Religiones, identidad y género en un mundo global

Copyright: Francisco Diez de Velasco. Universidad de La Laguna. Canarias. España.
II Coloquio internacional Religión y símbolo, Taxco, México, 2-4 octubre 2002


1. Identidad, religión y orígenes

La construcción de la identidad es quizá uno de los temas que presentan una mayor complejidad e indeterminación. Quiénes somos, a quiénes aceptamos como idénticos y su contrapartida, la alterización del tenido por diferente, plantean preguntas que entretejen un laberinto en el que la religión ha cumplido a lo largo de la historia un papel muy notable: recordemos los valores identificatorios (y alterizadores del diferente) que caracterizan las religiones gentilicias, cívicas o nacionales de las que la religión de las ciudades griegas antiguas o el judaismo ofrecen notables ejemplos.
Plantear una reflexión sintética (personal) sobre identidad y religión es, además, soslayar con dificultad la trampa-hipótesis del "homo religiosus". La arqueología de la identidad, tan bien sugerida por Almudena Hernando, ofrece oscuros territorios cuando los abismos temporales de la hominización necesitan discriminar ser humano de animal, humano religioso de bestia sin razón ni Dios. Se trataba de poner, por tanto, necesidad de fecha de nacimiento a una especie que por religiosa sería nuestra idéntica en un modelo de pensar que más se aviene a creacionismos que a los abismos temporales y los nebulosos territorios de la paleontología. Querer atisbar la identidad por medio de la religión (hacer del ser humano identitariamente religioso), un recurso tan querido por ciertas escuelas que así lanzaban hacia la prehistoria (o hacia el que denominaban primitivo, como creyendo que era menos por rémora no evolucionada del pasado) una mirada menos cargada de alteridades, parece un camino distorsionado. Pero no lo es tanto la necesidad de ser capaces de mirar al origen, como se atrevió a hacer el ya enfermo de muerte Roy Rappaport. Se trata de desentrañar cogniciones que, quizá, no estemos en condiciones de calibrar, puesto que complejizan el universo de la identidad, por ejemplo por medio de ritos como los de paso que, al marcar hitos en el proceso de individuación, en la percepción social del lugar que cada cual ocupa en el seno del grupo, caracterizan estas agrupaciones humanas en tanto que sociedades con percepción segmentada, en las que la identidad se gradúa formando diversos segmentos (iniciados-no iniciados; varones-mujeres; vivos-muertos, etc.). Identidad y rito convierten a estos tenidos por "primitivos" antepasados en muy capaces navegantes por las sendas de la complejidad identitaria, más hábiles quizá que muchos de nosotros para aceptar el cambio: la plenitud, pero también la ancianidad, la vida, pero también el tener que morir.
En cambio a nosotros nos marca nuestra historia, hijos como somos de un pensar el mundo y las religiones desde los modelos que crearon las sociedades centradas en la agricultura y su correlato de poderosos líderes e identidades descomunales, como las de los soberanos divinizados de las civilizaciones originales y la caterva de sus súbditos desidentificados, reducidos a casi nada, imposibles de pensar éstos como idénticos aquellos otros, habida cuenta del peso de los mecanismos simbólico-religiosos de sublimación del poder tiránico que aún, enmascarados, parece que todavía nos acechan tras las poderosas identidades de Dioses celosos y exigentes de vidas y haciendas.
Pero sobre todo no podemos soslayar nuestra herencia de modernos que, transformada por las dudas que ha desvelado la posmodernidad, forma nuestros variables modos de pensarnos (identificarnos) y pensar en lo que creemos.
 

