César es Minerva
que aparece también con caracteres salutíferos, lo que queda
patente en su relación, por ejemplo, con la diosa Sulis presidenta
del manantial termal de Aquae Sulis (Bath, Gran Bretaña), con la
que sincretizó.
La iconografía y la epigrafía nos ofrecen un elenco de
divinidades femeninas que desborda el esquema que proponía César,
entre las que destaca la pancéltica Epona, diosa equina, pero quizá
también divinidad soberana o dadora de la soberanía (en un
papel que en la epopeya insular cumple Rhiannon) o las denominadas matres
en la terminología latina, diosas triples (como las también
pancélticas Suleviae) que no pueden reducirse a una unidad y que
cumplen un rol protector, potenciador de la fertilidad y la riqueza; ilustran
la tendencia celta a los colectivos sobrenaturales y muy especialmente
al triplismo (divinidades triples o trimorfas), que parece indicar la dificultad
de reducir a los dioses a una sola forma o función. Otra característica
del modo en que los celtas se representan a la divinidad es la tendencia
a agrupar parejas de diferente género: Apolo y Sirona, Borvo y Damona,
Mercurio y Rosmerta, Sucellus y Nantosuelta, Veraudinus e Inciona; la iconografía
también muestra ese carácter binario en estatuas de dioses
gemelares o bifrontes, como la del santuario galo de La Roquepertuse.
Se pueden añadir otros nombres de divinidades femeninas de cometidos
a veces poco delimitables: Nemetona, Belisama, Coventina, Icovellauna,
Latis, Abnoba, Artio, Arduina, Nehalennia, Ancamna; la lista crece si añadimos
nombres célticos insulares tras los que se esconden antiguas diosas:
Macha, Medb, Morrigan, Nemhain,Brigantia, Etain, Modron, Rhiannon, Branwen.
También en los nombres de divinidades masculinas el juego de
las equivalencia que ofrece César se desborda: se pueden añadir
a los ya citados Smertrius (Marte o quizá una especie de Hércules,
al que pueda corresponder la gigantesca figura de Cerne Abbas, en Gran
Bretaña), Ogmios (otro candidato a la identificación con
Hércules), Lenus, Visucius, Nodens, Maponus-Mabon, Donn, Lir o Dagda
para solamente citar invocaciones principales tanto continentales como
insulares.
La iconografía abre nuestro horizonte, pero, a la par, genera
indeterminaciones, pues nos faltan referentes, por ejemplo para nombrar
al dios sedente de pies de ciervo, aparecido en Bouray (Francia) o al dios
jabalí de Euffigneix (Francia). O para intentar conocer el papel
del dios cornudo de atributos difícilmente investigables, nombrado
Cernunnos y que aparece en diferentes contextos y lugares pero, por ejemplo,
en el fascinante caldero de Gundestrup (ilustración 51). Es demasiado
sencillo hacer de Cernunnos un mero señor del ciervo, un dios-animal,
lo mismo que ver tras Epona solamente una diosa de los caballos o tras
Artio una diosa osa y tras Arduina una diosa jabalí. El animal parece
actuar como símbolo, y quizá también como referente
ritual, así por ejemplo el valor simbólico del caballo en
asociación con el rey, convierte a Epona (cuyo nombre se podría
traducir como "la equina") y su equivalente Riannon (que aparece en los
relatos galeses y cuyo nombre ya porta el significado de "la reina": Rigantona)
en símbolos de la soberanía real, un campo bien diferente
y de un valor social mucho más destacado que el de meras divinidades
de los animales, a las que quedaron quizá reducidas tras el impacto
de los conquistadores romanos.
El caldero de Gundestrup, además de la representación
de Cernunnos, porta un buen número de escenas a las que se han dedicado
muy diversos estudios que intentan desentrañar la identidad de los
dioses y ritos o mitos allí representados y casi sirve como
el mejor ejemplo de la quiebra de cualquier intento de reconstruir una
religión para la que nos faltan sus propios textos. Cuando los celtas
escribieron (en Irlanda o Gales), se habían transformado ya en monjes
cristianos, para los que los relatos de los dioses antiguos se reinterpretaban
(como también lo hacían las creencias), aunque en un proceso
paulatino, pudiendo casi hablar más de una sutil sustitución
que de una imposición. En esta línea y como ejemplo, el culto
que se ofrece hasta la actualidad a Santa Brígida en Irlanda ilustra
el peso del pasado celta, pero reconvertido y cristianizado: así
no es difícil desentrañar tras la santa a la Brigit y Brigantia
precristianas, la divinidad que César interpretaba a la romana como
Minerva, todavía presente, todavía viva, en tantos rincones
de Irlanda, cuya fiesta, el 1º de febrero se realiza todavía
hoy el mismo día en que los precristianos festejaban Imbolc, una
de las cuatro grandes festividades célticas anuales y que estaba
dedicada a Brigit.
La teología celta, solamente esbozada, parece plantear,
en resumen, un problema principal que ya se ha destacado en casos puntuales,
que es la inadecuación al esquema estricto trifuncional, aunque,
a decir verdad nuestra documentación es demasiado escasa, tiene
una fecha demasiado avanzada y está originada en una época
de desestructuración, como para poder determinar cuales pudieron
haber sido sus características con anterioridad.
La tradición irlandesa es la más rica, como corresponde
a una zona que no sufrió el control romano y en la que la cristianización
fue progresiva. De entre los temas míticos que se testifican se
pueden destacar cuatro.
El primero es el de la antropogonía y la mitología
de los orígenes que se encuentra desarrollada principalmente en
el Libro de la Conquista (Lebor Gabála Érenn) compilado en
el siglo XII. Adaptado a la historia sagrada (que marca el contexto explicativo
y antropogónico último) presenta el relato de las razas que
vivieron y conquistaron en diversos momentos Irlanda. Tras la raza prediluvial
aparece una raza liderada por Partolón, héroe cultural que
enseña la agricultura, la ganadería y que tras el diluvio
organiza el mundo para hacerlo vivible para los hombres. Esta raza de Partolón
es la primera que combate con los fomorianos (fomhoire, unos seres monstruosos).
Tras una epidemia que marca su desaparición surge la raza de Nemed
(etimológicamente quiere decir sagrado), agricultores sometidos
a los fomorianos que huyen de Irlanda y son sustituidos por la raza de
Fir Bolg, guerreros dirigidos por un rey justo (del que depende la prosperidad
del país) y que fueron vencidos por la quinta raza, la de los Tuatha
Dé Danann (el pueblo de la Diosa Danu) gracias a los objetos mágicos
que éstos poseen (la lanza de Lug, la espada de Nuadu, la piedra
de Fal y el caldero de Dagda). Posteriormente vencerán a los fomorianos
en la segunda batalla de Mag Tuiredh (narrada en el relato mitológico
fundamental nombrado Cath Maighe Tuireadh) gracias al liderazgo de Lug
y de Nuadu y los expulsarán definitivamente de Irlanda. Esta confrontación
ilustra las auténticas características de los seres que pelean,
los líderes de los Tuatha Dé Danann son seres divinos y los
fomorianos, que presentan lazos de parentesco con los Dioses, resultan
parecidos a los gigantes de los relatos germanos: la batalla toma las características
de una lucha de dualidades divinas, un motivo común entre los pueblos
indoeuropeos. Los Tuatha Dé Danann son finalmente vencidos por los
hijos de Mil y se retiran bajo tierra.
El segundo tema mítico atañe a la figura del rey
y se testifica en dos facetas, el de la elección turbulenta del
monarca y el del papel místico del soberano. En los relatos irlandeses
la realeza se adquiere (hasta que el héroe Cú Chulainn la
hendió con su espada, era la piedra de Fal la que indicaba con un
grito el que debía ser el soberano) y no es un estatus seguro: el
rey ha de procurar bienestar y prosperidad o ha de ser sustituido ya que
su actitud marchita el reino. Comienza el reinado con un ritual de inauguración
en el que ha de realizar la cópula con una anciana decrépita
(símbolo del reino envejecido) que se transforma en una bella mujer
(personificación de la soberanía, materializada en la esposa
del rey). El monarca está sometido a ciertas obligaciones cuyo puntual
cumplimiento garantiza el equilibrio del reino por medio de la armonía
entre la tierra y los hombres.
El tercer gran tema mítico atañe a las acciones
de los guerreros heroicos y los mitos iniciáticos. En el ciclo del
Ulster el personaje principal es Cú Chulainn («el perro de
Culann»), hijo de Lug, guerrero místico que sufre, al ser
poseído por el furor bélico, una serie de metamorfosis que
lo convierten en un ser monstruoso e imbatible hasta que se enfrenta a
cuatro magos que le hacen comer carne de perro (romper quizá un
tabú en relación con su nombre) y perece. Cumple el héroe
también un papel importante en el principal relato del ciclo del
Ulster, el Táin Bó Cualnge, que muestra el desarrollo muy
complejizado de una razzia con la finalidad de acumular ganado, prueba
iniciática típica entre diversos pueblos indoeuropeos. Los
motivos iniciáticos están también claramente presentes
en el ciclo osiánico, que narra las aventuras de los Fianna (cofradía
de guerreros a la que se accede tras una severa iniciación abierta
a todos y no solamente a los nobles) y de su líder Finn mac Cumaill,
poseedor de secretos mágicos, tenido generalmente por un sosia tardío
de Cú Chulainn. Cazadores, guerreros y en cierto sentido marginales
los Fianna recuerdan a arcaicos grupos de jóvenes iniciandos pero
también a los jóvenes expulsados en busca de tierras y posición
que nos testificaba, como vimos, el ritual itálico ver sacrum (§
4.2.2). Aunque haya sido confeccionado con posterioridad, el ciclo osiánico
incluye algunos motivos que parecen reflejar una sociedad menos estratificada
que la que testifica el ciclo del Ulster.
El cuarto motivo mítico principal de los relatos irlandeses
incluye los viajes iniciáticos (Echtrai o Immrama) que son muy numerosos;
los Immrama, generalmente cristianizados, narran periplos marinos que terminan
en alguna isla fantástica de características sobrehumanas
y libre de la mancha del pecado. Son relatos maravillosos tras los que
quizá se puedan rastrear, muy desestructuradas por la influencia
cristiana, creencias sobre el destino post-mortem de algunos personajes
especiales (un más allá privilegiado para héroes o
hombres de sabiduría); los celtas insulares, como los continentales,
creyeron en la transmigración de las almas y los relatos irlandeses
mantienen larvados testimonios de la capacidad de ciertos hombres para
controlar su muerte (los casos de Fintan o de Tuan mac Cairill, que se
mantuvieron en vida, sufriendo diversas metamorfosis, incluso animales,
y fueron testigos de toda la historia de Irlanda).
El país de Gales, a pesar de que fue controlado durante cinco
siglos (del I al V) por los romanos y a diferencia de lo ocurrido en el
continente, mantuvo temas míticos prerromanos que se plasmaron en
una tradición literaria muy depurada que, aunque es tenida por más
reciente que la irlandesa, desarrolla motivos de gran arcaísmo.
El primero se refiere al papel del poeta o el bardo y de sus
poderes; el mejor ejemplo lo ofrece el Cuento de Taliesin (Chwedl Taliesin
de Ellis Gruffydd, escritor del siglo XVI), que a pesar de la fecha de
composición presenta un relato con temas muy arcaicos, mostrando
un Taliesin mítico comparable en muchos aspectos con el poeta mítico
irlandés Amairgin (ambos sufren o controlan diversas metamorfosis
animales). En última instancia la sabiduría de Taliesin proviene
de un caldero en el que se ha destilado el elixir del conocimiento, tema
que se puede comparar con el caldero de hidromiel que entre los germanos
dió a Odín el saber poético; poesía y sabiduría
tienen una raíz única de índole sobrenatural en ambas
sociedades.
Otro tema mítico galés de raigambre indoeuropea
aparece en la Ystoria Tristan, poema también tardío (siglo
XVI); los amantes Tristán y Esyllt (Isolda) escapan del rey March,
esposo de ella, el rey Arturo propone una componenda que se acepta: que
el marido se quede con su mujer durante el invierno y que el amante lo
haga el resto del año. Se trata de un mito etiológico indoeuropeo
muy arcaico para explicar la variabilidad estacional y la estancia subterránea
invernal del cereal que tiene su relato más conocido entre los griegos
(Hades, Dios del inframundo rapta a Core-Perséfone; su madre Demeter,
Diosa de la tierra nutricia, consigue, gracias a la mediación de
Zeus, rey de los Dioses, que su hija viva en el inframundo en invierno,
con su marido y reaparezca en la tierra durante el resto del año).
El material mitológico galés más complejo
aparece en los Mabinogion, grupo de relatos redactados a finales del siglo
XI, dividido en cuatro partes (ramas) que parecen mantener una estructura
parcialmente trifuncional. La primera rama, el Mabinogi de Pwyll trata
de la realeza, que como en el caso irlandés se basa en la justicia
y conlleva la prosperidad. En su consecución tiene importancia el
caballo, lo que se testifica en el carácter equino de la esposa
del rey, Rhiannon (que algunos investigadores asimilan a la Epona gala)
y en el nacimiento de Pryderi, hijo de ambos. La cuarta rama, el Mabinogi
de Math se centra en el tema de la magia, realizada por personajes de estatus
real; la segunda, el Mabinogi de Branwen, trata de hechos heroicos dirigidos
por Bran, monstruoso guerrero de tamaño descomunal que consigue
la victoria galesa sobre los irlandeses pero que antes de morir pide que
le corten la cabeza, que se convierte en consejera y tras ser enterrada
en protectora del país. La tercera rama, el Mabinogi de Manawyddan,
se centra en este personaje, hermano de Bran y que tras desposar a la viuda
Rhiannon accede al trono, pero repentinamente el reino queda desierto y
la familia real, agotadas las reservas, ha de trabajar en diversos oficios
artesanales (zapateros, orfebres) y en la agricultura (en los que destaca
especialmente el rey) hasta que el encantamiento que provocaba esta anómala
situación es retirado. Aunque en las cuatro ramas de los Mabinogion
la magia, las batallas o la realeza están presentes parece existir
una dedicación funcional particular de cada una de ellas. La tercera
se centra en presentar la función de producción artesana
y agrícola (la tercera función); la segunda que insiste en
narraciones guerreras y en el episodio de la cabeza parlante de Bran (que
se puede relacionar con el ritual de las cabezas cortadas testificado entre
los celtas continentales) parece ilustrarnos la segunda función
indoeuropea del análisis dumeziliano; la cuarta rama se centra en
hechos mágicos que tipifican a la primera función. Por último
la primera rama, que trata de la realeza, desarrollaría la posición
arbitral del soberano frente a las tres funciones, de cuya capacidad armonizadora
dependería el buen funcionamiento del reino.
Aún desestructurados y cristianizados los mitos presentes
en la literatura céltica insular medieval hunden firmemente sus
raíces en el pasado indoeuropeo lo que ilustra el papel que desempeñaron
druidas, poetas y bardos en el mantenimiento de un legado cultural que
en el continente desapareció sin dejar rastro.
5) LA RELIGIÓN GERMANA Y ESCANDINAVA
Los germanos forman con los indios védicos y los romanos los
tres pilares básicos de la investigación comparada indoeuropea.
La documentación que poseemos de ellos permite ahondar en el conocimiento
de su religión de un modo solamente comparable, entre las culturas
desaparecidas, con la griega o romana (y con problemas parecidos, pues
solamente conocemos bien la religión y mitología de los grupos
de elite y en épocas determinadas).
Son conocidos gracias a una abundantísima y homogénea
documentación de época vikinga, los Eddas con sus dos recopilaciones,
Edda poético (que incluye materiales fechables desde el siglo VII,
con obras tan importantes para el historiador de las religiones como la
Völuspá, poema visionario que explica la cosmogonía
y la escatología) y Edda en prosa (obra del noble islandés
Snorri Sturluson —1179-1241—) y las Sagas, recopiladas a partir del siglo
XII que desarrollan en muchos casos temas de la mitología escandinava.
Las fuentes para la época anterior son diversas pero inconexas y
dispares. Destacan los petroglifos (que se fechan entre mediados del segundo
y finales del primer milenio a.e. y que presentan figuras que pueden recordar
en sus atributos a los Dioses vikingos), los testimonios arqueológicos
(por ejemplo, los sacrificios humanos en turberas danesas u objetos votivos
como el carro solar de Trundholm —ilustración 52), los datos escritos
provinientes de autores clásicos (entre los que destaca la Germania
de Tácito, escritor latino del siglo I) o eclesiásticos y
una fuente endógena escrita germana que son las runas (que comienzan
a testificarse en el siglo II y que alcanzan el número de 5000).
A pesar de las diferencias culturales entre las diversas épocas,
estos pueblos parecen presentar, de todos modos, puntos comunes que no
pueden minimizarse; resulta lícito defender una postura que intente
conciliar los desarrollos particulares (prehistórico, de época
antigua, de época escandinava) con las identidades generales que
ilumina el método comparativo (presencia de características
religiosas que se mantienen a través de los siglos), teniendo siempre
presente que la gran mayoría de los datos que se barajan provienen
de la época final del paganismo germano, es decir de la época
vikinga.