2. Identidad, irreligión y modernidad

Una reflexión sintética sobre identidad y religión no puede construirse, por tanto, sin tomar conciencia de la mirada que somos capaces de lanzar, de la distorsión que nuestros ojos de hijos (deseados o no) de la modernidad produce y que hemos de intentar calibrar. Porque que la religión siga siendo acompañante de nuestras vidas y seña de identidad resulta, desde los planteamientos de la modernidad, un proceso en cierto modo inesperado. En los modelos de entender el mundo que generaron muchos de los pensadores modernos (nuestros maestros en el pensar) la religión había dejado de jugar el papel de instrumento para comprender, aceptar el mundo y consensuar la convivencia y se había enjuiciado en ocasiones dentro de la categoría de superstición que podía puntualmente poner trabas a la nueva cosmovisión de la sociedad industrial centrada en la ciencia como modelo global de explicación. Se instauraron sistemas de identificación grupal homogéneos en los que la diversidad en las creencias no tuvieran, en teoría, un peso notable, aunque en la práctica el imperio de las diferencias y discriminaciones de carácter ideológico se mutó en el de las diferencias económicas, el nuevo patrón para construir las jerarquías; la identidad no la conformaba pues la religión, sino la ciencia, la nación, el derecho, la política... y sobre todo la riqueza. Identidad segura, construida desde pensamientos fuertes, desde teóricas igualdades, una para todos sin que fuese relevante lo que la religión había dictado desde antiguo, pensando incluso muchos que tal religión, tenida por mera ilusión, terminaría por desaparecer, como creían Marx o Freud, creadores de modelos de explicar lo que se es, nueva identidad redentora del proletariado o ciencia de la identidad y sus complejidades egóticas (y más allá) que sería el psicoanálisis.
En la refriega entre las religiones y el mundo industrial los contendientes han terminado mutando, la religión ha sobrevivido en nuestro mundo postindustrial pero transformada: sigue siendo seña de identidad relevante para la gran mayoría de la población del mundo (en grados distintos como veremos). Pero se han desvinculado más de mil millones, que no la tienen por tal y conb los que hemos de contar a la hora de hablar de identidad y religión. Mayoritariamente no religiosos, para los que tales creencias no significan nada notable, en una relación en cierto modo pasiva o débil, a los que se añade una minoría activa en lo que cree (o en este caso no cree) de ateos, más de 200 millones (aunque las estadísticas son siempre complicadas), dueños en estos tiempos de pensamientos débiles de robustas convicciones que les llevan a no hacerse esperanzas con mantener una identidad tras la muerte, a no poderse creer que existan identidades descomunales, muy superiores a las de los perecederos mortales y a los que muchos denominan Dioses.
Indiferencia o negación de la religión, ruptura del binomio identidad-religión en un volumen desconocido para épocas anteriores y que es destacada característica del mundo actual (aunque no podemos olvidar que en la Grecia o la India antiguas hubo muchos pensadores ateos -y no solo entre sofistas, budistas o jainas-).
Las religiones perduran y de un modo mayoritario, aunque en una posición diferente a la premoderna en nuestro mundo global actual; la modernidad ha generado un marco para el desarrollo de las religiones que tiende, por encima de críticas y oposiciones bicentenarias, a convertirse en un modelo con vocación de hegemonía. Se basa, en tres pilares particularmente significativos en lo que a identidad y religión se refiere: por una parte la desvinculación de religión y política (lo que se denominaba separación Iglesia-Estado en el religiocéntrico lenguaje basado en el enfrentamiento con el cristianismo de las revoluciones liberales), de tal modo que la identidad política quedaba separada de la religiosa. En relación con lo anterior surge el concepto de libertad religiosa en tanto que derecho fundamental caracterizado como individual y sus consecuencias, entre las que la conversión de la religión en un factor identificatorio individual y cada vez menos colectivo es clave. Y en tercer lugar incide la globalización con su componente estructural de homogeneización y de construcción de identidades convergentes a escala mundial que parecen dejar un margen estrecho para la construcción de identidades diferenciales como veremos más adelante.
Sobre estas premisas solemos tender a pensar la religión y hemos de ser conscientes de que pueden formar un filtro distorsivo, particularmente en un tema tan delicado como el de la percepción de la identidad en el que se entabla un insoslayable diálogo entre el otro (que puede creer algo tan distinto que incluso llegue a matar y morir por ello en un martirio de desidentificación personal al amparo de la religión) y uno mismo (con las múltiples aristas de la identidad de habitantes de nuestro mundo neomilenar más allá de lo postmoderno y su construcción de identidades difusas). Modelos identitarios que sitúan a la religión en lugares diferentes y que caracterizan nuestro presente y las muy diferentes religiones que lo pueblan.
 

3. Individualización de la identidad religiosa en el mundo actual

Por ejemplo las religiones de poblaciones que todavía no están plenamente insertas en el modo de economía industrial: entre las bandas de cazadores-recolectores africanos, australianos o americanos, así como en franjas extensas en las que la agricultura continúa siendo el modo de vida principal (en importantes zonas de Asia, África y América); siguen cumpliendo un papel semejante al de hace cientos o miles de años, identificando los grupos por medio de lo que creen, ofreciendo a los individuos señas de identidad para reconocerse frente a la naturaleza y los demás colectivos humanos; la religión puede resultar un factor en extremo sensible, configurando la identidad de un modo muy profundo. Pero, a su vez, estas sociedades se hallan sometidas al reto del contacto y de la inevitable aculturación y mutación multiplicada desde el impacto de la globalización, creándose una dinámica religiosa muy interesante; la fuerza de las identidades religiosas tradicionales compite con otros modelos cuya presencia es cada vez más destacada, que tienden a transformar la religión en asunto individual, en una descolectivización que en cierto modo caracteriza la transformación que se está produciendo en algunas religiones tribales hacia muy actuales configuraciones que podríamos denominar "nueva era", surgiendo neochamanismos en los que la identidad del grupo (tribal) no es lo importante, sino la experiencia compartida entre el especialista en lo sagrado y un difuso y multiforme grupo de seguidores (en algún caso captados por internet, uniéndose lo preindustrial y lo postindustrial en un ejemplar ciberchamanismo).
Se ilustra así un fenómeno clave en la actualidad: la religión se está adaptando a necesidades cada vez menos sociales del individuo que determinan una variedad progresivamente más atomizada en los modos de entender el compromiso religioso en general y en el seno de cada religión. Se trata de una tendencia en cierto sentido lógica: hemos visto que el mundo moderno ubica al individuo en el centro de la escala de valores que lleva, en lo que respecta a la religión, a desdotar progresivamente de peso a las manifestaciones colectivas (salvo quizá que posean los valores de la performance, tan acordes con nuestra sociedad oculocéntrica construida sobre la imagen y el espectáculo), y a convertirlas en un fenómeno cada vez menos social y cada vez más relegado al ámbito de lo individual (y su potencial variabilidad). La religión tiende a transformarse en una seña de identidad menos grupal que puramente individual, de ahí que la sociedad actual pueda llegar a parecer menos religiosa que las del pasado.
Para calibrar correctamente esta cuestión habrá que tener presente que los comportamientos religiosos computables socialmente son cada vez menos notables y que la esfera de lo privado es muy difícil de penetrar, máxime en cuestiones que atañen a ese núcleo interior (a veces rodeado de incertidumbres y contradicciones cognitivas) que resulta ser lo que se cree.
Por otra parte este sesgo individualista, abre la posibilidad de nuevos horizontes y puntos referenciales, adaptados a las necesidades personales: característica de nuestro mundo actual es la tendencia al mestizaje que encuentra referentes identitarios en muy diferentes culturas y épocas. Se potencia una religión de la búsqueda interior, muchas veces sin rumbos fijos, en la que las opciones individuales pueden llegar a ser tantas como fieles, en una compleja religión a la carta. Aunque imperceptibles y cambiantes como los individuos que las profesan, en algunos casos sin conciencia de hacerlo (muchos prefieren plantear que se trata de espiritualidad, no de religión), estas formas religiosas casi transparentes resultan definitorias de una tendencia de futuro: la religión no sería, por tanto, una seña de identidad principal en la praxis social, pero podría resultar clave en un monólogo interior, que no permee más allá de los límites de la piel salvo en contadas ocasiones. Religión cambiante, adaptándose a los diferentes momentos de cada individuo y los retos vitales a los que se enfrente, que ofrezca instrumentos para comprender fenómenos complejos como el morir, el envejecer, el mero cambiar, o las experiencias diferentes como las que se abren en los caminos de lo interior por medio de la introspección o la meditación. Una interiorización de lo religioso, que puede difuminar sus contornos y hasta su definición y su percepción, que no requiera quizá vehicularse por medio del referente de figuras parentales de la divinidad, o ni siquiera de figuras divinas, una religión o para-religión descarnada de signos, símbolos o iconos fijos, alejada de dogmas y de jerarquías a las que se reconozca como mediadores (en la línea de lo que pudo plantearse en algunas tradiciones religiosas, como ciertas perspectivas budistas, o en ciertas escuelas filosóficas antiguas que ponían en práctica técnicas de introspección y meditación).
 