La religión escandinava tiende a presentar un mundo sobrenatural
cuyas relaciones son de tipo adversativo; tal es el caso de los dos grandes
grupos de Dioses, los Ases (Aesir) y los Vanes (Vanir) que se enfrentaron
en el pasado o de los Dioses y los seres anómicos cuyo choque llevará
a la terrible aniquilación del mundo. También la geografía
ilustra esa contraposición; el cosmos para los escandinavos tenía
por eje al árbol Yggdrasill. A sus pies surgían diversos
manantiales (o uno solo ramificado), la fuente del saber custodiada por
el gigante Mímir, la fuente del destino (Urdr) y la fuente madre
de los ríos terrestres. De su tronco manaba el licor vivificante
Aurr, numerosos animales vivían en sus diversas partes y bajo su
sombra se llevaba a cabo la asamblea de los Dioses. La especificidad de
Yggdrasill frente a los numerosos paralelos de árboles de la vida
que existen en muy diversas culturas es que conlleva, desde su origen,
el germen de su destrucción: el dragón Nidhöggr roe
sus raíces, cuatro ciervos devoran el follaje, su caída determinará
el fin del mundo. En torno a Yggdrasill se escalonan los tres grandes reinos
o fortalezas: los hombres habitan Midgardr, la tierra media (es el centro
del universo, está rodeada por un mar en cuyo fondo habita la serpiente
cósmica), los Dioses Asgardr, en el centro de la anterior (o en
el cielo en tradiciones que parecen más tardías) y monstruos,
gigantes y difuntos habitan Utgardr, formado por montañas heladas
y territorios inhóspitos, que presenta los rasgos de la alteridad
y parece localizarse imaginariamente en el extremo septentrional y oriental.
Las fuerzas de Utgardr se preparan para un terrible combate que pondrá
fin al mundo: el Ragnarök (destino de los Dioses o las potencias),
que se describe con detalle en el poema Völuspá. Precedido
de un invierno que durará tres años, comienza cuando se desatan
todos los enemigos del orden cósmico; el sol y la luna son tragados
por los lobos que los preceden; los difuntos, los gigantes destructores,
los monstruos (incluída la serpiente marina cósmica), que
habían sido contenidos por los Dioses hasta ese momento, avanzan
sobre Midgardr y Asgardr; Yggdrasill se tambalea. Los Dioses perecen en
el combate junto con sus enemigos y solamente el fuego (Surtr), que resulta
al final purificador, sobrevive a este cataclismo cósmico que termina
en una regeneración universal, así ese terrible conflicto
acaba en una nueva edad de oro, una nueva pareja humana formada por Líf
y Lifthrasir, que se habían escondido en Yggdrasill repuebla un
mundo paradisíaco, regido por Balder, el mejor de los Dioses.
La solución positiva al conflicto se produce también
en el enfrentamiento entre Ases y Vanes que determinó el fin de
la primera edad dorada. Los Ases son Dioses con claros atributos guerreros
(Odín, Tyr, Thor), generalmente de sexo masculino y habitan Asgardr.
Los Vanes, por el contario, son Dioses pacíficos y promotores de
la fertilidad, dispensadores de bienes, de placeres, se relacionan con
la tierra, con el agua, con la magia sejdr (de tipo chamánico),
sus estrategias matrimoniales se basan en el incesto (Freyr con su hermana
Freyja; Njördr con su hermana) frente al matrimonio Aesir regido por
la exogamia. El conflicto entre ambos grupos acabó con un pacto
que condujo a los Dioses Vanes a incorporarse junto con los Ases para crear
un solo grupo divino, lo que conllevó el cambio en las formas matrimoniales
de los Vanes (toman nuevos consortes no incestuosos) y la conclusión
de un pacto por medio de la mezcla de salivas en un caldero (de la que
surgió Kvasir, un ser que todo lo conocía). Los estudios
de mitología comparada han demostrado que nos hallamos ante un motivo
que tiene paralelos en las creencias de numerosos pueblos indoeuropeos:
el del combate de los Dioses, producido en un momento del pasado anterior
a la plena existencia de la sociedad humana. En la India se enfrentan los
deva y los asura, venciendo los primeros y quedando relegados los segundos
a entidades de connotaciones negativas; en el Irán, quizá
tras la reforma de Zarathustra, Ahura servirá para denominar al
dios central y daeva para nombrar a los seres maléficos; entre los
celtas insulares un combate parecido enfrentaría a fomorianos y
Tuatha Dé Danaan y entre los romanos aparece historizado en el enfrentamiento
romanos-sabinos. Como vemos, las semejanzas entre pueblos indoeuropeos
no excluyen opciones de resolución diferente, la derrota y valoración
negativa de los vencidos (no siempre los mismos) en unos casos o la síntesis
en el caso germano. Resulta por tanto necesario desechar las interpretaciones
que querían explicar este episodio como un recuerdo de la fusión
entre poblaciones germanas (Ases) y pregermanas (Vanes).
La teología germana se suele reconstruir usando los testimonios
escandinavos como base, con lo que los datos de las épocas romana
y de las migraciones quedan subordinados al esquema teológico de
época vikinga. Los datos previkingos más interesantes los
ofrece Tácito que destaca tres tipos de Dioses; los que nombra con
nombre latino por interpretarlos a la romana (Mercurio —dios supremo, en
cuyo honor se realizan sacrificios humanos—, Hércules, Marte), los
que dice ser cultos extranjeros importados (caso de Isis entre los Suevos)
y los que nombra con la apelación germana latinizada (Nerthus —la
tierra madre, a la que se hacen sacrificios humanos— o los Alci —gemelos
divinos—. Destaca también una numerosa epigrafía de época
romana en territorio germano, más de mil inscripciones, que ilustra
la importancia de divinidades femeninas a las que, como en el caso celta,
se nombra a la latina como matres o matronae, algunas llevan apelativos
que se refieren a la protección sobre colectividades con etnónimos
germánicos (como las matres germanae, las matres suebae o las matres
frisiabae, que identifican a germanos, suevos o frisones). El intento más
tenaz para intentar ordenar la teología germana lo desarrolló
G. Dumézil al delimitar su carácter trifuncional. Planteó
en un análisis minucioso que el grupo escultórico del templo
de Upsala con Thor en posición central y Wodan y Fricco a los lados
resultaba claramente trifuncional, Odín (Wodan) aparece como equivalente
funcional del Varuna védico (función soberana), Thor de Indra
(función guerrera) y Freyr (Fricco) de los Nasatya (función
generativa). Quizá las características específicas
de la teología germana y escandinava se calibran mejor si se intenta
llevar a cabo un análisis pormenorizado de cada Dios más
allá de las limitaciones de un esquema rígido como el trifuncional.
Odín presenta un conjunto de funciones cuya complejidad
ilustra el centenar de epítetos que se conocen de él; es
el Dios supremo, señor de Asgardr, creó a los hombres y actúa
en el mundo sobrenatural como el patriarca lo hace en el mundo real. Se
entroncan con él linajes reales (como los monarcas noruegos) y el
grupo social dominante (los nobles —jarl—). Se le figura con la cabeza
encapuchada (es Grimnir, el enmascarado) y embutido en un largo manto azul,
es tuerto tras haber dejado a Mímir uno de sus ojos en prenda por
acceder a la sabiduría, lleva en cada uno de sus hombros un cuervo
(Huginn y Muninn —ilustración 53—) y los lobos son sus animales
preferidos. Sus rasgos de carácter más significativos son
la crueldad y la arbitrariedad. Es señor de la guerra, al que se
deben en ofrenda la mitad de los enemigos vencidos, pero no es un Dios
del combate. Rige la batalla por medio de lazos mágicos (encadena
y paraliza a los enemigos, es Sváfnir, el que vuelve estúpido)
pero sin inmiscuirse en la carnicería. Los sacrificios humanos son
parte fundamental del débito sagrado al Dios y los medios son espantosos
(ahorcamiento, lanceamiento, ahogamiento, mutilación y posterior
incineración). No pueden fiarse de él ni sus protegidos a
los que a veces abandona de un modo imprevisible, ya que necesita guerreros
caídos en combate para nutrir un ejército del más
allá, los einherjar, que le ayudarán en la batalla final
del Ragnarök. Odín-Wotan es el furor (ódr), definición
que conviene a una forma furiosa de hacer la guerra, al margen de las estructuras
bélicas establecidas por la colectividad «civilizada»
y que realizaban los berserkir (los de aspecto de oso) o los úlfhednar
(los de la piel de lobo), guerreros extáticos dominados por un furor
guerrero incontrolable que les lleva a sufrir una metamorfosis que modifica
su aspecto y en cierto modo su esencia durante un tiempo. Su hamr (especie
de alma exterior) muta para transformarse en la del animal en una práctica
de mística guerrera que tiene sus paralelos en las metamorfosis
chamánicas y antes aún en técnicas de caza mística
(ilustración 9 y § 1.5.3). Se unían en cofradías
(los einherjar resultan ser sus prototipos imaginarios en el más
allá) que cumplían unos ritos iniciáticos cuyo referente
divino era Odín como ilustra el siguiente texto:
Y sus hombres (los de Odín) atacaban sin protecciones, rabiosos como perros o lobos, mordiendo sus escudos, fuertes como osos o toros. Mataban a sus enemigos pero resultaban invulnerables al fuego o al hierro. Es lo que se llama furor de los berserkir (Ynglingasaga 6)
Odín preside también otro tipo de furor, el poético:
habla en verso e inspira a sus protegidos el arte de hablar rimado, una
forma de expresión sagrada que define una faceta de este Dios sabio;
es también el Dios de las runas, del saber oculto (para conseguir
la sabiduría perdió un ojo), de la magia sejdr (que le enseñó
Freyja), de las reglas esotéricas de la poesía. Posee poderes
mágicos y oraculares que le permiten conocer un destino que sin
embargo no puede modificar (es consciente de la inevitabilidad del Ragnarök).
Es psicopompo, señor de los muertos que vuelven (draugar), de la
Valhöll (el más allá de los einherjar).
Junto a Odín otro de los Dioses Ases más poderoso
es Tyr, aunque aparece en época vikinga en una posición secundaria.
Solamente actúa en dos ámbitos; en el de la guerra y en el
de los pactos. Representa la guerra sometida a pautas de índole
jurídica, entendida como ejercicio de compensación justa
tras una afrenta.
Thor es uno de los Dioses más populares cuyo nombre forma
parte de topónimos y antropónimos muy numerosos, se le llama
ástvinr (querido amigo) y tutela al pueblo (karl) lo mismo que Odín
tutelaba a los nobles. Es el campeón que combate contra las fuerzas
del caos (la serpiente cósmica, el gigante Hrungnir, Loki) y cuyo
poder indudable, no tiene los dobleces que mostraba el de Odín:
actúa según unas pautas de hospitalidad y agresión
que se atienen de modo estricto a la ética guerrera, es por tanto
lógico y previsible, no da pie a la confusión Es, en resumen,
el más claro exponente de la función guerrera cuyos paralelos
con el Indra védico no dejó de detallar Dumézil.
Frente a la primera función representada por Odín
(en la faceta varuniana) y Tyr (en la mitraica) y la segunda, representada
por Thor (Dioses del grupo de los Ases), la tercera función es desarrollada
por Dioses Vanes. Njördr es un Dios de la prosperidad, de la riqueza,
de la navegación, manda sobre el viento y el mar y hay que invocarle
para conseguir que las actividades comerciales resulten satisfactorias.
Era una divinidad extremadamente popular como reflejan numerosos topónimos
solamente superados por los que se forman con los nombres de sus hijos
Freyr y Freyja. Freyja enseña a los Ases y especialmente a Odín
la magia sejdr, se puede metamorfosear, posee la mitad de los muertos en
combate de los que se debe la otra mitad a Odín, reside en ciertos
casos en la llanura de la batalla (fólkvangr, a veces cabalga a
Hildisvín, el verraco de la batalla). Presenta fuertes caracteres
odínicos (está casada con Ódr, Dios oscuro pero entroncado
con Odín) que tendieron a restar nitidez a su diferenciación
respecto de Frigg (la esposa de Odín), pues ambas además
son Diosas del amor, adúlteras y lascivas. Freyr, su esposo-hermano
es un Dios fálico y corresponde al Fricco del templo de Upsala.
Es Dios de la prosperidad, de la fertilidad, de la riqueza, se le invoca
para conseguir cosechas y bienes materiales, aunque también es un
guerrero ejemplar. Freyja y Freyr resultan divinidades con ámbitos
de acción más complejos que los de la exclusiva propiciación
de la fecundidad, ilustran los problemas a que se enfrentan los intentos
de adaptar el esquema dumeziliano al caso germano sin que la tripartición
funcional estricta se desvirtúe.
Quedan por repasar otros dos Dioses que muestran caracteres contrapuestos.
Balder y Loki. Al primero se le denomina «el mejor de los Dioses»,
se caracteriza por la belleza, la justicia, la pureza, el auxilio constante
(es un gran guerrero), la bondad, la sabiduría y la clemencia. Es
el único Dios que muere (tras un engaño urdido por Loki),
pero retornará tras el final de los tiempos. La muerte de Balder
en la especulación escandinava es lo que determina la mediocridad
del mundo, su vuelta tras el Ragnarök determinará la regeneración
universal. Ambos hechos resultan inevitables, con lo que se ilustra una
característica de la mentalidad germana, que es la impotencia ante
la trama del destino, contra la que no pueden ni siquiera los Dioses, a
pesar de que, incluso, la conocen de antemano. Loki, por su parte, es un
Dios contradictorio y complejo, hijo de gigantes, progenitor de monstruos
y seres infernales (Hel, Fenrir), cumple el papel fundamental en la aniquilación
de Balder y en la degeneración del mundo y dirigirá las fuerzas
de la destrucción en el Ragnarök. Sería simplemente
un Dios del mal (antitético a Balder, por ejemplo) si no conociéramos
otros episodios en los que ayuda a los Ases; procura a Thor su arma definitiva
(el martillo Mjöllnir) y a Odín su caballo mágico, en
el poema eddico que se le dedica (el Lokasenna) aparece con rasgos cómicos,
como un traidor, un egoista, un ladrón, pero también como
un personaje útil, lo que ha llevado a relacionarlo con la figura
mitológica del tramposo (trickster). Dumézil, que le dedicó
una monografía, ha descubierto similitudes con el personaje de la
epopeya narta denominado Syrdon, lo que avalaría su antigüedad
indoeuropea; aparece como enemigo del orden, pero sobre todo como la fuerza
dinamizadora que impide que el mundo se anquilose y que desencadenará
la purificación del Ragnarök. Su visceralidad tiene parecido
con la de Odín, su enemigo; no se atiene tampoco a pactos ni a normas,
no tiene interés por los hombres por lo que no aparece reflejado
ni en la onomástica ni en el culto.
Una revisión sintética de los dioses germanos y escandinavos
quedaría incompleta si no se citara a una serie de agrupamientos
de seres sobrenaturales, que formaban colectividades de número indeterminado,
lo que se aproxima al modelo religioso de los celtas (que conocemos de
modo mucho menos detallado) sin que podamos dilucidar cuánto hay
de préstamo y cuánto de común herencia o de desarrollo
paralelo. Aunque con poderes mermados respecto de los dioses, y aunque
se les brinde un culto secundario resultan tener ámbitos de actuación
en los que son inapelables (como las nornas) o tan peligrosos (como los
gigantes en el Ragnarök) que permiten intuir que fueron figuras religiosas
de mayor peso.
Los gigantes (jötnar) son seres peligrosos para los hombres, mantienen
una hostilidad implacable con los dioses que se materializa en luchas generalmente
lideradas por Thor. En el Ragnarök las fuerzas de la destrucción
estarán encabezadas por gigantes, como Surtr, Hrymr o personajes
muy cercanos a ellos como Loki. Por tanto el muy arcaico tema indoeuropeo
de la gigantomaquia juega un papel destacado en la especulación
mitológica escandinava y hemos de suponer que también aparecía
en la del resto de los germanos. Son seres monstruosos y enormes pero también
sabios (como Mímir) y ricos, de los que se benefician los dioses
en ciertas circunstancias. Están en el origen del cosmos (que se
forma del cuerpo de Ymir) y en algunos casos se mezclan en matrimonio con
los dioses. Algunas gigantas poseen una gran belleza (por ejemplo Gerdr),
otras no rechazan incluso unirse con hombres (lo que parece más
bien que testificar episodios lúbricos, ilustrar iniciaciones heroicas).
Los enanos (dvergr) viven bajo la tierra y su ocupación principal
es la minería y la metalurgia. Poseen la sabiduría oculta
y sagrada que les permite forjar armas mágicas para los héroes
y objetos muy poderosos para los dioses y en una versión de la cosmología
forman los pilares del cielo y los puntos cardinales. Los alfos o elfos
(álfar) en época escandinava forman dos grupos, los álfar
de luz, que viven en el cielo (la residencia de Freyr se llama Alfheimr)
y los álfar negros que viven bajo tierra (y en montículos
y tumbas) y se distinguen mal de los enanos. La relación con los
hombres es ambigua y pueden provocar enfermedades pero también favorecer.
Los landvaettir son espíritus protectores de bosques, montes, piedras,
guardianes de ciertos territorios sobre los que imperan como señores;
se manifiestan a veces en modos teriomorfos, lo mismo que los fylgyur,
espíritus que pueden actuar como protectores de los animales en
algunos casos presentando un arcaísmo que entronca con formas religiosas
paleolíticas.
Las nornas (nornar) fijan el destino y sus decisiones resultan irrevocables.