4. Religión y perduración de valores identitarios colectivos. El ejemplo del Ulster

De todos modos, el mundo de las religiones sorprende por su proteica variabilidad y riqueza. Si bien la perspectiva de lo individual es clave como tendencia a nivel global, la religión mantiene fuertemente arraigados en algunos ámbitos sus valores sociales, identificadores de un grupo específico. No hace falta desviar la mirada hacia el islam (donde la religión es entre ciertos colectivos un instrumento básico para resaltar la propia identidad e independencia frente a la modernidad y la globalización que se identifican con Occidente), para tomar conciencia del componente social identificador y homogeneizador que puede tener la religión: solamente hay que recordar lo que era el catolicismo anterior al concilio Vaticano II en algunos lugares, por ejemplo, en España.
La religión puede resultar una seña de identidad de tal calibre que el compromiso religioso tenga un valor social añadido suficiente como para que las tendencias modernas hacia el individualismo religioso que acabamos de repasar se anulen; un excelente ejemplo lo hallamos en el ámbito europeo, en el Ulster, pero para entenderlo de modo pleno hemos de repasar previamente otro fenómeno en el que identidad y religión presentan una combinación moderna muy notable: la multiplicación del no cumplimiento.
En el catolicismo europeo la asistencia regular a la misa dominical, es decir el rito obligatorio, ronda el cuarto del total de los creyentes, en otras formas de cristianismo (por ejemplo entre los anglicanos donde el nivel de cumplimiento es inferior al 10%) o en otras religiones el fenómeno es parecido: así, por ejemplo entre los judíos no ortodoxos, está muy desarrollada tal desafección.
Para este tipo de fieles, que podríamos denominar sociológicos o culturales, el compromiso religioso se limita en algunos casos a los ritos de paso principales (el matrimonio, el nacimiento, la muerte), pero las prácticas continuadas se descuidan de modo muy mayoritario. Resulta notable, además que, por ejemplo en países católicos, procesiones y actos religiosos con una fuerte proyección social (cargados de valores de performance e identificación local o social) sean seguidos y vividos en plenitud por multitudes entre las que buena parte de los miembros no suelen tener contacto ulterior con los ritos.
Lo interesante de estos perfiles de fieles es que, si se les pregunta, presentan un identificación clara con una afiliación religiosa específica, aunque la entiendan de un modo laxo en el que caben, en muchos casos, puntos de vista personales en ocasiones bien alejados de las opiniones de los jerarcas y responsables religiosos. Se trata de una identidad religiosa muy difusa, característica de nuestro mundo actual y que, además, suele percibir de modo negativo (como fanatismo) los niveles de práctica mucho más exigentes de grupos religiosos minoritarios o diferentes o los de los fieles de la propia religión que son estrictamente cumplidores.
En este universo de renuncia general a la práctica religiosa resulta muy significativo; por tanto el contraejemplo del Ulster, en el que la historia entreteje con la identidad y la religión una respuesta diferente merece que nos detengamos brevemente. La población inglesa protestante inmigró al territorio norirlandés desde antiguo (resulta difícil identificar como inmigrante a alguien cuya familia vive en el Ulster desde el siglo XVI), y toda la isla terminó siendo incorporada a la corona británica. La religión servía como seña de identidad del origen foráneo frente a los irlandeses que se mantuvieron en el catolicismo como identificación frente al invasor. La independencia de Irlanda se alcanzó sin la renuncia británica al norte de la isla donde existía una mayoría protestante (en la actualidad ronda el 55% frente a una minoría católica en torno al 40%).
La lucha política y nacionalista se ha avivado desde hace una generación gracias a los argumentos religiosos y los responsables eclesiásticos de ambas partes han apoyado abiertamente en muchos casos la opción de la violencia (los sacerdotes y pastores encarnan un liderazgo comunitario no solo de carácter espiritual y se implican en la política, donde existen partidos confesionales con discursos de alterización del diferente que contrastan muy notablemente con el universalismo cristiano). La religión resulta una seña de identidad tan marcada que ha determinado la topografía social y territorial por medio de la impermeabilización religiosa de familias y barrios o el apego a procesiones con la finalidad de evidenciar el control simbólico del territorio, incluso ajeno.
Además este carácter identitario de la religión se materializa de modo muy significativo en los modelos del cumplimiento religioso en toda la zona. Así, frente a los niveles mínimos en la práctica religiosa que se detectan en Inglaterra, en el Ulster la práctica religiosa invierte la magnitud (casi alcanza el 90%): ser católico y cumplir el precepto dominical es un acto social que ubica al que lo lleva a cabo en una comunidad individualizada bien diferenciada de esa otra comunidad enemiga y percibida como invasora que se identifica con las Iglesias episcopaliana y presbiteriana. Los niveles de cumplimiento religioso activo son, además, equivalentes en las dos comunidades enfrentadas de católicos y protestantes del Ulster y también en la vecina República de Irlanda.
Para los irlandeses, lo mismo que para los católicos del Ulster, el catolicismo es una seña de identidad diferencial frente a los ingleses y un arma de enfrentamiento de primer orden, algo parecido ocurre con los protestantes del Ulster. Por su parte, en Inglaterra esta proyección social e identitaria de la religión no se manifiesta y las iglesias están vacías. La solución del conflicto del Ulster, por tanto, conllevaría una desafección de los fieles de sus respectivas iglesias, de los valores colectivos de la religión, de esta perduración antimoderna del maridaje entre política y creencia religiosa. Intentaremos a continuación abordar brevemente otros ejemplos de este tema que ilustran las relaciones entre identidad y conflicto religioso en el mundo actual.
 

5. Identidad nacional y conflicto religioso. Ejemplos del subcontinente indio

Si bien en el mundo actual (y en la proyección del futuro) la tendencia resulta ser que las identidades diferenciadas por razones religiosas sean menos colectivas que individuales, y la posibilidad de los conflictos se mitigue en aras de una perspectiva global que hace de la religión un asunto no político, el conflicto religioso sigue presente, tanto en el marco internacional como en el seno de los distintos marcos nacionales. Pero los conflictos religiosos no surgen de exclusivas rivalidades de fe, teología o liturgia y no se explican por sí mismos. Tras este tipo de enfrentamientos se ocultan razones de índole económica, política o en general de geoestrategia. Aunque la religión ofrece un marco para que los conflictos muestren un radicalismo que quizá no se alcanzaría sin la presencia de ese componente.
La sensibilidad identitaria es muy diferente en cada una de las religiones por lo que el abanico de agravios (y motivos de discordia) es amplio y enraíza en formas de pensamiento adquiridas en la más temprana enculturación (los primeros comportamientos religiosos se suelen enseñar en las sociedades no laicas a la par que el lenguaje). Las respuestas frente a la injuria no suelen, por tanto, regirse por las leyes de la razón y la proporción y las identidades religiosas resultan más profundas que las nacionalistas (la idea de patria se encultura en una época muy posterior e impregna menos el cuerpo de creencias del individuo).
La religión ha sido y es uno de los medios más eficaces para establecer y fortalecer una identidad grupal diferenciada. Para renegar de la integración y marcar una frontera (cuando menos ideológica en el caso de que no se pueda establecer una física, por ejemplo en el seno de imperios poderosos), se utilizó el recurso de optar por una religión propia (el caso judío, por ejemplo), o una interpretación diferente de una misma religión (polacos católicos frente a ortodoxos rusos o durante la etapa comunista cumplidores frente a prosoviéticos ateos; serbios ortodoxos frente a croatas católicos y musulmanes bosnios, chiitas iraníes frente a sunitas árabes, por ejemplo).
El carácter múltiple de las señas de identidad (tanto colectiva como individual) que ofrece la religión han llevado a que se hayan podido construir y consolidar los muros del conflicto desde las lecturas de creencias enfrentadas a las que se dotó de un terrible instrumento depurado por la modernidad, el nacionalismo, con su horizonte referencial absoluto de unos límites nacionales que puedan circunscribir al grupo (religioso) que desea identificarse excluyendo a los demás.
El norte del subcontinente indio ha sido y sigue siendo un vivero de este tipo de conflictos y lo usaremos como ejemplo. En 1948 musulmanes e hinduistas se escindieron en estados nacionales con una ilusoria vocación de uniformidad religiosa, cimentada sobre millonarias expulsiones y matanzas (el espejismo de la limpieza étnica que también se invocó en el más reciente drama de Yugoslavia). En el último medio siglo la situación no se ha resuelto, Pakistán y la India tienen esporádicos enfrentamientos bélicos (y tres guerras formales) y la violencia larvada sigue enfrentando al sueño gandhiano (que le costó la vida) de la convivencia pacífica interreligiosa en la India. Más de 120 millones de musulmanes (superan a los habitantes de los países árabes) siguen compartiendo una misma nación con más de 820 millones de hinduistas a pesar de que organizaciones extremistas busquen su expulsión y desencadenen matanzas esporádicas en zonas especialmente conflictivas como Bombay o episodios en los que mito, identidades mortíferas (como las llamaría Amín Maalouf) y religión se entremezclan para justificar el asesinato y los atentados contra el patrimonio cultural (como ejemplifica el caso de Ayodhya, la destrucción de la mezquita Babri en 1992 y sus secuelas un decenio más tarde, que indican que el olvido no ha lugar). La oportunidad para las opciones no violentas parece surgir de la victoria sobre la pobreza, por el contrario la pobreza encuentra en el fanatismo religioso un detonante que estima intolerables las diversidades identitarias y apuesta por la exclusión como espejismo frente a la frustración.
Hay que añadir otro ingrediente conflictivo en esta zona: la fuerte implantación sij en el estado indio del Punjab (donde son mayoritarios) les ha llevado a exigir por la violencia un estado independiente (reflejo del que tuvieron en el siglo XIX hasta su conquista por los ingleses tras las guerras sijs: con la independencia se sentían legitimados para una vuelta a la situación pre-colonial), la reacción de las autoridades de la India en 1984 llevó al asalto del Harmandir, su templo principal y emblemático situado en la ciudad de Amritsar y al exterminio de los radicales sijs y determinó el posterior asesinato de la primera ministra de la India, Indira Gandhi, por su guardia personal (formada por sijs). La religión en este caso es una seña de identidad para una población localizada en los márgenes del mundo indio, un territorio extremadamente conflictivo, a caballo entre mayorías musulmanas (en Pakistán) e hinduistas.
Convergen en las proximidades del Punjab quizá las fronteras más sensibles del mundo actual, tres naciones que pueden utilizar la disuasión atómica (Pakistán, India y China) en un territorio marcado por las inestabilidades y los enfrentamientos religiosos: el fundamentalismo islámico como telón de fondo, el aplastamiento del budismo y la etnia tibetana por los chinos en el Tibet, los conflictos entre hinduistas y musulmanes, la frontera oriental entre chiismo y sunismo que discurre de Pakistán a Irán pasando por el conflictivo Afganistán, las incógnitas de los países musulmanes del Asia Central ex-soviética y el destino del petróleo y otros recursos que albergan y el trasfondo de la producción y exportación incontrolada (como resultado de la misma inestabilidad) de drogas y el contrabando de armas.
El sueño de algunos sijs que aúna nación e identidad religiosa resulta una mezcla explosiva en la geoestrategia de la zona que lo convierten en un potencial peligro de desestabilización a nivel global de un calibre quizá comparable al que genera el Estado de Israel, el paradigma de conflicto religioso, en el que convergen múltiples causas y factores de todo tipo, pero en el que la religión como factor de identificación no puede soslayarse.
 