En época escandinava son tres; Urd (pasado), Verdandi (presente)
y Skuld (futuro), residen en las raíces de Yggdrasill e hilan el
destino de los hombres y en especial, con hilo de oro, el de los héroes.
Las dísir son también divinidades del destino, lideradas
por Freyja, son fundamentales en el nacimiento y tutelan a familias y personas,
parecen tener poder para detener ejércitos o desatar a un prisionero,
su ámbito resulta bien cercano del que tenían las matres
germanas.
En la época vikinga de un modo claro y quizá también
en la anterior tanto el ser humano como las divinidades han de plegarse
a la fuerza sin rival del destino: si tuviésemos que determinar
el poder sobrenatural máximo entre germanos y escandinavos, sería
éste, un destino inapelable del que ni los máximos Dioses
pueden escapar, como ejemplifica el episodio del Ragnarök.
La célula básica en la organización de germanos
y escandinavos es la familia (aett) y su extensión (kyn, parentela
o clan). También en el ámbito religioso la familia es el
primer eslabón, siendo el padre de familia el sacerdote principal
y presentando el culto particularidades y especificidades propias en cada
núcleo. La familia tiene su propio destino (su buena suerte hamingja).
La sala principal, debidamente sacralizada se convertía en santuario
donde se desarrollaban las ceremonias familiares con sacrificios, socialización
de la producción por medio del banquete, toma de decisiones sancionadas
por auspicios y en resumen la consecución de fridr, la paz (sagrada),
que proviene del consenso entre los miembros del grupo. Equilibrio inestable
sancionado por la religión, que puede romperse por diversas circunstancias
externas o internas y que requiere su reequilibrio consensuado. Un caso
de ruptura de fridr se produce con la muerte del cabeza de familia mientras
se determina la disociación del estatus del jefe muerto y su asociación
a otra persona, tras la satisfacción que diversos miembros del grupo
estimen conveniente. Otro caso se produce cuando existe una ofensa, la
paz ha de conseguirse por medio de satisfacciones (compensaciones pecuniarias)
a las que se creen con derechos muy diversos miembros de la familia agraviada,
dependiendo la compensación de su posición en la jerarquía
interna. La familia actúa desde el punto de vista social a la par
que religioso como un todo; el resto de las estructuras se forman por aglutinamiento
y a su imagen.
Tal es el caso de la tribu, que resulta ser un agrupamiento de
familias (aett) y familias extensas (kyn) y que se dota de los mismos esquemas
religiosos que las familias. Los antepasados comunes (base imaginaria de
la cohesión de linajes, de los que ofrecen numerosos ejemplos las
sagas familiares) se convierten en Dioses tutelares y ancestros míticos
de las tribus. El sacrificio y la aceptación del lazo religioso
sellan la pertenencia al grupo tribal que a su vez es el grupo de los cultores
de la divinidad específica. La religión es el medio de mantener
los lazos de cohesión del grupo y la adivinación (y sobre
todo la aceptación de la interpretación del presagio) la
técnica de consolidar las decisiones comunes. Pero los germanos
pusieron en práctica otro sistema de consensuar las decisiones que
radica en el thing, la asamblea del pueblo. Actúa en defensa del
derecho sagrado con la finalidad de mantener la paz, que se sustenta en
el consenso, para ello el marco de la reunión es sagrado y las decisiones
se ratifican por medio de sacrificios y toma de auspicios.
Otro de los ámbitos sociales de la religión lo
forman los ritos de paso. El nacimiento es el momento en el que se trenza
el futuro del nacido y está presidido por las dísir, divinidades
del destino, lideradas por Freyja, que tutelan a familias y personas. El
lote de cada cual se reparte en ese momento en el mundo imaginario, lo
que tiene que ver con que en la vida real y en un sistema familiar cerrado
como el germano, el futuro del recién nacido tiene prefijadas estrictamente
sus posibilidades de desarrollo. Destino de muerte en el caso de que el
padre no lo aceptase y lo expusiese a la intemperie o los animales salvajes
(útburdr) o por el contrario destino de vida que quedaba sellado
con el acto muy importante de dotarlo de nombre (el nombre determina en
buena medida su papel futuro en la jerarquía familiar).
En los ritos matrimoniales germanos se intenta superar el conflicto
que provoca la mezcla de dos familias extensas. Al ser la familia la célula
básica organizativa, con sus ritos y costumbres propias, la inclusión
de un miembro ajeno provoca una serie de problemas prácticos y rituales
que se intentan solventar en la ceremonia de la boda, cuyas complejidades
cimentan la alianza entre grupos receptores y dadores de mujeres. La tentación
de la endogamia debió de ser muy fuerte y así se explica
en parte la especulación sobre los matrimonios incestuosos entre
los Dioses Vanes.
La iniciación masculina entre los germanos culmina con
la captura de un gran animal o de un enemigo; Tácito, al hablar
de los chatti, tribu germana, transmite una costumbre significativa:
En cuanto llegan a la adolescencia se dejan crecer la barba y el cabello y solamente cuando han matado a un enemigo dejan ese aspecto que han asumido como voto y consagración al valor (Tácito, Germania XXXI, 1)
Los adolescentes indican su estado liminar por un aspecto exterior
diferente y tras cumplir la hazaña guerrera toman el aspecto normal
de miembros varones de pleno derecho.
El rito de paso último es el preludio de la asunción
del estatus del difunto por otro miembro de la familia. Por eso entre los
germanos y escandinavos hay una insistencia en cumplimentar correctamente
la ceremonia fúnebre y en consensuar el traspaso de la herencia
por medio de un ritual minucioso (arfleiding) que asegure el mantenimiento
de la paz familiar. El banquete funerario es el lugar en el que se sella
la nueva jefatura, con la declamación de poemas laudatorios al difunto
(erfiljód) y la ingestión de cerveza especialmente confeccionada
para la ocasión (erfiöl). Un traspaso conflictivo, al resultar
una infracción de lo sagrado puede conllevar la conversión
del muerto en un difunto rabioso que vuelve para indicar que los descendientes
no son dignos de la herencia. Estos draugar, muertos que vuelven, aparecen
con insistencia en las sagas e indican que el ritual funerario se ha realizado
mal o que el muerto, si ha sido víctima de violencia, no ha sido
compensado correctamente. Se trata como puede verse de un mecanismo imaginario
del que disponen los miembros del grupo familiar para expresar y canalizar
el descontento que puede generarse si el ritual fúnebre no se ha
realizado por común consenso y pensando en la paz de la familia.
El más allá entre los escandinavos no es único; algunos
muertos van a un reino sombrío y subterráneo nombrado Nástrandir,
dividido en diversos parajes, algunos especialmente horribles, donde son
castigados los que han cometido ciertos delitos y especialmente el perjurio.
Otro destino post-mortem era el túmulo dónde se creía
que habitaban ciertos difuntos que a la larga terminaban tutelando el territorio
circundante. El tercer destino tras la muerte, y el más prestigioso
entre los escandinavos, es la Valhöll (Walhalla), la mansión
o sala de Odín. Se sitúa en el cielo y a ella acceden los
guerreros caídos en combate transportados, desde el campo del combate
y por los aires, por unos genios psicopompos llamados valkyrjur (valquírias).
Es un paraíso de elite reservado a los valientes que forman una
turba, los einherjar, que se dedican a pelear eternamente durante el día
(sin conseguir nunca herirse de muerte) y a banquetear por las noches.
Las tres localizaciones post-mortem para el difunto (si excluímos
a los draugar) que testifica el imaginario germano y escandinavo ejemplifican
una sensibilidad escatológica muy desarrollada que potenciaba las
tendencias bélicas de la sociedad ya que en el sistema de valores
la muerte en combate era preferible por conllevar un más allá
más perfecto y deseable.
La sociedad germana presenta tres colectivos de gobierno con un estatus
superior al resto, los jefes, los reyes y los sacerdotes. Los jefes son
líderes militares en torno a los que se aglutina un grupo de hombres
unidos a ellos por lazos sagrados de fidelidad (hermandad sagrada). Por
su parte el rey es el supremo intermediario de la comunidad frente al mundo
divino. En él se concentra la potencia sagrada. Es sacerdote y sacrificador
supremo actuando a nivel tribal como lo hace el padre a nivel familiar.
Pero no posee poderes jurídicos ni políticos ya que éstos
radican en el thing. Los linajes reales entroncan imaginariamente con ciertas
divinidades, especialmente Freyr y Odín, por lo que no se puede
elegir al monarca más que entre los miembros de ciertas familias.
Como rey sagrado da el bienestar y la prosperidad al territorio, y se le
pide que sea favorecido más por la abundancia que por la victoria.
Los mejores reyes son los que coinciden con etapas de properidad y su recuerdo
se perpetúa en un culto especial a sus tumbas que se piensa favorecen
el entorno en el que se sitúan (se convierten en genios tutelares).
Los años de escasez se achacan al rey (porque haya cometido alguna
incorrección ritual o porque sencillamente resulte personalmente
inconveniente) y se opta por sacrificarlo, como vimos en el texto de la
Ynglingasaga (§ 0.1.2). La posición de los reyes en el mundo
religioso escandinavo tenía una precariedad que permite explicar
su conversión al cristianismo, ideología que aumentaba su
poder de decisión y su seguridad personal. El jefe y el rey que
eran los centros del culto común, al convertirse, forzaron a sus
seguidores a aceptar la nueva fe, si no querían perder la seguridad
religiosa (traicionada por los propios que la detentaban) y la cohesión
social. Pero aunque la cristianización se hizo de un modo generalmente
poco violento y rápido, no conllevó una destrucción
cultural completa sino una adaptación que permite comprender porqué
el material teológico y mitológico escandinavo se ha transmitido
casi intacto por intermediarios cristianizados desde hacía dos centurias.
El sacerdocio entre germanos y escandinavos resulta complicado
de estudiar. No parecen tener una casta sacerdotal específica y
estructurada, aunque poseemos nombres que transmiten las runas y el material
escandinavo de personas que realizan funciones sacerdotales (erilar, gudja-godi).
Tácito (Germania VIII, 2-3) habla de sacerdotisas veneradas como
si de seres sobrenaturales se tratara (Veleda, Albrinia) y en época
escandinava conocemos la figura de la völva, pofetisa vidente. No
resulta fácil tampoco determinar la importancia de ciertos hechiceros
y sobre todo hechiceras, que controlaban los recursos de la magia sejdr
y cuyo modo de actuar resultaba muy parecido al de los chamanes asiáticos
(y cuyo modelo sobrenatural era Odín).
Pero los sacerdotes principales eran el rey al nivel tribal y
el padre al nivel familiar. Son ellos los encargados de representar al
grupo frente a los poderes sobrenaturales, entre otras causas porque el
grupo posee los medios de controlarlos. Quizá haya sido ésto
lo que haya impedido entre los germanos la proliferación de un sacerdocio
autónomo que pudiera forzar decisiones que pusieran en peligro la
paz familiar o tribal que se alcanzaba no por una imposición divina
(supuesta) sino por un consenso que proviene del equilibrio de fuerzas.
De ahí que las infraestructuras del culto entre los germanos estén
muy poco desarrolladas, cualquier sala o cualquier emplazamiento al aire
libre debidamente santificados se convertían en templos. De todos
modos existieron también lugares estables de culto, incluso con
estatuas imponentes, como el templo de Upsala.
La ceremonia principal entre los germanos lleva el nombre de
blót, un rito sacrificial en dos grandes tiempos. En primer lugar
los miembros que tenían obligación de hacerlo procuraban
las víctimas sacrificiales, cuya muerte en el hogar central marcaba
el comienzo de la primera parte del rito. Se recogía la sangre en
un recipiente especial y con ramas se hacía una aspersión
general sobre los presentes y los muros de la sala del sacrificio y se
tomaban los auspicios. Posteriormente y tras cocinar la carne comenzaba
la segunda parte del rito que es el banquete sagrado. Se trata de un rito
de cohesión grupal en el que el animal marca el nexo de unión
entre hombres, Dioses y en su caso difuntos. Una parte del animal se debía
a los Dioses que presidían la ceremonia; en ciertas fiestas (especialmente
en el álfablót), había una mesa de jól, que
se abastecía para los difuntos y por último la parte principal
se repartía entre todos los participantes en la comida. Los banquetes
eran los lugares en los que se tomaban decisiones importantes y en ciertos
casos se hacían juramentaciones. El ámbito sagrado aseguraba
el marco cierto para el cumplimiento posterior de lo decidido, por lo que
el banquete se convierte no solo en un medio de socialización y
de nivelación por el mecanismo del reparto sino también en
un medio fundamental para sustentar el equilibrio (la paz familiar o tribal)
por el mecanismo del consenso. Ingrediente fundamental en la ceremonia
era la cerveza que sellaba por medio del éxtasis la hermandad de
los banqueteadores, los cuernos debían circular según una
rotación benéfica que potenciaba la capacidad unificadora
del brebaje. Se testifica una vez más la importancia del extatismo
como componente fundamental de la religión escandinava. Gracias
al éxtasis las decisiones comunes están dirigidas imaginariamente
por la divinidad que puede manifestarse mejor y tiene el camino más
libre (para penetrar en el hombre) en los estados alterados de la conciencia.
Un animal que juega un papel fundamental en el sacrificio es
el caballo, relacionado con el acceso a la soberanía; su consumo
fue muy perseguido por las autoridades cristianas lo que indica su rango
significativo fundamental como víctima sacrificial. El verraco o
jabalí también son animales sacrificiales de primer orden
y quizá tengan que ver con los grupos de guerreros (en el más
allá los einherjar de Odín se alimentan de la carne inacabable
de Saehrímnir) aunque también se sacrifican en honor a Freyr
para propiciar la fertilidad.
6) LA RELIGIÓN DE LOS ESLAVOS
Los eslavos aparecen mencionados en las fuentes literarias de modo explícito
a partir del siglo VI; unos siglos antes debió comenzar su expansión.
En el siglo X alcanzan su máxima extensión territorial, testificándose
la eslavización de una amplia zona de la Europa central y oriental,
pero para la época anterior a la expansión eslava los datos
son muy confusos. Agricultores sedentarios libres, estructurados durante
centurias en comunidades a pequeña escala de índole suprafamiliar
(rody) en cuyo seno se organizaba la explotación, distribución
y consumo de modo comunal, parecen haberse mantenido en formas sociales
sin grandes diferencias de estatus entre sus miembros durante mucho tiempo.
No se dotaron hasta bien entrado el medievo de estructuras plenamente estatales,
surgiendo además éstas como respuesta a presiones externas;
en muchos casos sus monarcas serán de origen extranjero, con lo
que ello conlleva de inclusión de prácticas religiosas de
sustentación ideológica del poder real ajenas a la forma
tradicional.
La forma social comunitaria y poco compleja de los protoeslavos
y las influencias foráneas explican en buena medida los problemas
que presenta la documentación para el estudio de la religión
eslava. Por una parte el sistema social protoeslavo generó una religión
cuyos restos materiales son tan poco significativos que los arqueólogos
tienen enormes problemas para discernirlos y llegar a un consenso amplio
sobre los mismos. Por otra parte las fuentes escritas describen una época
en la que el contacto con diversos pueblos debió modificar en buena
medida el sistema social hacia una complejización que se refleja
en la instauración de formas religiosas modificadas y aculturadas;
estas fuentes se refieren además a dos ámbitos marginales,
la zona oriental y la báltica.
Los eslavos precristianos eran ágrafos y entre ellos la
escritura se convirtió en un vehículo de imposición
religiosa foránea; en el tercer cuarto del siglo IX, los primeros
predicadores cristianos en territorio eslavo, Cirilo y Metodio parecen
haber sido los creadores de un sistema de escritura adaptado a la lengua
eslava que sirvió para traducir los evangelios. Es muy probable
que en la época anterior poseyesen una literatura oral de tipo religioso-mitológico
ya que parecen testificarse restos de sagas en los relatos orales rusos
(bylínas) y en el folklore.
Las fuentes exógenas, las más utilizadas en la
investigación, por presentar una información más completa
y literaria, presentan una serie de problemas que hay que tener presentes.
Al haber sido escritas por letrados cristianos, en su forma y su finalidad
corresponden a modos culturales importados vehiculando la ideología
de la nueva elite eclesiástica y cortesana para la que la resistencia
puntual del paganismo eslavo es un episodio digno de narrar en la gesta
evangelizadora.
Nuestras fuentes de información del momento previo a la cristianización privilegian el ámbito ruso y el eslavo occidental, comenzaremos por el primero. La Crónica de Néstor (compilada hacia el 1111, pero refiriendose a la situación del año 980) ofrece un relato de primer orden respecto del panteón ruso:
Vladimir comenzó a reinar en solitario en Kiev y erigió en la colina ... [pasaje controvertido] una serie de ídolos. Estaban Perún, hecho de madera, con la cabeza de plata y el bigote de oro y Chors y Dazbog y Stribog y Semargl y Mokosh. El pueblo les ofrecía sacrificios y los llamaba Dioses ... marchó a Novgorod y allí erigió un ídolo de Perún ....
El caso de Perún resulta ejemplar ya que es un Dios al
que daban un culto preeminente los baltos (lituano Perkunas, letón
Perkons) y que se conecta con el Thor escandinavo (la madre de este Dios
se llama Fjörgynn, un teónimo similar en la raíz) e
incluso con el védico Parjanya o el Perëndi albanés.
Por la etimología es un Dios del trueno, del roble, parece presentar
demasiados antecedentes indoeuropeos para quedar solamente como una importación
nórdica. Le debía de estar dedicado el templo de madera cuyos
restos se encontraron en 1951 en Peryn (cerca de Novgorod), de grandes
dimensiones y con indicios de haber albergado una gran estatua y un altar
de ofrendas. Dazbog aparece asimilado al sol y relacionado en otras fuentes
con Svarog, al que se hace padre del anterior y Dios del fuego. Es posible
que estemos ante dos epítetos de una misma divinidad lo que explicaría
que Svarog no aparezca en el panteón vladimiriano. En el folklore
serbio se mantiene un Dabog en el papel de demonio enfrentado al Dios cristiano;
al constatarse el teónimo entre eslavos meridionales y orientales
podemos hipotetizar que nos hallamos ante un Dios paneslavo. El nombre
del Dios Chors no parece eslavo, se le ha querido relacionar con el persa
Xorshid (= Sol) y con el oseta xorz (= bueno). Semargl tampoco parece eslavo
y se le ha buscado el paralelo persa del pájaro maravilloso Simorg.
La única divinidad femenina de la lista vladimiriana es Mokosh («la
húmeda»), la tentación de los investigadores ha sido
creerla una Diosa madre. En las homilías se la cita insistentemente
y se ha mantenido bajo el nombre de Mokusha en el folklore como un ser
de género femenino que se relaciona con la hilatura.
Otro Dios que conocemos por otras fuentes es Volos, que aparece
invocado en tratados greco-rusos como Dios del ganado y se le han atribuido
cometidos muy dispares. En varias otras fuentes rusas aparece como Veles,
lo que a decir de los lingüístas debe ser la forma más
antigua y que emparenta con Velinas, Dios de balto de los muertos, haciéndolo
por tanto Dios de ultratumba. En resumen, el «panteón»
eslavo ruso, quizá porque no poseemos los datos adecuados para discernir
los cometidos de cada Dios, resulta carecer de nitidez. Ni es fácil
desentrañar una estructura trifuncional, ni se llegan a determinar
jerarquías más allá del papel principal que parece
presentar Perún. Vladimiro en el año 988 se convirtió
al cristianismo y mandó destruir las imágenes de los Dioses
transformados en ídolos; el cristianismo, como al resto de los monarcas
de la época, le resultaba un instrumento de justificación
religiosa de su poder terrenal mucho más eficaz que cualquier forma
de paganismo.
El otro ámbito para el que poseemos documentación del
momento de la cristianización es el de los eslavos occidentales.
En la isla de Rügen, último bastión del paganismo
eslavo se testifican media docena de divinidades. En el emplazamiento cultual
principal, Arcona, se daba culto a Sventovit (Svantevit). La etimología
más aceptada explica el teónimo como «el santo»
o «el luminoso» (svetu = santo, luz). El templo de Arcona (ilustración
54) fue excavado a comienzos de siglo, y descrito con detalle por Saxo
Grammaticus en el capítulo 14 de sus Gesta Danorum (redactado en
1188), de forma cuadrada, en su centro se localizaba una enorme estatua
policéfala del Dios (de más de 8 m. y con cuatro cabezas).
Saxo testifica dos ritos en relación con el Dios. El primero (XIV,
564) es la descripción ritual más detallada que poseemos
para la religión eslava y corresponde a la gran fiesta de Sventovit
tras la cosecha. El sacerdote, que se diferenciaba del resto de los hombres
por llevar barba y cabellos largos, y que era el único que podía
penetrar en el templo, preparaba la ceremonia barriéndolo según
un ritual especial que le impedía respirar en su interior, por lo
que salía al aire libre para hacerlo (se ha explicado como un medio
de no mancillar a la divinidad pero también pudiera tratarse de
una práctica de control de la respiración con finalidades
extáticas). Al día siguiente, ante el pueblo reunido a las
puertas del templo comprobaba el nivel del líquido del vaso que
llevaba en la mano derecha la estatua del Dios. Si había descendido
auguraba un mal año y exhortaba a la contención en el consumo
de los productos cosechados, posteriormente hacía una libación
solicitando al Dios properidad. Luego se colocaba delante de la estatua
una enorme hogaza redonda tras la que se escondía el sacerdote preguntando
al pueblo si era visible, en caso afirmativo solicitaba para el año
siguiente una mayor cosecha y la victoria por tierra y mar. Acto seguido
se hacía un festín religioso. Como vemos se trata de un doble
ritual de acción de gracias y de propiciación de la fecundidad
(terminaba en orgía) durante el cual se socializaban los excedentes
por medio de un banquete común. Es en última instancia un
ritual de solidaridad de características muy arcaicas; lo específico
de Arcona es que congrega a gentes venidas de toda la isla y que promete
éxitos militares, lo que parece ilustrar la tendencia a la complejización
de la sociedad (grupos mayores con una diversificación social suficiente
como para permitir la existencia de especialistas, en este caso sacerdotes,
pero también guerreros).
El segundo ritual es de tipo adivinatorio y en él participaba
el caballo sagrado de Sventovit; se decía que el propio Dios lo
montaba por las noches, y solamente el sacerdote guardian del templo podía
cabalgarlo. Se clavaban una serie de lanzas en el suelo y el caballo debía
pasar por encima de ellas; si lo hacía con la pierna izquierda era
un presagio desfavorable. Este tipo de práctica puede estar testificando
un mecanismo arcaico de consenso y no solo un rito adivinatorio; es posible
que por medio del caballo se obtuviese imaginariamente la sanción
ordálica divina a una decisión que tenía que ser aceptada
por unanimidad por los diversos subgrupos que formaban en torno a Arcona
la comunidad de los rugianos; la religión es uno de los mecanismos
más potentes para conseguir este tipo de consenso cuando no existen
los modos de coacción de los aparatos estatales complejos. En Rügen
existían otros tres templos en la fortaleza de Carentia (Korenika,
hoy Garz) dedicados a los Dioses Rujevit, Porevit y Porenutius y que fueron
destruídos tras la toma de Arcona. Las estatuas que albergaban o
eran policéfalas (Porevit tenía cinco cabezas) o tenían
varias caras. El único teónimo que parece reconocible es
el último, que la mayoría de los investigadores relaciona
con Perún.
Eslavos occidentales y orientales presentan más diferencias
que semejanzas, a pesar de lo próximos en el tiempo que están
ambos desarrollos religiosos. Solamente dos figuras divinas, Perún
y Svarog-Svarozic se testifican en ambos lugares (Dazbog aparece entre
eslavos meridionales y orientales y quizá sea también paneslavo)
aunque no parecen cumplir funciones comparables en la estructura religiosa
(Perún no presenta entre los occidentales la posición principal
que tiene entre los orientales). Sin duda el diverso desarrollo social
permite explicar esta situación. Entre los rusos el papel de la
monarquía varega (de origen vikingo) es fundamental en la complejización
que determina la aparición de un «panteón» como
el vladimiriano. Entre los eslavos occidentales la complejización
parece surgir del interior (aunque la causa última sea la presión
externa), y se concreta en la tendencia a formar agrupaciones de carácter
étnico-territorial que superan el marco de las comunidades tradicionales
y que necesitan establecer emplazamientos donde consensuar las decisiones
bajo la imaginaria protección de divinidades comunes. Así
surgieron por una parte templos complejos (frente a los sencillos lugares
de culto anteriores), una casta sacerdotal poderosa e imprescindible (como
resultado del papel principal que cumplen en la consecución de las
ceremonias de solidaridad grupal) y por otra parte ritos ordálicos
(basados en el uso del caballo) sin los cuales no se podría forzar
el cumplimiento de decisiones.
Cualquier intento de reconstrucción de la religión de
los protoeslavos resulta hipotético ya que los instrumentos con
los que se cuenta para hacerlo son escasos. El método comparativo
plantea problemas desde dos de sus ámbitos de análisis. Por
una parte la aproximación etimológica no ofrece, salvo en
casos contados, desarrollos incontestables; la variabilidad de las raíces
esgrimidas por los diversos especialistas para explicar un mismo teónimo
terminan desvirtuando el resultado, que por otra parte rara vez consigue
entroncar con una raíz indoeuropea contrastada en la formación
de teónimos en otros ámitos (con las excepciones notables
de Perún y Volos). Por otra parte los logros de la mitología
comparada se aplican con gran dificultad al material eslavo, por falta
de fuentes, pero también por inadaptación de las informaciones
que poseemos a los esquemas de análisis al uso (los intentos de
desentrañar la estructura trifuncional entre los eslavos no han
conseguido los avances deseables). La única estrategia de análisis
fructífera consiste en intentar determinar de entre las informaciones
de índole religiosa que poseemos de los eslavos (en todo tipo de
fuentes, con especial énfasis en las folklóricas) las que
pudieran cumplir una función en una sociedad de las características
específicas de la protoeslava. Partimos de la premisa de que la
sociedad protoeslava tiene una célula básica de organización
que es la comunidad local (rod), con unas estructuras poco complejas que
hubieron de generar una religión poco elaborada. Pueblos eminentemente
pacíficos, no parecen haber desarrollado mecanismos ideológicos
en los que se potenciasen las características marciales, salvo en
el ámbito occidental en una época avanzada y como consecuencia
de la presión germánica. La expansión eslava se debe
más al avance progresivo sobre territorios abandonados por sus pobladores
que a un sometimiento forzoso; el Dios que otorga los nuevos territorios
no es por ello el señor de la guerra como ocurre entre otros pueblos
indoeuropeos. Tampoco parece testificarse, salvo en la etapa final y por
las causas antes esgrimidas, la existencia de una casta sacerdotal poderosa
que generase una especulación teológica compleja. Para los
protoeslavos son las divinidades que presiden la comunidad y las que regulan
las relaciones del hombre y el medio las que tienen verdadero peso. Una
sociedad de este tipo, en la que la tercera función presenta un
desarrollo extraordinario frente a las otras dos genera una forma religiosa
en la que se minimiza el grupo sacerdotal que gestiona y transmite el armazón
ideológico trifuncional, que por tanto pierde fuerza y deja de estructurar
la ideología religiosa, con lo que la especulación teológica
se resiente.
El ámbito social principal de la vida religiosa de los
protoeslavos lo marcan la familia y la comunidad (entendida como conjunto
de personas que se estiman unidas por lazos de parentesco real o imaginario).
Hay por tanto que seguir a Vyncke y otorgar al Dios Rod (testificado en
homilías y en el folklore antiguo) su verdadera importancia. No
se trata de uno más de los démones que presiden los nacimientos
o representan a los difuntos. Es la personificación de la comunidad
familiar (rod) en sus múltiples aspectos y cumple una función
tutelar de tipo general; no resulta pues extraña su competencia
sobre los nuevos miembros del grupo ni sobre los que ya lo han abandonado.
Esa multiplicidad de cometidos explicaría también que se
le asocie a unas divinidades femeninas múltiples y casi homónimas
denominadas Rozanicy. La tutela y protección del grupo determina
un campo de acción plural y poco especializado que marcará
la teología eslava incluso en su época final (de ahí
la indeterminación competencial de las divinidades de rusos y eslavos
del Báltico). El papel principal de Rod en la estructura religiosa
protoeslava puede permitir explicar también la insistencia de las
fuentes literarias en plantear que los eslavos tenían una divinidad
suprema.
Podemos hacernos una somera idea, gracias a los datos del folklore
(a pesar de lo desestructurados y corruptos que están), de lo que
debieron ser los ritos de paso entre los protoeslavos. El nacimiento está
presidido por Rod y cumplen en él un papel primordial una serie
de seres (hadas llamadas rozhdenitsa, sudbina, sudjenica en diversas zonas
eslavas) que determinan el destino del recién nacido el tercer o
séptimo día tras el parto (quizá recuerde rituales
de aceptación del nacido por la familia o la comunidad y de adscripción
del estatus grupal estimado). Los datos folklóricos referentes a
costumbres matrimoniales recalcan la importancia del banquete (espacio
de la socialización), y de rituales que parecen propiciar la fecundidad
(se colocaba, por ejemplo, un simulacro de falo en la bebida en el banquete
de nupcias). El folklore eslavo testifica genios familiares y hogareños;
son los domovoi, ded o dedushka rusos (dedek checos, stopan búlgaros),
protectores de la casa y sus habitantes.
La relación hombre-medio natural y las sutilidades del
mutuo equilibrio subyacen tras un buen número de divinidades, ritos
y figuras religiosas testificados en el folklore eslavo y en los testimonios
literarios. La naturaleza era objeto de culto por medio de la sacralización
de árboles, piedras, animales, fenómenos atmosféricos
y la creación de un abigarrado imaginario de seres diferentes al
hombre que pueblan el entorno natural y lo protegen. El folklore de rusos
y otros eslavos es inagotable a este respecto. Están los espíritus
del bosque (leshii o lesovik), las ninfas (vilas) de las aguas, las montañas
o las nubes; las beregyni (espíritus de los montes) las rusalkas
y los vodianoi (espíritus de los ríos, las aguas y los montes).
Algunos de estos seres tienen una desordenada sexualidad en la que se ven
envueltos (con diversos grados de fortuna) los hombres; si ponemos en paralelo
esta información con otras que testifican prácticas licenciosas
deploradas por los escritores eclesiáticos (por ejemplo durante
las kupala, fiestas de verano) podemos sostener la existencia de ritos
de potenciación de la fecundidad de carácter orgiástico
entre los protoeslavos. Mayor grado de individuación tienen las
figuras folklóricas de Iarilo, el caballero blanco, que parece representar
la fuerza de la primavera, Mati Syra Zemlia (la húmeda madre tierra,
que parece recordar a la Mokosh vladimiriana), Zaria (personificación
del amanecer), Paludnitsa (espíritu del mediodía) o Pereplut
(quizá representación de la fuerza genésica de la
naturaleza).
Los lugares de culto de los protoeslavos parecen ser de dos tipos,
por una parte el hogar y por la otra la naturaleza, especialmente los grandes
árboles y los bosques. Estos últimos delimitan dos ámbitos
diferentes, el que rige el hombre y el que el hombre no controla y por
tanto reverencia y teme. Gracias al mundo imaginario de genios y ninfas
el bosque no es perturbado en exceso por la acción antrópica
permitiendo que el ecosistema se mantenga en equilibrio y el sistema social
se mantenga estable (los bosques sirven para marcar los límites
entre los territorios de diversas comunidades).
Las fiestas eslavas tienen también un marcado tinte naturalista
y parecen centrarse en torno a los solsticios (kupala en verano; koljada
en invierno), son momentos fundamentales para determinar el calendario
y por tanto programar la siembra en las fechas adecuadas.
El rito de paso último conlleva entre los eslavos una
serie de prácticas que buscan la completa aniquilación del
cadáver y su alejamiento del mundo de los vivos. El muerto salía
de la casa no por la puerta sino por una brecha que rapidamente se tapaba.
El cuerpo en el ritual más antiguo se quemaba; posteriormente cuando
se adoptó la inhumación se realizaban una serie de actos
para mantenerlo anclado en su tumba (como clavarlo al suelo con una estaca
o atarlo); los eslavos buscaban por tanto asegurarse que el difunto no
volviese. A pesar de todo, el folklore eslavo abunda en muertos vivientes,
fantasmas, espíritus de suicidas, asesinados y otros muertos antes
de tiempo, vampiros o licántropos que se relacionan con creencias
muy arcaicas respecto de la indeterminación de los caminos de la
muerte. En contraposición hay otros muertos favorables, los ancestros,
que reciben un culto y se les estima protectores de la casa y la familia
a la que pertenecieron (deduska, diminutivo de dedu = abuelo). Como en
otras culturas arcaicas parece constatarse una muerte correcta, que sigue
los pasos rituales adecuados y que socializa al difunto por medio de la
despersonalización y disolución de su antigua naturaleza
(y a nivel social, de su estatus personal) y una «mala muerte»
que priva a los vivos de la certeza de que la corrección en el proceso
tanático haya convertido al muerto en un antepasado impersonal y
benéfico, provocando la aparición de un espíritu descontento
y peligroso. Todo ello indica una creencia en un más allá
del que podían volver los muertos en fechas especiales, como durante
la radunica (fiesta del equinoccio de primavera).
De los neuros, quizá una de las denominaciones de los
protoeslavos forjadas por el mundo clásico, decía Heródoto
(IV, 105) que podían convertirse en lobos a voluntad. El tema de
la licantropía se repite en fuentes claramente eslavas y en todas
las lenguas eslavas el término para el hombre lobo es muy semejante
(vlukodlaku). Dadas las características poco belicistas de los pueblos
eslavos hemos de suponer que el lobo tuvo entre ellos una simbología
diferente de la que presenta entre otros pueblos indoeuropeos (donde aparece
como animal de referencia entre los miembros de cofradías de guerreros,
como entre los germanos o los dacios).