6. Identidades religiosas milenarias: el ejemplo del conflicto israelo-palestino

El judaísmo es paradigma de una religión de la identidad, que ha conseguido, además, una ejemplar perdurabilidad en las señas comunes, que permiten a un judío actual estimar como antepasado a otro de hace tres milenios. Una de las señas de identidad del judaísmo ha sido la promesa de la tierra, pero justamente la posesión plena y sin trabas de la tierra prometida (como se produjo durante los reinos davídico y salomónico) ha sido casi más una anomalía en la historia del judaísmo que una constante.
Así en el conflicto israelo-palestino actual se combinan esta promesa religiosa inconcreta (o con una concreción que varió en el tiempo) relativa a la tierra, con las implicaciones atroces y bien recientes de la expulsión millonaria de palestinos desde la creación del Estado de Israel (y también la lenta sangría del amedrentamiento o la desposesión) a la que se añade la inmigración de poblaciones de diversísimo origen nacional (e incluso racial, aunque en principio se estime un retorno a la tierra de los antepasados) cuyo nexo de unión es la identidad (en algunos casos difusa) judía (tan castigada por el horror del holocausto nazi), pero todo ello aderezado con argumentos geoestratégicos de primer orden.
Durante la guerra fría el Estado de Israel fue un bastión de los intereses norteamericanos en Oriente Medio y sirvió para demostrar la inviabilidad del modelo ideológico panislámico. Pero también exacerbó las señas de identidad islámicas que esgrimían los grupos fundamentalistas que actuaban en la zona (recurriendo a los métodos terroristas) y que argumentaban que el Estado de Israel era un baluarte colonial occidental: la llegada de un número tal de población occidental a una zona del Tercer Mundo hubiera sido imposible en cualquier otro lugar del planeta.
El fin de la guerra fría, tendría que hacer perder al foco israelí su interés estratégico de primer orden, tras la evidencia de la división del mundo musulmán (que se atestigua desde la guerra de Kuwait y el ejemplo antes impensable de la aceptación de contingentes armados norteamericanos en pleno mundo árabe), salvo que la tendencia resulte justamente la consolidación de una nueva guerra fría contra un contramodelo islámico en la línea de los politólogos que plantean un choque de civilizaciones a la Huntington. En cualquier caso Israel está lo suficientemente consolidado como estado fuertemente homogéneo (sobre todo desde la creación del proto-estado de Palestina que aglutina a cerca de dos millones de musulmanes), como para que resulte inviable cualquier solución extremista que no tenga en cuenta la realidad de su carácter de nación multirreligiosa.
Libre de parte de sus condicionantes estratégicos este conflicto con un componente religioso muy notable debiera estar abocado a una necesaria resolución por la vía del compromiso. Tanto los musulmanes de la zona, como los judíos parece que no pueden optar por algo distinto que la renuncia a la violencia y la inevitable resolución del fuerte escollo del estatuto de Jerusalén de un modo consensuado. En vez de un conflicto entre modelos identitario-nacionalistas al estilo del siglo XIX, quizá podría derivar en el tipo de conflicto construido desde los presupuestos de un siglo XXI en el que por encima de identidades nacionales y religiosas excluyentes se requiere la construcción de un marco que refleje la diversidad, la multiculturalidad y la multirreligiosidad.
 

7. Multirreligiosidad, inmigración, minorías e identidad

Característica de nuestro mundo global es la multiplicación del fenómeno de la multirreligiosidad, correlato en lo relativo al mundo de las religiones de lo que es multiculturalidad en el de las culturas, la conformación de sociedades en las que cada vez existe una menor homogeneidad religiosa. La diversidad religiosa se convierte en seña de identidad, en particular en las grandes urbes en las que las posibilidades de elección las convierten en suertes de supermercados religiosos poblados de Iglesias, centros de oración, meditación, sinagogas, mezquitas, templos.
La religión entre tanta variedad se puede convertir en un factor que consolide una identidad de carácter personal cumpliendo funciones nuevas. Por ejemplo, frente a la movilidad personal entre territorios que caracteriza a las sociedades más dinámicas, la adscripción religiosa puede actuar como un elemento identitario que conforme unas raíces en las que reconocerse entre tantos cambios (encontrando en el ámbito del culto consuelo frente a la soledad de ciudades distintas, aunque tiendan todas finalmente a parecerse).
Pero será el inmigrante desde culturas diferentes el que hallará en estos ámbitos multirreligiosos un recurso importante frente a la desidentificación; porque al amparo de la libertad religiosa, si lo desea, no tendrá (o no debiera tener) que renunciar a su religión de origen en sus nuevas patrias de adopción. Ante un nuevo país y una nueva y distinta sociedad en la que quedan inmersos, ante la alienación de la cosificación como meros trabajadores y la marginalización donde tiende el sistema a catalogarles, la religión cumple, por ejemplo para muchos musulmanes en Francia o Alemania o hispanos en Estadoa Unidos y Europa, la función de seña de identidad que los caracteriza como minoría particularizada, les permite una adaptación menos traumática a las diversidades de la sociedad anfitriona, a la dinámica de la transformación identitaria que conlleva la inmigración. Para muchas denominadas minorías culturales será justamente la religión la que las particularice, ya que el impacto de la televisión y los modelos de consumo globales tenderán a homogeneizarlas culturalmente. La seña de identidad diferencial no será tanto cómo visten o lo que comen sino lo que creen y los ámbitos donde esa creencia se manifiesta; el lugar donde el estrecho núcleo convivencial familiar (centrado en la omnipresente televisión y sus mensajes homogeneizadores) pueda abrirse a intereses y colectivos más extensos en cuyo seno algunas señas identitarias imprescindibles frente a una desidentificación alienante, puedan perdurar.
 