Quizá la licantropía se explique como una manifestación
del poder de los brujos eslavos. Se sabe que estos expertos en magia eran
poderosos y actuaron como uno de los pilares del rechazo al cristianismo
(provocando revueltas en Rusia y haciéndose expulsar por los príncipes
checos). Las fuentes eclesiásticas transmiten con horror los encantamientos,
las prácticas abortivas, los envenenamientos y las fórmulas
adivinatorias que empleaban. El ejemplo prototípico de estos personajes
(muchas veces femeninos) es la bruja del folklore ruso Baba Yaga, que se
metamorfosea a placer en animales (pájaros o serpientes), destruye
a los hombres pero también les revela el futuro. Muy interesantes
también resultan los poderes de Ved'ma, otra bruja arquetípica
del folklore eslavo. Capaz de transformarse en pájaro o serpiente,
volar, o hacerse invisible, conoce las plantas y puede producir la lluvia,
poderes todos habituales entre los chamanes. Entre los protoeslavos, dada
su proximidad con pueblos fino-ugrios y altaicos, y su sistema social,
no es de extrañar que las funciones religiosas que requiriesen una
especialización mayor recayesen en brujos con un campo de actuación
y unas capacidades parecidas a las de los chamanes uralo-altaicos, que
llevasen una vida marginal (en el bosque, fuera del ámbito habitual
de la vida en común) y una de cuyas pruebas iniciáticas o
prácticas mágicas fuera la transformación en lobo.
La religión de los eslavos presenta un problema fundamental a
la hora de intentar una aproximación diacrónica. La fase
final, la mejor documentada, ilustra una religión en mutación,
erosionada por la necesidad de adaptarse al reto del contacto. La fase
protoeslava, tras un esfuerzo de ordenación, parece presentar unos
contornos, que no por hipotéticos son menos congruentes, pero resulta
atemporal. Los contactos y los cambios en la religión protoeslava
debieron de aumentar a la par que el territorio eslavizado crecía
y su sociedad se complejizaba; así el contacto con baltos, germanos,
indoiranios y pueblos de la estepa norasiática se rastrea especialmente
en los datos religiosos. La presencia de los Dioses Perún y Veles
entronca a eslavos y baltos; probablemente testificando un remoto origen
común más que ilustrando un préstamo en una época
indeterminable. El problema es parecido con los germanos, no llegando a
poderse discernir si la presión cultural y militar germánica
determina el cambio o si las semejanzas ya se constataban (en parte) en
épocas anteriores. Los contactos con los pueblos esteparios y los
fineses hubieron de potenciar los rasgos para-chamánicos en la actuación
de los especialistas religiosos eslavos, sobre todo en los ámbitos
que trascienden el mundo de la familia y la comunidad.
Respecto a la herencia indoeuropea, entre los eslavos la trifuncionalidad
se desentraña mal como constató el propio Dumézil
y si lo hace es desequilibrando la balanza de modo desmesurado hacia la
tercera función. Pero hemos de tener en cuenta que el imaginario
trifuncional actúa como una estrategia de comprensión y relación
con el medio y de adecuación de la sociedad a unas pautas que quizá
entre los protoeslavos (pueblos que resultan paradigmáticamente
pacíficos y que optan por un sistema social poco complejo) no resultaba
pertinente.
7) LA RELIGIÓN GRIEGA
La griega es la religión no practicada en la actualidad que mejor
conocemos, la riqueza documental de la que se dispone para su estudio es
extraordinaria, tanto en lo que se refiere a fuentes literarias como iconográficas,
epigráficas o arqueológicas. Pero a pesar de todo, la extensión
temporal y territorial del mundo griego complica la tarea de intentar su
estudio ya que diseña un mosaico religioso de una gran diversidad
en el que no todas las partes son bien conocidas. Desde la religión
de la época micénica hasta la religión helenística,
pasando por la homérica o la clásica, desde la religión
de los filósofos o los místicos a la oficial de las ciudades,
se granan sensibilidades y creencias muy diferentes. En algunos casos la
documentación es especialmente nutrida, en otros casos solamente
podemos deplorar la pérdida de tradiciones locales, que eran muy
numerosas, pero que o no se escribieron o no llegaron a transmitirse fuera
de los límites de la comunidad para la que fueron creadas. Y es
que el mundo griego no formó una unidad territorial o política,
sino que cada territorio y cada ciudad poseía sus mitos, sus explicaciones
del mundo (por medio de las que se buscaba potenciar la autoidentificación)
y sus ritos propios (incluso los calendarios rituales varíaban mucho
de un lugar a otro). Nuestra visión de la religión griega
depende en gran medida de lugares y momentos que la transmisión
documental ha privilegiado. Son bien conocidos los desarrollos atenienses,
las especulaciones plasmadas en los textos homéricos y hesiódicos
o el material de la época clásica; conocemos bastante bien
la religión de la aristocracia y los grupos dominantes. Pero se
nos escapa en mayor medida la religión popular, la campesina o la
de los grupos marginales (por ejemplo los esclavos).
La religión griega tiene tres grandes momentos, que corresponden
a etapas históricas características. La religión micénica,
la religión centrada en el marco de la polis y la religión
helenística. La religión de la polis se suele entender como
la religión griega por antonomasia. Así, en muchos casos
se ha comprendido la religión micénica con los instrumentos
que ofrecía la religión de la polis y en otros se ha entendido
la religión helenística como su degeneración. Dos
causas principales han llevado a esta situación. Por una parte la
enorme cantidad de datos en obras literarias, monumentos o imágenes
han privilegiado (y siguen privilegiando) su conocimiento en profundidad.
Resultaba un recurso sencillo trasladar a épocas remotas y con mucha
menor documentación lo que se conocía para épocas
posteriores: por ejemplo, se dotó a lo que en época micénica
eran solamente nombres divinos de unas imágenes, unos mitos, unas
funciones (aunque hay que tener presente que no podemos tener la seguridad
que fueran semejantes, de ahí la quiebra del método). Por
otra parte la idealización que presidió la precepción
durante centurias del legado griego deformó, magnificándolos,
los desarrollos ideológicos de lo que se entendía por "edad
de oro" griega. Hijos como se querían de unos griegos ideales, los
sabios europeos no podían menos que priorizar la época que
estimaban de esplendor de éstos. Resulta pues necesario tomar conciencia
de esas idealizaciones para enfrentar la más antigua religión
griega: la micénica.
El desciframiento de la escritura Lineal B hace menos de medio siglo
demostró el carácter inequívocamente griego de la
sociedad micénica (fechada en su máximo desarrollo entre
los siglos XV a XIII a.e.), pero también desveló unas instituciones
insospechadas; la economía estaba parcialmente dirigida desde los
palacios, que captaban y redistribuían excedentes gracias a una
burocracia estructurada. El sistema social resultaba completamente ajeno
al que dibujaban los poemas homéricos (fechados a finales del siglo
IX y comienzos del VIII a.e.), que hasta ese momento se estimaban reflejos
(tamizados por el lenguaje mitológico) de la pretérita sociedad
micénica; la forma de organizar la economía resultaba mucho
más parecida a la que desde hacía milenios imperaba, por
ejemplo, en los estados mesopotámicos. Los textos micénicos
conservados lo fueron de modo fortuito, eran tablillas en barro en las
que los burócratas encargados de la fiscalización de los
productos anotaban las partidas que entraban en la contabilidad palacial
y luego eran redistribuidas a diversos centros (nos interesan especialmente
los templos receptores). Durante los incendios que se produjeron en los
diversos palacios micénicos por causas todavía no aclaradas
satisfactoriamente, estas tablillas de barro se cocieron y se nos conservaron
en fortuitos archivos que solamente reflejan la situación del año
del incendio.
No se trata, por tanto, de obras literarias, ni de narraciones
de mitos o rituales (aunque no podemos saber si los micénicos, como
hicieron los mesopotámicos, escribieron obras de este tipo en algún
otro material que no se ha conservado), sino de áridos documentos
catastrales sin la menor pretensión literaria. A pesar de las características
del material escrito micénico, los datos que de él se extraen
son fundamentales para dibujar, aunque en grandes líneas y con lagunas
notables, la más antigua religión griega conocida. Frente
a los estudios previos al desciframiento, que solamente contaban con la
iconografía y los datos arqueológicos para sustentar las
hipótesis reconstructivas, y que planteaban la semejanza de la religión
micénica con la religión cretense de la etapa anterior (la
religión minoica), los datos escritos muestran un abigarrado politeísmo
y un sistema de templos que resultaba insospechado. El caso micénico
es prototípico para ilustrar las deficiencias que subyacen en los
estudios religiosos basados exclusivamente en la iconografía (por
ejemplo las reconstrucciones de la religión prehistórica
o las hipótesis muy ambiciosas como la de M. Gimbutas). Un elenco
de teónimos surgió de lo que antes se creía un sistema
casi monoteísta (centrado en la gran madre como Diosa casi exclusiva),
muchas e importantes divinidades femeninas, como la Potinija (la señora,
teónimo seguido de diversos epítetos en las testificaciones
conservadas y que tiene un culto importante en varios lugares), pero también
muchos Dioses masculinos e incluso parejas divinas (desconocidas con posterioridad)
como Diwija-Diwo (teónimos que portan la raíz indoeuropea
que se testifica en Zeus, el Dios principal griego de la época posterior
—declinado Diós en genitivo—) o Posidaeja-Posedaone (difícilmente
no relacionable con el Posidón griego posterior). Aparecen teónimos
que luego tendrán continuación en época postmicénica
junto a otros para los que no hay el menor paralelo posterior. Incluso
surgen algunos inesperados como Diwonosijo (el posterior Dioniso) del que
los propios griegos antiguos estaban convencidos que era un Dios intruso
proviniente de Tracia, quizá porque lo extraño de su modo
de actuar en el ser humano, llevaba a buscar las raíces de su alteridad
lejos (cuando de hecho resultaba consustancial al modo griego de experimentar
la divinidad, en una ambivalencia que Nietzsche denominó lo dionisíaco
frente a lo apolíneo).
Estas equivalencias, que en algunos casos resultan confusas han
sesgado la investigación sobre la religión micénica,
que se ha interpretado en demasiadas ocasiones desde una perspectiva medio
milenio posterior (con los ojos de la teología homérica y
posthomérica). Nada permite pensar que los Dioses micénicos
de nombre semejante a los testificados con posterioridad tengan las mismas
atribuciones. Diwo difícilmente tendría la posición
de la que goza Zeus en el panteón aristocrático homérico,
lo mismo que los nobles del siglo VIII a.e. tenían una posición
social, una ideología y unos intereses bien diferentes de los de
los reyes que presidían el sistema palacial en cada uno de los territorios
micénicos. Podemos hipotetizar que estos monarcas tendrían
un estatus más parecido al de sus vecinos orientales, comparable
con el de los soberanos en las sociedades originales, aunque, en realidad,
no tenemos testificación segura que lo avale. Tampoco la investigación
ha sido capaz de determinar la importancia e influencia de los sacerdotes,
que las tablillas testifican, pero cuyas competencias resultan oscuras.
La primera religión griega presenta, por tanto, grandes
indeterminaciones que provienen del material documental con el que se cuenta
para su estudio, pero sirve para ilustrar cómo un avance en el estudio
de la cultura material (como es el desciframiento de una escritura) puede
modificar radicalmente una visión cimentada en el trabajo de generaciones
de estudiosos.
El fin del mundo micénico se acompaña de la desaparición
de la estructura palacial, el sistema ideológico que sustentaba
el poder de la elite e incluso de la escritura (junto con la burocracia
que la empleaba). Entre los siglos XI y VIII se instaura una nueva sociedad,
dirigida por una nueva elite que justifica su preeminencia en la pertenencia
a linajes determinados, que dicen entroncar con grandes héroes del
pasado e incluso con los Dioses y en el desarrollo de la actividad bélica:
son señores de la guerra y en su ideología la lucha es clave.
En este ambiente obsesionado por las genealogías y por los hechos
heroicos surgen los poemas homéricos y hesiódicos. La Ilíada
desarrolla la narración fabulosa (y puramente mítica) del
enfrentamiento entre los aqueos (liderados por la pléyade de sus
heroicos jefes, sobre los que impera Agamenón, señor de Micenas)
contra los troyanos por el peregrino motivo de recuperar a una mujer (Helena,
la esposa legítima de Menelao, señor de Esparta, raptada
por Paris, hijo de Príamo, señor de Troya). Mientras los
hombres se enfrentan en el campo de batalla, en el mundo celeste los Dioses
determinan los derroteros del combate; Zeus o en otras versiones Hermes
pesan los destinos de los combatientes; no será la mayor o menor
capacidad bélica la que determinará el resultado del enfrentamiento,
sino la dirección hacia la que se decantará el fiel de la
balanza (ilustración 55). Otro tanto ocurre con la Odisea, el único
de los relatos de regresos a su patria de los héroes aqueos vencedores
de Troya que se ha conservado completo. Odiseo, protegido por la Diosa
Atenea pero enfrentado al Dios Posidón (que rige sobre los mares)
vaga durante diez años por parajes extraordinarios (llega incluso
a la boca del Hades, el reino de los muertos) hasta que los Dioses le permiten
retornar al hogar.
Los poemas homéricos desarrollan una teología que
infuirá profundamente en la especulación posterior; dado
que se convirtieron en obras aceptadas por todos los griegos, conocidas
y aprendidas desde la infancia. Pero habían surgido como productos
ideológicos de grupos sociales muy característicos, de esos
señores de la guerra para quienes cantaban los poetas y que hallaban
en ellos pautas de comportamiento diferencial (modelos de actuación,
señas de identidad) que los asemejaba y emparentaba con aquellos
héroes indiscutibles (mejores sin duda que los hombres del presente)
gracias a intrincadas genealogías en las que se complacían
especialmente y que, además, les servía de justificación
de su preeminencia social.
Los poemas de Hesíodo, por su parte, sin llegar a tener
la enorme influencia de las obras homéricas, presentan un carácter
sistemático que también sirvió de guía para
la teología posterior. Resulta especialmente interesante su obra
Teogonía que narra la genealogía de los Dioses (desde el
caos a las divinidades que rigen el mundo presente pasando por las generaciones
destronadas de Dioses del pasado); por su parte Los trabajos y días
ilustra las creencias campesinas y expone mitos de gran interés,
como el de las razas. Esta narración antropogónica es especialmente
ilustrativa: los hombres del presente son una raza degenerada, la de hierro,
la última de una serie que fue decayendo desde la de oro (reflejo
de la utopía en la que la naturaleza ofrece sus productos de modo
espontáneo), cercana a los Dioses, pasando por la de plata y la
de bronce y solo recuperando algo de su esplendor con la raza de los héroes.
Este relato tiene paralelos orientales (incluso bíblicos como Daniel
2,31 ss.) pero también indoeuropeos (Mahabharata III, 12, 826),
aunque lo específico hesiódico es la presencia entre las
razas metálicas de la de los héroes, en cuyas acciones y
líneas de sangre, como ya vimos, se reconocía la elite.
Lo característico de estos primeros testimonios griegos
es que los creadores de la teología, los sistematizadores del corpus
de creencias son poetas inspirados (imaginariamente por las Musas), no
son sacerdotes. Aunque conforman una religión artificial muy directamente
relacionada con la ideología de los grupos sociales a los que estaban
dirigidas estas obras (las aristocracias griegas), el enorme impacto cultural
que tuvieron (en especial los poemas homéricos) les hizo convertirse
en una lectura común de la teología que se superponía
a las teologías particulares de cada ciudad actuando de fermento
unificador panheleno frente a las diversas tendencias disgregadoras (tendentes
a potenciar el papel de las divinidades protectoras de cada ciudad específica).
El prestigio de estas narraciones configuró un durable marco referencial
de creencias comunes de todos los griegos desde el arcaismo al fin del
mundo antiguo a la par que también fue punto de partida para criticar
esas mismas creencias. En calidad de acervo de relatos míticos y
de referencias visuales estos relatos, en relecturas diversas (siendo fundamental
la renacentista), configura un patrimonio común de la cultura occidental.
La libertad que potenció entre los griegos la inexistencia de
un dogma obligatorio sancionado por un sistema eclesiástico permitió
que se pudiese desarrollar un mundo religioso diverso y abigarrado cuya
complejidad solamente intuimos en la documentación incompleta que
poseemos; los grupos de índole religiosa que actuaban más
allá de la religión oficial de las ciudades fueron muchos,
aunque no pasaron de ser minoritarios (a pesar de su gran creatividad);
la gran mayoría de los griegos se sentían vinculados a sus
divinidades y ritos ciudadanos, cuya característica más notoria
era que potenciaban la solidaridad grupal y los identificaban como colectividad
(la construcción del marco de la polis se hizo potenciando justamente
la identidades propias (cívicas) y alterizando a lo diferente).
La fiesta es el marco en el que la identificación del
grupo se refleja de modo más diáfano, pero también
donde se testifican una serie de prácticas que buscan reequilibrar
la sociedad por medio del reparto. En el mundo centrado en la polis, que
define el arcaísmo y el clasicismo griegos (siglos VIII a IV a.e.)
en la fiesta participan solamente los miembros de la ciudad (si hay extranjeros
tienen puestos secundarios, salvo que tengan un estatus y unos lazos de
amistad con ciudadanos preeminentes que les permitan acceder a un puesto
destacado); además la fiesta es el pretexto ritual (religioso) para
socializar excedentes acumulados por el estado o particulares sin que se
genere un débito por parte de los grupos receptores respecto de
los dadores (ya que es la divinidad la que preside y por tanto a la que
se debe el reconocimiento imaginario por lo consumido). Las ciudades griegas
cargaban sus calendarios rituales de fiestas, cuya ubicación variaba
mucho de unas a otras (incluso entre las que tienen idéntica denominación);
conocemos bien el caso ateniense en el que los días dedicados a
festividades superaban el medio centenar al año.
Las fiestas tenían una serie de fases (procesiones, agones,
comidas rituales) jalonadas de prácticas diseñadas para cohesionar
al grupo social y encuadradas en el momento ritual más significativo,
el del sacrificio, que servía simbólicamente de espacio de
unión entre el mundo de los Dioses y el de los hombres, por medio
de la muerte del animal.
La procesión era el espejo en el que se mostraba y miraba
la ciudad; los ciudadanos enmarcados en grupos significativos (notables,
jóvenes cumpliendo el servicio militar, jóvenes casaderas
—que tenían pocas oportunidades de ser admiradas e incluidas en
estrategias matrimoniales—) se jerarquizaban y mostraban su cohesión
ante los hombres, pero imaginariamente también ante la divinidad
a la que se dedicaba la fiesta. La procesión, además, marca
el territorio ritual de la ciudad, socializando e identificando el entorno
y poniendo de manifiesto la jerarquización de la periferia
respecto del centro. Un ejemplo diáfano lo ofrece la instauración
de los pequeños misterios, que se incluyen en el ritual de los misterios
de Eleusis como una fase en la que se desarrolla una procesión entre
Atenas y Eleusis. De este modo Atenas, la ciudad principal, que ejerce
el dominio político sobre Eleusis (una pequeña ciudad que,
no obstante, era un emplazamiento cultual de primer orden, muy prestigioso
y hasta ese momento semi-autónomo) deja claramente establecida la
vinculación religiosa.
Otro paso en la fiesta es el concurso agonístico; consiste
en el enfrentamiento entre diversos miembros para determinar los elementos
más hábiles, capaces o fuertes. En el vencedor (ya sea en
la lucha, la carrera, la danza o el canto) confluían la habilidad
y el entrenamiento junto con las dotes naturales y una imaginaria elección
divina; se convertían en los personajes más admirados y eran
escogidos para los matrimonios más ventajosos y las preeminencias
dentro del grupo. En muchos casos los enfrentamientos agonísticos
estaban ritualizados según una pauta que partía de una desintegración
del grupo (se escogía a un miembro por cada subgrupo —parental,
local, otros antiguos vínculos prepolíticos—), el enfrentamiento
en la primera fase potenciaba la identificación de los subgrupos
pero tras la victoria, que era entendida como una elección divina
se recuperaba la cohesión superando las diferencias subgrupales.
Se trata de una ceremonia de desmembración y posterior reintegración
ritual del grupo, que tenía la utilidad de maximizar brevemente
la autoidentificación de los subgrupos para transformarla posteriormente
en una autoidentificación de todo el grupo en torno a un ganador
común. La ciudad de Atenas generó un tipo de agon especialmente
significativo que es el teatral, presidido por Dioniso. En un marco sagrado,
los
autores dramáticos y cómicos presentaban ante la audiencia
situaciones muchas veces desesperadas e irresolubles (enfrentamiento padres-hijos,
sometimiento de la mujer) que terminaban cohesionando a la ciudadanía
en torno a unos valores y unos modos de entender el mundo que, aunque fuesen
estructuralmente conflictivos se mitigaban al ser expuestos a la pública
reflexión.
La última fase de la fiesta es el banquete ritual; es
el medio de organizar el reparto de excedentes y de socializar la riqueza.
Pero es también el momento en el que se desarrolla el acto religioso
de mayor importancia que es el sacrificio. El animal sacrificado (o el
producto agrícola) sella el pacto entre los Dioses (a los que se
ofrece una parte en forma de ofrenda) y los hombres; una comunión
en la que participan la naturaleza (plantas, animales, hombres) y las potencias
sobrenaturales creandose un lazo de solidaridad imaginario a escala cósmica.
Pero a la par que el banquete sacrificial es el espacio del reparto y del
común disfrute, ya de los excedentes del estado, ya de la riqueza
de individuos especialmente favorecidos, de nuevo se nos muestra como un
medio de dejar manifiesta la jerarquía dentro del grupo con la adjudicación
de partes significativamente mejores a los ciudadanos preeminentes. La
comida ritual, además, en los cultos agrarios (originalmente prepolíticos),
cumple un papel fundamental de índole ecológica; el invierno
y comienzo de la primavera es una época crítica en la dieta
mediterránea tradicional, ya que el déficit de alimentos
(especialmente frescos) puede ocasionar carencias fisiológicas graves.
Las más antiguas fiestas campesinas se concentraban significativamente
en invierno y comienzo de la primavera, se consumían productos no
habituales (especialmente la carne sacrificial) equilibrando la dieta;
la cohesión del grupo determinaba un bienestar no solamente espiritual
sino notablemente físico.
Las ciudades consolidan su identidad por medio del culto de divinidades
que estiman protectoras especiales. Un caso ejemplar lo ofrece Atenas con
su divinidad políada (propia de la ciudad) que es además
homónima, Atenea. Su templo, el Partenón, es el símbolo
de la ciudad, su fiesta principal, las Panateneas, el espejo en el que
la ciudad se muestra ante las demás (una identificación que
se refleja en la iconografía, por ejemplo en las esculturas del
Partenón). La divinidad simboliza la fuerza y la majestad de Atenas,
y los templos son el modo de materializarlo; la imagen de la Diosa o su
símbolo (la lechuza) aparece en las monedas, su nombre encabeza
los pactos y tratados: la identidad de Atenas es su Diosa. Cada ciudad
tiene su divinidad políada, su mitología propia, su teología,
sus cultos que explican el mundo en una clave en la que ella es el centro.
Esta tendencia centrífuga de la teología griega se mitigó
gracias a las especulaciones de los primeros poetas que, a la par que antropomorfizaron
de modo radical a los Dioses, los ubicaron en panteones y agrupamientos
comunmente admitidos por cualquier griego. Los doce Dioses del Olimpo forman
el conjunto principal, que se organiza como una familia, bajo el liderazgo
de Zeus.
La diversidad local es aún más evidente en los
relatos heroicos: frente a figuras aceptadas de modo común, como
Heracles, otras identifican a ciudades, territorios o incluso familias
aristocráticas que se dicen descender de ellas. Los relatos podían
ser muy dispares entre unas zonas y otras, incluso al plasmar un mismo
episodio; quede el ejemplo del rey Minos, soberano mítico de Creta
que en Atenas era visto como un tirano, colmo de la injusticia (de cuyo
yugo tributario liberó Teseo a los atenienses al matar al Minotauro
-ilustración 56—) mientras que otras tradiciones le hacían
un rey tan justo que tras su muerte se convirtió en juez infernal.
Las ciudades griegas no generaron un sacerdocio estable y jerarquizado
de tipo eclesiástico. Por el contrario el sacerdote es un representante
de la comunidad que tiende a parecerse a un magistrado, incluso en sus
modos de acceso al cargo (muchos sacerdocios son electivos o por sorteo
y de duración limitada). Abiertos a un número grande de ciudadanos
(que cumpliesen ciertos requisitos, exigibles generalmente a cualquier
magistrado), no era necesaria ni una sensibilidad especial ni unos conocimientos
depurados en teología o liturgia. Solamente en ciertos cultos ancestrales,
generalmente cargados de un prestigio especial, los encargados pertenecían
a una familia determinada que detentaba las claves del ritual. Solían
ser familias nobles que mantenían privilegios inveterados, secretos
celosamente guardados o un prestigio justificado en alguna narración
mítica. En los misterios de Eleusis, por ejemplo, los sacerdotes
más importantes solamente podían reclutarse entre las familias
(míticamente emparentadas) de los eumólpidas y los cérices,
dos de los linajes aristocráticos principales de la región.
Pero junto a estos sacerdocios oficiales surgen hombres capaces
de inmiscuirse en el rito o la teología. Poetas, adivinos ambulantes,
purificadores, sanadores espirituales, dicen poseer poderes que los aproximan
a la divinidad. Se potencia en el mundo griego la figura del hombre sagrado
(hierós anér), poseedor de una sabiduría que en algunos
casos enraiza en el dominio de técnicas corporales para acceder
al trance extático. Sabios (denominados filósofos, pero radicalmente
diversos a los homónimos postplatónicos), como Pitágoras,
Abaris, Epiménides, Empédocles o incluso el propio Platón
a los que convendría quizá mejor el apelativo de místicos.
Pitágoras dominaba una extraña técnica:
Había entre ellos un hombre de extraordinario conocimiento, dominador, más que ninguno, de todo tipo de técnicas de sabiduría que había adquirido un inmenso tesoro en su diafragma; cuando ponía en tensión toda la fuerza de su diafragma, sin esfuerzo alcanzaba a visualizar en detalle las cosas de diez o veinte generaciones de hombres (Diógenes Laercio 8,54)
Se trata de un método de control respiratorio que le llevaba a ser consciente de sus anteriores reencarnaciones y que parece bastante semejante al pranayama hindú. Platón, por su parte, utilizaba una técnica que parece menos directamente fisiológica:
Una purificación ... consistente en separar al máximo el alma del cuerpo, acostumbrándola a condensarse, a concentrarse en sí misma partiendo de cada uno de los puntos del cuerpo y a vivir en lo posible, en el presente y en el futuro, sola en sí misma, liberada del cuerpo como tras romper una atadura (Platón, Fedón 67c)
Por medio de la anámnesis, Platón aseguraba que
se podía acceder de modo instantáneo a la sabiduría,
ya que los hombres son seres celestiales que gracias a la filosofía
pueden recordar lo aprendido en los mundos divinos.
Esta visión platónica del filósofo como hombre
sagrado, enmarca una de las posibilidades que generó el mundo griego,
la reflexión que sobre la religión, desde muy diferentes
puntos de vista (desde el ateísmo al misticismo) desarrollaron esos
buscadores de la sabiduría que tanta trascendencia han tenido en
el pensamiento occidental. No se puede hablar de una religión de
los
filósofos, como si resultasen un grupo homogéneo, más
bien al pensar la religión, muchos de ellos transitaron unos caminos
que abrieron las vías de la construcción de una religión
personal (en la que el individuo era libre, incluso de creer algo diferente
a la comunidad en la que vivía).
La ciudad ofrecía un marco religioso oficial que si bien cumplía
correctamente las finalidades de cohesionar el grupo no tenía suficientemente
en cuenta otros aspectos (más personales) de la
religión. Pero a la par, al no existir en las ciudades griegas
un sacerdocio que detentase la ortodoxia, la libertad en las opciones privadas
fue grande. Proliferaron vías muy variadas de acceso al mundo sobrenatural
pero a la par también grupos de escépticos respecto de la
religión, que ponían en en tela de juicio la existencia de
los Dioses concebiéndolos como productos del hombre.
Algunos, que resultan difíciles de reconocer (órficos,
pitagóricos, dionisiacos, etc.) proponían incluso una cosmogonía
completamente diferente a la tradicional o una vía extática
cimentada en la ingestión de sustancias psicodélicas en las
que imaginaban que radicaba la divinidad (Dioniso) que los poseía
(era la manía). Creían incluso poder dominar a la inefable
muerte, gracias a letanías e itinerarios para el más allá,
y no solo mantener la «vida» sino incluso acceder a la apoteósis
(la conversión en Dios) como ejemplifican las siguientes laminillas
de oro con la que se enterraron ciertos adeptos que sin mejor nombre denominamos
órfico-dionisiacos:
Pero apenas el alma haya abandonado la luz del sol ve a la derecha
... observándolo todo de un modo correcto. Alégrate tu que
has sufrido el sufrimiento, esto no lo habías sufrido antes.
De hombre naciste Dios, cabrito caiste en la leche. Alégrate, alégrate,
tomando el camino de la derecha hacia las praderas sagradas y los bosques
de Perséfone (lámina de Turio)
Acabas de morir y acabas de nacer, tres veces venturoso en este
día. Dí a Perséfone (la señora del inframundo)
que el propio Baquio (Dioniso) te liberó. Toro, te precipitaste
en la leche, rápido te precipitaste en la leche, carnero, caíste
en la leche. Tienes vino, honra dichosa; bajo tierra te esperan los mismos
ritos que a los demás felices (lámina de Pelina).
Junto al surgimiento entre grupos de iniciados de la certeza en
una divinización (en la capacidad de algunos hombres para acceder
por su propio esfuerzo al estatus de dioses), junto a la
experimentación de estados extáticos por parte de los
místicos, surgieron también los críticos que minaron
la certeza en la realidad de los Dioses. El primer paso se rastrea en la
relativización que planteó Jenófanes en los siguientes
términos:
Pero si los bueyes y leones tuvieran manos o pudieran dibujar con ella y realizar obras como los hombres dibujarían los aspectos de los dioses y harían sus cuerpos ... los bueyes semejantes a los bueyes tal como si tuvieran la figura correspondiente... Los etíopes <dicen que sus dioses son> de nariz chata y negros; los tracios que <tienen> ojos azules y pelo rojizo
Pero el paso más radical lo plantearon algunos pensadores
de la época clásica: los hombres no antropomorfizan a los
dioses sino que los han inventado. Así Pródico de Ceos planteaba
que se
divinizaron las cosas útiles para el hombre y Critias que los
dioses son un invento para mejor controlar a los hombres por parte de los
gobernantes que así consiguen una sanción sobrenatural a
sus decisiones. Este ateísmo del gobernante lo destaca como nefasto
Platón que diferencia dos tipos, el ateo contenido y moral y el
amoral. Los que pertenecen a este segundo grupo:
Se caracterizan por la falta de control en los placeres ... así como una poderosa memoria y aguda inteligencia ... de la clase de hombres de donde a veces surgen los tiranos, los demagogos, los generales ... y los llamados sofistas (Leyes 908 b-e).
Estas ideas, que no debieron de resultar excepcionales entre los
dirigentes de algunas ciudades griegas desde finales del siglo V a.e.,
ilustran la quiebra de la mentalidad religiosa cívica ya que ciertos
individuos podían sentirse por encima de ella.
Frente a una religión oficial minada en algunos casos
desde su interior se potencia una forma de religión diferente, encardinada
en la experiencia personal, que en cierto modo resulta complementaria de
la anterior. Por ejemplo la experiencia dionisiaca, que pudiera parecer
anómica o incluso enfrentada al poder establecido (puesto que no
reconocía las jerarquías cívicas, sino que establecía
otras que pudieramos denominar de caracter místico) y que se entendía
como lo diferente (al propio Dios lo estimaban extranjero los griegos a
pesar de su raigambre micénica, que ya hemos destacado) parece resultar
ingrediente fundamental en el funcionamiento social. Dioniso preside el
symposion, lugar donde los aristócratas departían, banqueteaban
y forjaban su identidad como tales. También preside el teatro, espacio
de la contradicción y su resolución. Una sociedad profundamente
androcéntrica generaba problemas entre hombres y mujeres que en
el teatro se expresa en sus variantes más terribles (asesinato,
incesto, etc.) y que sirven para transformar en consciente ese conflicto
estructural. Otro tanto ocurre con la relaciones padres-hijos y en el ámbito
más genérico entre lo que compone la identidad y la alteridad.
La experiencia de lo dionisiaco, al caracterizarse como diferente (la apertura
a estados de conciencia no habituales) terminaba, tras la transgresión
(ingrediente clave en este ámbito) consolidando otra vez el modus
vivendi habitual, convirtiéndose en un factor de equilibrio individual
y de estabilidad social y religiosa.
En el caso de los cultos la ciudad tendía, como vimos, a generar
un universo cerrado del que quedaban excluidos no solamente los extranjeros
sino incluso los demás griegos. Esta tendencia a la disolución
de las características comunes por la potenciación de las
identidades particulares se vió contrarrestada por la contratendencia
a instaurar cultos panhelénicos. Comunes a todos los griegos, instaurados
para mitigar las tendencias agresivas intercívicas e interterritoriales,
se pueden dividir en tres tipos: panegirias, anfictionías y oráculos.
Las panegirias son reuniones centradas en certámenes agonístico-religiosos;
funcionan del mismo modo que los agones locales (de los que derivan). Participantes
de diversos orígenes territoriales, aunque todos ellos helenos se
enfrentaban bajo los auspicios de una divinidad presidente (Zeus en los
Juegos Olímpicos —ilustración 88—, Apolo en los Juegos Píticos,
Zeus en los Juegos Nemeos o Posidón en los Juegos Ístmicos);
el vencedor proclamaba su excelencia en toda Grecia, lo que redundaba en
el prestigio de su patria y en la autoidentificación de todos los
participantes como helenos (poseedores de una herencia cultural común).
Lugares de enfrentamiento y de reintegración por la elección
divina, los certámenes agonísticos marcaban también
un tiempo de pacificación; se declaraba una tregua sagrada y las
actividades bélicas se suspendían. Las panegirias servían,
en resumen, para intentar, por medio del arcaico sistema del enfrentamiento
atlético, superar la contradicción entre la identidad local
y la identidad común de helenos.
Las anfictionías eran asociaciones de ciudades o territorios
para administrar en común un santuario y para dirimir conflictos
tanto entre sus miembros como de carácter exterior. A la divinidad
se le pedía algún tipo de presagio que indicase la vía
a seguir en las discusiones; se trató de un intento de instaurar
un modelo pacífico y consensuado para la solución de los
conflictos intercívicos que solamente el marco religioso podía
ofrecer.
Los oráculos se convierten en un medio de dirimir las
relaciones interestatales por medio del arbitraje; a la autoridad superior
de la divinidad expresada por ejemplo en Delfos por boca de su sacerdotisa
(la Pitia) se le pedía que zanjase situaciones críticas que
no tenían solución en el marco institucional de la polis.