8. Identidad, globalización y fundamentalismo

En el mundo actual se ha multiplicado un mecanismo muy potente de expansión de los modelos modernos (colonialistas y postcolonialistas), la globalización a la occidental que es clave en la mutación económica, cultural y religiosa y cuyo impacto ha aumentado tras la caída del comunismo soviético, al dejar de ser viable el contramodelo de la globalización comunista (que de todos modos conllevó la occidentalización y destrucción de los modos milenarios de convivencia centrados en la religión en buena parte de Asia, incluido ya hasta el Tíbet).
Convertida en referente básico de futuro, una oposición frontal a la globalización en lo económico resulta en la actualidad impracticable, pero la oposición ideológica puede encontrar adeptos. La cultura y los valores referenciales que se diseminan de modo exponencial desde el desarrollo de las televisiones por satélite son los del mundo occidental, envueltos en un imaginario de iconos de la prosperidad; de ahí que las antenas parabólicas sean símbolos que pueden costar la vida a quienes las instalan en sus casas en ciertas zonas sensibles, como Argelia.
Porque en la globalización cultural e ideológica, muchos colectivos no se encuentran satisfactoriamente reflejados, en ocasiones porque el estatus económico secundario en el que están ubicados les impide el disfrute de lo que se parece prometer si se renuncia a ciertas señas de identidad en aras de la aceptación de la escala de valores global occidental.
Se producen, por tanto, movimientos de oposición a los cambios uniformizadores que encuentran un material sensible justamente en los argumentos religiosos, que pueden detonar los mecanismos de la insatisfacción al generar imaginarios modelos ideales que enfrentar a las miserias bien tangibles de la modernidad. Esta oposición frontal se suele denominar fundamentalismo y en el mundo actual es uno de los modos más potentes de combinación de identidad y religión.
Tomó carta de naturaleza en Estados Unidos a comienzos del siglo XX entre grupos protestantes para definir una opción que buscaba volver a lo que denominaban fundamentos de la religión, centrados en una literalidad bíblica convertida en seña de identidad y práctica de vida. La actitud carente de crítica frente al texto sagrado, el sacrificio de la razón frente al dogma son actitudes mentales que intentan cerrar los ojos ante la inadaptación de estos mensajes religiosos milenarios respecto de los valores de la sociedad actual: la ley mosaica o la charia, por ejemplo, entendidas en un literalismo extremista vulneran de modo radical, la igualdad (refrendada en muchos países en sus propias constituciones) entre hombres y mujeres; sencillamente porque fueron establecidas para sociedades en las que el estatus de la mujer era diferente al actual. Pero esta lectura histórica, que identifica la religión como producto de cada época, no la aceptan los fundamentalismos, que estiman que lo que transmiten es palabra de Dios, que ha de ser entendida como un absoluto, con valores de eternidad, con un peso legal superior a cualquier norma social. Así los grupos fundamentalistas se transforman en entes autónomos (en la acepción etimológica del término: "regidos por sus propias leyes") pues estiman el marco legal civil contingente mientras que la ley sagrada la creen con validez eterna. Estas posiciones resultarían meras opciones minoritarias, pero cuando el fundamentalismo se combina con la miseria, la falta de perspectivas o la frustración, la religión se transforma en elemento clave de la identidad, su defensa en cometido que puede llevar a inmolar la propia vida (cuanto más la de los demás).
Los fundamentalistas hindúes toman a musulmanes o a los modernizantes como diana de sus frustraciones, los fundamentalismos islámicos a Occidente y lo que representa (aunque para llegar a cumplir sus propósitos utilicen los vehículos de propaganda, las armas y los conceptos, como el de partido político o el de nación, generados por quienes desean combatir).
A nivel político es en el mundo islámico donde la opción fundamentalista cumple de modo más acabado su alquimia identificadora. Parece ofrecer un contramodelo frente a la desidentificación globalizadora, al subyugamiento económico y tecnológico, frente a la caracterización como ciudadanos de segunda (como pobres, el criterio clave en el mundo plutocrático moderno), frente a la uniformización mediática. Puede llegar a presentar el atractivo de su eficacia (puesto que parece haber funcionado, por ejemplo en Irán) aunque resulte un poderoso instrumento en manos de líderes sin escrúpulos y un terrible sistema de perpetuación, por ejemplo del androcentrismo (cuando la aplicación de la charia se cumple de modo más estricto en aras del castigo de las mujeres que en cualquiera de sus otros aspectos, y en particular los de carácter económico).
Pero en ese juego de enfrentamientos identitarios, el fundamentalismo islámico parece cumplir también el papel de paradigma de referencia del miedo del diferente que se alenta en Occidente. Frente a la diversidad del mundo islámico en el que las opciones fundamentalistas son minoritarias, la referencia sistemática a los países donde el integrismo ha sido o sigue siendo más intransigente (Afganistán hasta el final del régimen talibán o Argelia) sirve para construir una alterización que tiene sus adalides en los medios de comunicación y entre notables politólogos y especialistas en geoestrategia occidentales. La solución, mas que ahondar en el lenguaje binario de la alterización y estigmatización del diferente (en particular del musulmán en Occidente o en general del fanático tercermundista), requiere una redimensión más respetuosa de la globalización, que pase en primer lugar por combatir la miseria, verdadera razón última de los fundamentalismos violentos y por otra por desarrollar un modelo distinto ya que la globalización cultural, en su calidad de producto ideológico diseminado por la televisión (que se rige por unas reglas entre las que la consideración respecto de la diferencia no es todavía un valor notable) no resulta particularmente respetuosa con las múltiples sensibilidades que entran en juego entre los posibles receptores de esos mensajes. Se tendría que potenciar, por tanto, una apuesta por defender la riqueza de las identidades diferenciales, por medio de la conformación de una globalización que tenga en cuenta el valor patrimonial de la diversidad cultural y religiosa.
 