El más famoso oráculo griego, el de Apolo en Delfos recibía
consultas muy diversas (tanto de índole privada —con mucho las más
numerosas— como pública), era un lugar de intercambio de información
entre griegos de todo el orbe; sus sacerdotes, que se encargaban de interpretar
la voluntad de Apolo materializada en los desvaríos de la Pitia
en estado de trance, estaban en posición de dar directrices innovadoras
(por ejemplo en la colonización griega al poseer un conocimiento
geográfico acrecentado por los relatos de marinos que agradecían
a Apolo sus éxitos) pero en numerosas ocasiones formularon profecías
sesgadas, fruto de sobornos lo que terminó por desprestigiar al
oráculo.
Las contradicciones entre la identidad panhelénica y la identidad
cívica terminaron generando una situación de agresión
permanente que debilitó a las ciudades griegas (Atenas, Esparta,
Tebas y sus aliados) hasta el punto que desde mediados del siglo IV a.e.
fueron cayendo bajo la órbita del reino de Macedonia. Fueron finalmente
unificados en la tarea de atacar al imperio persa, que tras las campañas
dirigidas con un asombroso éxito por Alejandro Magno, determinaron
el surgimiento de un nuevo mundo griego estallado en el que se englobaban
territorios orientales extensísimos y muy diversos (desde la India
a Egipto, incluyendo el Irán, Anatolia y Mesopotamia). Este mundo
helenístico, abigarrado y mestizo generó nuevas formas religiosas,
a la par que se seguían manteniendo los cultos cívicos anteriores,
la mitología y la teología, aunque en una posición
algo devaluada que correspondía al papel secundario que desempeñaban
las ciudades en el nuevo marco de monarquías que controlaban territorios
muy extensos.
El modelo egipcio y oriental permeó la religión griega
y comenzó a darse culto a los soberanos, que en algunos casos (Egipto
es ejemplar) se presentan con los mismos atributos que los monarcas anteriores
(los reyes griegos de Egipto realizan incluso matrimonios incestuosos con
sus hermanas), son la cúspide de la pirámide de poder y asumen
en cierto modo las prerrogativas religiosas de identificación que
antes desempeñaban las divinidades políadas (aparecen en
las monedas). De un modo institucionalizado los reyes, y empezando por
Alejandro, emplearon la divinización en vida como un instrumento
de control político e ideológico. Uno de los filósofos
del momento, del círculo de los soberanos de Macedonia, Evémero,
inventó una explicación ingeniosa que ha tenido una larga
historia como método de interpretación de la teología
(la interpretación evemerista). Dijo haber visto en una isla remota
llamada Panquea una estela de oro en la que Zeus había grabado sus
hechos memorables y los de sus antepasados. Zeus, el padre de los Dioses
resultaba según este testimonio haber sido un hombre: lo habían
divinizado sus contemporáneos por su buen gobierno. Del mismo modo
que los Dioses habían sido hombres en el pasado así era lógico
que los buenos gobernantes del presente se les diese culto como a Dioses.
En la época helenística, como vemos, el culto político
se centraba en torno a las figuras de los soberanos, no es de extrañar
que se potenciasen las formas religiosas al margen de lo oficial, que se
desarrollase de un modo más notable que en la etapa anterior la
religión parapolítica. Así se constata el crecimiento
de cultos que hasta ese momento habían tenido un estatus algo marginal,
como las cofradías organizadas y jerarquizadas según criterios
diferentes de los que regían en la ciudad (proliferan las asociaciones
dionisiacas, por ejemplo). La cohesión cívica y los cultos
comunitarios pierden en gran medida su razón de ser ya que la nueva
cohesión la encarna el soberano; se desarrolla en mayor medida una
religión de índole personal y privada (como el culto al Dios
sanador Esculapio) que tiene su reflejo en las promesas de salvación
de los cultos mistéricos que dicen enseñar a alcanzar un
mejor más allá a sus seguidores. Junto a los grupos místicos
anteriores (órficos, pitagóricos, dionisiacos, eleusinos)
surgen nuevos cultos mistéricos de origen oriental (misterios de
Mitra —dios iranio— de Cibeles —diosa anatolia— de Isis —diosa egipcia—).
Se instaura una religión mestiza que incluye cultos, prácticas,
mitos y ritos de muy diversos orígenes (se desarrolla la magia,
la astrología, el hermetismo) conformando una diversidad de opciones
personales que dan homogeneidad a una ideología religiosa cada vez
más cosmopolita. Al tratarse de un mundo de límites estallado
(que abarcaba desde la India a occidente), caracterizado en última
instancia por una enorme diversidad, los desarrollos locales dificultan
cualquier síntesis rápida. En los límites de la India
la religión griega se vió influida por el budismo y otras
religiones de sus vecinos, lo mismo que en Egipto nacían cultos
sincréticos en los que la religión ancestral egipcia se mezclaba
con la de la elite griega. A su vez la religión de los griegos impactaba
en la de algunos de sus vecinos (por ejemplo en occidente entre romanos
o incluso cartagineses) potenciando modos interpretativos convergentes.
En la época helenística los productos ideológicos
griegos (y también la religión), aunque puntualmente adaptados
y modificados, se convirtieron en lenguajes de consenso frente a la diversidad.
Este papel "cultural" de la religión griega, plasmada en el arte
o los motivos mitológicos ha resultado poseer una enorme resistencia
y sigue (aunque cada vez en menor medida) presente en nuestro mundo actual
en palabras e imágenes que convierten en ocasiones al pasado en
referencia insoslayable del presente.
8) LA RELIGIÓN ROMANA
La religión romana es una amalgama de muy diversas influencias
que inciden sobre un trasfondo claramente indoeuropeo (común en
muchos casos también a latinos y otros itálicos), como demostró
G. Dumézil al comparar la mitología historizada romana con
la teología védica. No solo el vocabulario presenta un parentesco
destacado (flamen romano —sacerdote de ciertas divinidades muy antiguas—
y brahman védico, ius —derecho— y yos —integridad, perfección—,
ritus y rita —órden cósmico, ritual—), sino también
ciertas estructuras teológico-pseudohistóricas y ritos (entre
los que destaca el ver sacrum —§ 4.2.2—). La tríada arcaica
romana a la que servían los tres flamines mayores y que estaba formada
por Júpiter, Marte y Quirino resulta en el análisis de Dumézil
perfectamente trifuncional (Júpiter es el Dios soberano, Marte el
Dios guerrero y Quirino el Dios del pueblo en paz). Más chocantes
son las afinidades que destaca entre los cuatro primeros reyes de Roma
y las divinidades trifuncionales védicas. Rómulo, primer
rey de Roma presenta frente a Numa, el segundo, caracteres contrapuestos;
el primero es violento (instaura el culto a Júpiter terrible: feretrius,
stator) e inconstante (no sigue los juramentos dados), el segundo es pacífico
y busca el pacto (instaura el culto a Dius Fidius —garante de los pactos
pacíficos—); resultan ser los dos aspectos de la soberanía
(la primera función) que se conocen bien por la India: el varuniano,
representado por Rómulo y su Dios Júpiter y el mitraico representado
por Numa y su Dios Dius Fidius. El tercer rey de Roma, Tulo Hostilio, presenta
unas afinidades estructurales impactantes en su comparación con
el Dios védico Indra, como destaca el ejemplo del combate triple;
es un rey eminentemente guerrero y los datos que la leyenda romana conserva
de él son perfectamente monofuncionales (corresponden exclusivamente
a la segunda función). Por lo que respecta al cuarto rey, Anco Marcio,
presenta caracteres populares, potencia el desarrollo comercial y productivo,
aumenta la riqueza y bajo su cetro surge el culto a la Venus calva (porque
había salvado a las mujeres de una enfermedad en la que perdían
el cabello). Centrado pues en la generación, la sexualidad y la
riqueza, parece un perfecto ejemplo de la tercera función.
La característica del imaginario romano frente al védico,
al encarar la estructura trifuncional, es que historiza lo que es teología
o mitología en la India. Los combates cosmogónicos son convertidos
por los romanos en luchas (pseudo)históricas por la soberanía
del Lacio; las diferencias entre los aspectos varunianos y mitraicos de
la soberanía en comportamientos específicos de sus reyes.
Han realizado por tanto una labor de desteologización que corresponde
a una mentalidad para la que el acto ritual es mucho más importante
que la teología en la que se funda, lo que lleva a la transformación
de un material muy arcaico de índole mítico-teológica
en hechos imaginariamente históricos.
Sobre este trasfondo indoeuropeo se manifiesta la influencia,
a partir de mediados del siglo VIII a.e., de los dos vecinos más
dinámicos de los romanos, etruscos al norte y griegos al sur (que
estaban entrelazados por una ruta de intercambios comerciales que pasaba
por Roma y que provocó la complejización económica,
social y también cultural de la ciudad); conllevó una
adaptación religiosa en la que los romanos actuaron asimilando motivos
religiosos a la par que se modificaba la sociedad.
La influencia etrusca, que la narración histórico-mitológica
romana simboliza en los tres reyes etruscos anteriores a la instauración
de la república, se consolida con la modificación de la tríada
arcaica por la tríada capitolina (cuyo templo se levantaba en el
Capitolio —ilustración 89—), liderada como la anterior por Júpiter,
pero formada en este caso por Juno y Minerva. La estructura trifuncional
parece mantenerse, Juno es la patrona de los iuniores, jóvenes militarizables
(preside pues la segunda función) y Minerva de los artesanos y trabajadores
(la tercera función en una sociedad en la que el comercio ha determinado
el surgimiento de especialistas no agricultores) pero la feminización
teológica resulta significativa. También tomaron los romanos
de los etruscos modelos iconográficos para la representación
de las divinidades (que eran probablemente con anterioridad anicónicas,
y que se simbolizaban en sus sacerdotes) y los métodos depurados
(casi podríamos decir que artísticos) que los segundos habían
desarrollado para predecir el futuro y que a partir del siglo II a.e. fueron
asumidos de modo completo y oficial por la religión romana (los
harúspices, que eran sacerdotes extranjeros, fueron aceptados dentro
de la elite sacerdotal). Ya desde la época prerrepublicana, habían
actuado (aunque no de forma sancionada por el estado) desarrollando sus
saberes para interpretar la voluntad de los Dioses por medio de la lectura
del hígado de los animales sacrificados (que se definía como
un microcosmos, dividido en partes sobre las que enseñoreaban diversos
Dioses —como testifica el hígado de Plasencia, Italia, ilustración
90—, fiel correspondencia del macrocosmos celeste), de los rayos (por la
determinación de su origen y dirección) y de los prodigios
(hechos extraños tenidos por presagios sobrenaturales indicativos).
La helenización que se produce en diversos ámbitos
de la vida romana incide particularmente en el mundo religioso, con la
progresiva asunción de la iconografía y de las características
de los Dioses griegos. Se trata de un fenómeno lento y antiguo,
que tiene momentos importantes en el siglo V a.e. (en 431 a.e. se construye
un templo cerca del Capitolio al Dios griego Apolo, del que se acepta hasta
el nombre heleno) en el IV a.e. (tras el control romano sobre las ciudades
de la Magna Grecia) y en el III a.e. (en 291 se importa el culto de Asclepio,
cuyo nombre se romaniza como Esculapio). Este fenómeno se multiplica
a partir de la segunda Guerra Púnica (218-201 a.e.) y se consolida
la interpretatio romana, instrumento de primer orden a la hora de materializar
la fusión religiosa y que consiste en mirar la teología ajena
por medio de los instrumentos que ofrece la propia adaptando al lenguaje
religioso romano la realidad diferente, pero modificando finalmente ambos
parámetros en causa. Así de los Dioses griegos, se tomaron
caracteres y rasgos teológicos pero amalgamándolos con los
que ya poseían las divinidades romanas interpretadas. Júpiter
se asimila a Zeus, Juno a Hera, Minerva a Atenea, se les interpreta con
los ojos prestados de la teología griega pero se mantiene su carácter
triádico plenamente romano y completamente ajeno al pensamiento
griego. Dispater se interpretó como Hades-Plutón, Proserpina
como Perséfone, Ceres como Demeter, Mercurio como Hermes, se adaptaron
incluso algunos ciclos heroicos, muy especialmente el de Hércules
(el griego Heracles), aunque divinizando a sus protagonistas (los romanos,
salvo que estuviesen muy helenizados, no distinguían la categoría
suprahumana griega del héroe).
Por otra parte en su avance bélico caracterizado por la
inclusión de los territorios conquistados en los límites
cada vez más extensos del estado, los romanos emplearon una táctica
ritual que llevó a incluir divinidades extranjeras entre las propias.
Se trata de la evocatio, consistente en ganarse a los Dioses de los enemigos
por medio de la promesa de darles culto en Roma, un ejemplo del conjuro
que se empleaba lo transmite Macrobio (autor del siglo V):
He aquí la fórmula para hacer salir a los Dioses de una ciudad asediada: ya sea Dios, ya sea Diosa la que tenga bajo su protección al pueblo y el territorio (al que se está atacando) os suplico, os conjuro y os conmino a que de buena voluntad abandoneis (al pueblo y al territorio del que se trate) marcheis de los lugares de habitación, los templos, los lugares sagrados y la ciudad y os alejeis de ellos y que inspireis al pueblo y a la ciudad el espanto, el terror y el olvido y que despues de alejaros de ellos vengais conmigo a Roma, con los míos, que encontreis más agradables nuestros lugares de habitación, nuestros templos, nuestros lugares sagrados y nuestra ciudad, para que, de este modo, sepamos que nos tomais bajo vuestra protección, a mí, al pueblo romano y a mis soldados. Si así lo haceis juro erigiros un templo e instituir unos juegos en vuestro honor. Tras pronunciar estas palabras se deben sacrificar las víctimas y analizar si las vísceras permiten prever un desenlace favorable (Macrobio, Saturnales III,9,6
Este tipo de ceremonias previas a los enfrentamientos bélicos
potenciaron la interpretación a la romana, por ejemplo, de Dioses
semitas, Melkart (patrono de Tiro en Fenicia y de Gades-Cádiz) por
Hércules o Baal-Hamón (patrono de Cartago) por Saturno.
Con el control romano de Asia comenzaron a penetrar los cultos
orientales en Roma. El primero que se asimila oficialmente es el de Cibeles
(Mater Magna) que en 205 a.e. fue incluído en la religión
romana a pesar de los caracteres extraños que presentaba (castración
de los sacerdotes, procesiones extáticas). Será en la época
imperial cuando las religiones orientales multiplicarán su importancia.
Presentaban caracteres sotéricos (de salvación) que la religión
romana no contemplaba y estaban abiertos a fieles de cualquier grupo social.
Proliferaron cultos egipcios (a Isis y Sarapis), frigios (Sabacio), iranios
(Mitra); en este conjunto se pueden también incluir el judaísmo
y el cristianismo (sobre todo a partir de que, tras la predicación
de San Pablo, se convirtiese en una religión de corte universalista).
La máquina romana de conquista, al controlar ámbitos geográficos
muy dispares y en los que existía una enorme diversidad cultural
e incluirlos dentro del estado romano al convertirlos en provincias, generó
un modelo político unitario (a partir de la época imperial
de modo claro), centrado en Roma, pero de carácter multicultural
(y también multirreligioso) en el que las influencias centrípetas
y centrífugas interactuarán. Estas dos fuerzas de efectos
contrarios se combinarán de modos muy diversos en cada ámbito
territorial: por una parte la tendencia a la homogeneización, la
ejemplifican las elites romanas e itálicas y la defenderán
generalmente las elites provinciales y los grupos cercanos a las estructuras
del poder. Adoptan o mantienen modos culturales que buscan diferenciarse
mínimamente del estandar romano, generando un lenguaje común
también religioso. La tendencia a la disgregación se testifica
en ámbitos diversos que, de modo voluntario o por la inercia, se
mantuvieron en modos culturales con rasgos prerromanos. No solo se puede
realizar una discriminación sociológica (grupos menos romanizados
corresponden a grupos desfavorecidos) sino también geográfica
(territorios marginales presentan mayor número de rasgos prerromanos).
El impacto de los modos religiosos menos alejados del estándar romano
se rastrea en zonas en las que el modelo cívico (que los romanos
potencian como clave en su estrategia de desarrollo de una sociedad abierta)
se implanta de un modo menos perfecto.
Uno de los escollos principales en este tema radica en determinar
si los romanos realizaron una política consciente tendente a la
homogeneización religiosa en los territorios bajo su control o si,
por el contrario, no estimaron útil o conveniente actuar en contra
de la diversidad religiosa cuya convergencia hacia el modelo plenamente
romano se produciría por tanto por mera inercia (por el prestigio
de la ideología religiosa de los grupos de elite). De hecho la actuación
romana parece que no fue lineal, aunque en general tendieron a desestructurar
los cultos que sustentaban un sistema social que podía resultarles
peligroso, aunque nunca tuvieron interés por destruir y homogeneizar
los cultos que no presentaban este tipo de peligro (hasta la gran homogeneización
que se produce en el siglo IV y ya de modo muy claro cuando el cristianismo
se convierte en religión de estado). Pervivieron los cultos indígenas
que, además, servían de barómetro de la romanización
(en el sentido de aceptación de los valores, también ideológicos-religiosos,
de lo romano). La variedad de cultos ilustra la variedad de estatus en
el variopinto sistema social del imperio romano; los extremos los marcaban
por una parte los indígenas que daban culto a sus dioses ancestrales
(aunque con un campo significativo mermado, por ejemplo los dioses de la
guerra eran reinterpretados con la finalidad de servir a la ideología
de los nuevos señores de la guerra romanos) y por la otra la elite
romana que escogía dioses plenamente romanos (y en algunos casos
en su acepción más soberana), que a la par que testificaban
la piedad personal se convertían en escaparates del acatamiento
a los símbolos religiosos del poder y la preeminencia romana (el
culto imperial o a las divinidades de la tríada capitolina resultan
ejemplares). Las posibilidades intermedias eran muchas, ilustrando los
matices del dinamismo del culto y los fenómenos de aculturación
y sincretismo religiosos.
Los romanos, como vimos, a la par que aceptan creencias extranjeras siguen manteniendo las propias; tienen un gran respeto hacia lo sagrado y parecen desconocer la verdad religiosa, lo que les lleva a ser muy conservadores. Las nuevas realidades religiosas de todos modos provocan una mutación en la estructura de creencias, los nuevos cultos determinan que se degrade la importancia de los antiguos. El caso de los sacerdocios es ejemplar; los más antiguos, aún manteniendose, pierden su papel cultual fundamental. El rex sacrorum, que heredó en la época republicana las funciones sacerdotales del rey (que unía el poder religioso, civil y militar), a pesar de su prestigio, estaba subordinado al pontifex maximus. Otro tanto ocurría con los sacerdotes de la tríada arcaica (los flamines de Júpiter —dialis— de Marte —martialis— y de Quirino —quirinalis—), mantenían prerrogativas ante todo protocolarias pero estaban arrinconados frente a la mayor capacidad de movimiento (y de decisión) de otros sacerdocios (el colegio de pontífices). Pero mantuvieron los caracteres extremadamente arcaicos incluso en los modos de vida impuestos a estos flamines mayores, de los que conocemos el ejemplo del flamen de Júpiter transmitido por Aulo Gelio, escritor del siglo II:
Obligaciones rituales muy numerosas se imponen al flamen dialis así como múltiples prohibiciones ... esto es de lo que me acuerdo ahora .. al flamen de Júpiter le está prohibido montar a caballo, es sacrílego que vea al ejército en armas fuera del pomerium ... rara vez puede haber sido cónsul puesto que las guerras se confiaban a los cónsules. Le está prohibido hacer juramentos, no puede llevar anillo salvo roto y sin piedra ... si una persona encadenada entra en la casa hay que quitarle las ataduras y tirarlas por el impluvium a la calle. No puede llevar nudos en sus vestidos... los pies de su cama tienen que cubrirse de una fina capa de barro, no puede pasar más de tres noches seguidas fuera de su cama y nadie puede acostarse en ella. Su cabello y uñas cortados han de ser enterrados en un árbol favorable ... si muere su mujer deja el sacerdocio, su matrimonio no puede ser disuelto más que con la muerte. Su mujer esta constreñida por obligaciones similares y además no puede subir a la vez más de tres escalones de una escalera... (Aulo Gelio, Noches áticas X, 15)
El autor es incapaz de comprender la causa de estas prohibiciones,
algunas de las cuales resultan diáfanas si las analizamos desde
el comparativismo indoeuropeo. Como representante de la primera función
el flamen de Júpiter no puede inmiscuirse en nada que tenga que
ver con la guerra (dominio de la segunda función); pero, además,
tampoco puede ser enlazado ni por juramentos ni por constricciones físicas
(es el representante del Dios que posee una faceta mitraica cuya ruptura
conlleva una pérdida de integridad —como ilustra el ejemplo germano
de Tyr—). J. Scheid ha insistido en el carácter sumamente arcaico
de estos sacerdotes cuyo papel debía de ser principalmente el de
representar a la divinidad (son una suerte de sacerdotes-estatuas), viviendo
en una inmovilidad que perdió su razón de ser cuando comenzaron
a aparecer imágenes divinas. Pero el conservadurismo romano mantuvo
sus funciones antiguas aunque privilegiando sacerdocios más activos
y adecuados a los nuevos tiempos. Tal es el caso de pontifex maximus que
era un sacerdocio electivo (frente a los arcaicos que parecen vitalicio-adscritos
y quizá incluso hereditarios) más próximo a las magistraturas
(aunque nunca llegó a equipararse con estas en lo extenso de grupo
de electores, el pontífice máximo se extraía del limitado
colegio de pontífices) y que desarrollaba la función de presidir
la religión oficial; se trata de un sacerdocio supremo más
acorde con los nuevos tiempos en los que se requería un consenso
general en la elección (en la más dinámica república
patricio-plebeya, cuenta menos el linaje patricio que la riqueza y la popularidad,
además la expansión militar y la complejización de
la sociedad requería sacerdotes activos).
La religión romana presenta, a la par que conservadurismo,
un carácter profundamente tolerante (que contrasta con la intolerancia
de la política militar y de dominio), que tiende a asimilar las
formas religiosas de los pueblos que caen bajo su influencia, modificando,
por medio de la agregación, su propia religión. Pero en algunos
casos el estado romano actuó de un modo radicalmente intolerante
hacia ciertos cultos que ponían en peligro la estructura social
o las bases del estado romano. Tal es el caso de la medida extrema contra
las bacanales (culto de Baco —el equivalente romano de Dioniso—) que tomó
el senado en el año 186 a.e., por la que prohibió la realización
del culto a los romanos y sus aliados (a excepción de grupos de
cinco miembros y tras permiso senatorial), o la que se tomó en época
del emperador Claudio contra los druidas galos ya que ponían en
peligro el dominio romano.
Por su parte las relaciones del estado romano con cristianos
y judíos están marcadas por etapas de profunda intolerancia,
pero la causa no era de índole estrictamente religiosa. Los cristianos
se negaban a dar culto al emperador (lo que equivalía a no aceptar
el carácter divino del monarca, uno de los medios de demostrar el
acatamiento al poder de Roma), los judíos extremistas se negaban
además a pagar los impuestos romanos. Ambas actitudes que partían
de presupuestos religiosos (no caer en la idolatría o no aceptar
más impuestos que los que se debían al Dios de Israel) eran
interpretadas por las autoridades romanas como un ataque contra el sistema
y se desencadenaba una brutal persecución (se ponía en marcha
el mecanismo militar intolerante de autodefensa del estado romano). La
posibilidad de una intolerancia religiosa que era capaz de manifestarse
en los modos más violentos resulta pues una clave más a la
hora de acercar una definición de la religión romana. Sin
poder llegar a erigirlo en explicación infalible se dibujan dos
ámbitos religiosos en los que, a la par, se definen dos grados de
sensibilidad. En las prácticas personales, en la religión
privada, la tolerancia es la tónica fundamental. En la religión
oficial, si bien también la tolerancia potenció el mestizaje
religioso, cabía una reacción por parte de las autoridades
de índole intolerante cuando estimasen que ciertas actuaciones religiosas
ponían en peligro la cohesión del estado.
La religión romana posee dos grandes ámbitos, el familiar
(y en general el personal) y el estatal, siendo éste último
el único que era susceptible de ser calificado de religio. No hay
desarrollo propio de la mística ni de la extática (a diferencia
de lo que ocurrió en Grecia), quizá porque resultaba contraria
a la religión estatal al crear células religiosas regidas
por criterios diversos a los de la jerarquía política y que
podían entenderse como elementos de disolución (es la explicación
más coherente a la prohibición senatorial de las bacanales
que antes se revisó). De todos modos las prácticas religiosas
a título personal (o en grupos pequeños) y siempre que no
influyeran en el buen desarrollo del culto político, eran libres.
Dentro de la religión personal son los cultos familiares
los más conocidos, se centran en el hogar y sus moradores, las fases
de la vida y la muerte, y conocemos casi con exclusividad los que desarrollaba
la elite romana. El culto familiar es libre, nada impide al paterfamilias
organizarlo a su gusto, como sacerdote del mismo que es, por lo que debieron
existir diferencias, especialmente dependiendo del origen sociológico
de la familia (patricios, plebeyos, etc.). En general las creencias más
comunes hacían del hogar familiar un mundo poblado de seres sobrenaturales
que tenían difícil plasmación icónica (eran
fuerzas sagradas): el fuego del hogar, los penates (que ciudan de las provisiones),
los lares (que protegen a la familia, a la propiedad) y diversos diosecillos
variados que a millares poblaban la casa (y que se materializaban, por
ejemplo, en la escoba o el dintel). También se daba culto al genius
(principio personal suprahumano) del paterfamilias (las mujeres tenían
la iuno), del que dependía la fuerza genésica y el bienestar
de la casa.
En lo que se refiere a los ritos de paso, salvo el de la muerte
y en ciertos ámbitos sociológicos (los aristócratas),
se desarrollaban en el estricto marco familiar. El nacimiento era seguido,
en caso de la aceptación del nacido por el paterfamilias, por una
ceremonia que se producía el octavo día en el caso de las
niñas y el noveno de los niños (presidido por la Neuna Fata,
especie de arcaica señora del destino) llamada dies lustricus y
durante la cual se imponía el nombre y se mostraba la criatura al
grupo familiar extenso; presenta caracteres comparables entre germanos
y otros pueblos indoeuropeos (se adjudica al recién nacido un estatus
grupal estimado).
El matrimonio era el rito de paso principal para marcar el abandono
de la adolescencia en una sociedad estrictamente jerarquizada (en la que
las iniciaciones generales no tenían ya sentido), solía producirse
para el varón a los 17 años (cuando toma la toga viril) y
consistía en la aceptación ritual de la mujer en la familia
del marido por medio de una serie de ceremonias (que diferían desde
la solemne confarreatio, que convertía al matrimonio en indisoluble,
al matrimonio común con dote).
La muerte de los nobles se convierte en una ceremonia de características
públicas con una procesión en la que se exponían las
imágenes de los antepasados importantes del muerto (con los símbolos
de los cargos desempeñados), que tenía su clímax en
el elogio fúnebre público y que demostraba ante la ciudad
de Roma el prestigio de la familia del difunto e ilustraba una especie
de inmortalidad gentilicia. En la época imperial los funerales de
los soberanos se convertirán en un rito público de cohesión
política que aunará toda la solemnidad de estas ceremonias
nobiliarias junto con la promesa de la apoteosis, la inmortalidad oficial
(pieza fundamental del culto a los emperadores). En el rito común
las divinidades presidentes de la muerte eran los Dioses manes (muertos
benéficos), pero había también muertos indeseables
(larvas) o con tendencia a volver del más allá (lemures)
y que había que apaciguar.
La célula religiosa principal de Roma es el estado, simbolizado
en sus magistrados ayudados por los sacerdotes; es el mediador entre los
Dioses y los hombres, calcando algunas de sus instituciones de las familiares.
La ciudad de Roma tiene su hogar común en el templo de Vesta (Diosa
del fuego del hogar), dirigido por las vestales (sacerdotisas vírgenes)
y el pontífice máximo, tiene sus penates públicos
representados como dos jóvenes doríforos (portadores de lanza),
sus lares (los praestites = protectores, defensores sobrenaturales de las
murallas de Roma), su genius publicus, cuya fuerza generativa perpetuaba
el poder y la grandeza de Roma.
El emperador Augusto al consolidar su poder a la cabeza del estado
intentó aprovechar los mecanismos religiosos para encumbrarse de
un modo que no alentase discusiones y para ello determinó una serie
de profundas mutaciones en la religión romana. Transportó
a su palacio haciéndolos suyos los penates públicos (modo
de asimilar su familia a Roma y consolidar la dinastía por procedimientos
rituales), pero sobre todo instituyó un culto oficial a su genio,
que se estima como el más importante, y que tiende a confundirse
con el público (y se realizaba junto al de los lares compitales).
Augusto (título que se le da el año 27 a.e. y que implica
que posee los mejores augurios —tanto que es un favorecido de los Dioses
como que su interpretación de la voluntad divina manifestada en
los presagios es la más acertada—) se presenta como el gran paterfamilias
de Roma (en el año 2 el senado le otorga el título de pater
patriae) cuyos cultos familiares se confunden con los del estado. Concentra
en su persona el poder político, el militar y desde el año
12 a.e. el religioso (se convierte en pontífice máximo) y
tras su muerte (en el 14), se le diviniza potenciándose el culto
que ya en vida se dedicaba a su genio. A partir de este momento se instaura
el culto imperial, que hace generalmente del emperador en vida un ser superior
por su filiación divina oficial (es hijo de un Dios, su antecesor
divinizado). El culto imperial se estructura como una forma religiosa artificial,
política, que se organiza según las unidades político-administrativas
romanas (provincia, conventus, municipio o colonia) y que atrae a los personajes
que desean ascender socialmente; la aceptación del culto imperial
termina asimilándose a la aceptación de la preeminencia política
de Roma y la negación del culto a un crimen contra el estado (como
vimos en el caso de los cristianos).
Religio en Roma define el culto público: es sagrado lo que ha
sido dedicado publice, por orden del pueblo (reunido en asamblea) o de
un magistrado y bajo la asistencia de un sacerdote. En caso contrario la
actuación ritual no se estimaba vinculante (si se trataba, por ejemplo,
de la consagración de un templo no surtía efectos y podía
ser demolido sin problemas). Los órganos políticos (hay que
incuir también al senado que tenía poder de supervisión
de la religión como demuestra el senadoconsulto de prohibición
de las Bacanales) son por tanto fundamentales a la hora de determinar la
cualidad religiosa o sagrada y a la par son los mediadores en este ámbito.
En el magistrado recae la decisión religiosa de determinar si acepta
o no un presagio (una señal supuestamente enviada por las fuerzas
sobrenaturales que solo es sagrada si el magistrado la hace pública)
o dar culto a un Dios por medio de la erección de un templo. Se
encarga de velar por los edificios sagrados, que por tanto no caen bajo
la custodia y supervisión de sacerdotes, sino de autoridades políticas.
Al magistrado le competen también los auspicia (consulta de los
signos de la voluntad de los Dioses), mayores cuanto mayor es la categoría
del magistrado; el resultado favorable de la acción que se había
consultado determinaba la demostración del favor divino hacia Roma.
Por su parte los sacerdotes, a pesar de su papel subordinado
a la voluntad del magistrado (que es el verdadero representante de la colectividad),
resultan ser muy numerosos e incluso poderosos. Además de los sacerdotes-estatua
(los flamines), cuyo cometido parece el más arcaico, toman auge
los sacerdotes que actúan, estructurados en numerosos colegios (epulones,
viri sacris faciundis, fetiales, arvales, salii, etc.) subordinados al
gran colegio de los pontífices (encargados de confeccionar el calendario
y de dar culto a las divinidades protectoras de la ciudad: Vesta, los penates
públicos, la tríada capitolina) y al pontífice máximo,
cabeza de la religión oficial (y encargado de proveer los demás
sacerdocios). Especial mención merecen los augures, encargados de
la interpretación de la voluntad de los Dioses y que en las épocas
de discordias civiles, al poseer el poder, por ejemplo, de aplazar una
elección por razones religiosas (la aparición de un presagio
desfavorable), fueron sacerdocios apetecidos como medio de lucha política.
Se determina una esfera de lo sagrado en la que actúan
los magistrados en un papel principal (sin ellos no tiene validez el acto
religioso), pero mediatizado por los colegios sacerdotales, generandose
una situación de complejo equilibrio de poderes compartidos que
podía llegar a resultar muy conflictiva. Este equilibrio se vió
desbordado (y los conflictos posibles resueltos) en época imperial
al concentrarse en el monarca la cualidad de supremo magistrado y supremo
sacerdote. Además el título de Augusto (hombre que tiene
los mejores auspicios, cuyos actos, por tanto, están apoyados en
el favor de los Dioses) identifica al emperador como la cabeza insustituible
(en teoría) del estado.
El sistema religioso imperial une al trasfondo romano (que subyace
en la figura religiosa del rey, supremo magistrado y supremo sacerdote,
al que en última instancia se parecen los emperadores) los esquemas
ideológicos de dominio provinientes de las civilizaciones originales
(especialmente la egipcia por el intermediario de los reinos helenísticos)
que hacen del soberano un ser de estatus superior; se consolida de este
modo su posición en un imperio extensísimo y variopinto que
abarcaba desde Britania a Mesopotamia y desde el África septentrional
al centro de Europa y que requería una centralización extrema
para que pudiese mantenerse unido. Pero es muy posible que el culto imperial
no resultase un mecanismo suficientemente eficaz pues se limitaba al ámbito
de lo público. La indeterminación que ofrecía una
religión tan variada como la romana, hecha a la medida de tantas
sensibilidades, en la que el campo de la religión privada no resultaba
controlable parece que dejaba demasiados cabos sueltos y resultaba un instrumento
de control demasiado fluctuante, permitiendo una variabilidad ideológica
nociva para los intereses del modelo piramidal estricto que se instaura
ya claramente en el siglo IV con el dominado y que renuncia a la separación
entre el ámbito de lo público y lo privado. Así, la
mucho mayor homogeneidad que ofrecía en este momento el cristianismo
(en el que la religión pública y la privada terminan siendo
indistinguibles), resulta una de las claves de su éxito. Desde este
punto de vista, el cristianismo se nos muestra como el instrumento definitivo
para la disolución de la diversidad de la religión romana
(aunque la religión pasase bajo el control de un nuevo y bien distinto
pontifex maximus).