9. Género, identidad y religión

Al plantear identidad y fundamentalismo no hemos podido menos que avanzar algunos argumentos relativos a los problemas de género que intentaremos desarrollar sintéticamente a continuación.
Las religiones principales, nacidas en la época en que la economía giraba en torno a la agricultura y sus posibilidades de expansión demográfica otorgan a las mujeres un papel que maximiza los valores simbólicos de la reproducción, potenciando la identificacion como madres, sublimando modelos maternales ejemplares de figuras divinas o sobrenaturales.
Las grandes religiones suelen defender unas técnicas reproductivas que resultaron perfectamente adecuadas para las sociedades agrícolas, pero que parecen profundamente perniciosas en un mundo en el que la presión antrópica es una de las causas más evidentes de la degradación del medio ambiente. La prohibición del empleo de métodos anticonceptivos (común entre ortodoxos judíos y también entre conservadores musulmanes, cristianos, budistas, hinduistas y seguidores de múltiples religiones tribales) y la condena de cualquier opción diversa de la heterosexual se explican porque forman eslabones de una cosmovisión en la que el sexo y su domesticación es un ingrediente más del espejismo de la expansión ilimitada de la grey humana.
De ahí que este discurso resulte para muchos hoy en día el paradigma de una alteridad incomprensible que plantea un horizonte de reproducción sin freno que obliga a la mujer a dedicar sus esfuerzos casi en exclusividad al cuidado de los hijos y que reprime cualquier singularidad en el modo de vivir la sexualidad que se aparte de la establecida en el matrimonio heterosexual, pieza clave en el sistema familiar tradicional.
Pero en el mundo postindustrial, la progenie no es un valor absoluto que requiera una alienación de tal calibre, se convierte en una circunstancia, pero no en la absoluta razón de la existencia y la identidad diferencial de la mujer. De ahí que los mecanismos de presión social que se imponían en particular a las mujeres en muchas de las sociedades agrícolas (y de modo insistente en las más expansivas), y que tomaron forma en diversos preceptos, prohibiciones y recomendaciones religiosas, se comprendan mal, pues fueron configurados en épocas y sociedades en las que la ideología masculina era profundamente hegemónica.
Pero la diversidad religiosa de las sociedades humanas ofrece muchos otros modelos en los que el papel de la mujer (y en general los roles de género) han sido y siguen siendo muy diferentes (por ejemplo en las sociedades de cazadores-recolectores), de tal modo que se deslegitima cualquier veleidad de defender como "natural" y conformador de la verdadera identidad femenina a cualquiera de ellos (resultando todos ellos contingentes, producto de factores medioambientales, sociales, históricos, etc.)
La sociedad actual, basada tras las luchas del siglo XX en la igualdad (teórica) de los géneros choca frontalmente con los presupuestos de muchas de las religiones tradicionales respecto de la mujer generándose conflictos ideológicos notables (en creyentes incapaces de realizar una síntesis realista entre los valores sociales comunes y los religiosos).
La crítica en muchos casos no se dirige contra las religiones en sí (es decir no se trata de críticas ateas o antirreligiosas, aunque también las haya), sino específicamente contra las manifestaciones discriminatorias que se solapan tras el lenguaje religioso y que se estiman puramente contingentes, productos de la historia. Son los hombres (varones y mujeres) los que han consolidado la desigualdad como medio de cumplir funciones sociales específicas, por tanto pueden ulteriormente redefinirse las pautas convivenciales, los roles identitarios entre géneros y los mecanismos ideológicos que los justifican.
El caso del islam es quizá paradigmático y requiere una reflexión pues presenta diversidades frente a la caricaturesca percepción del miemo que se suele tener en la opinión pública en Occidente. En zonas rurales y tradicionales se sigue un modo de vida con roles identitarios entre hombres y mujeres comparables con los del pasado (pero en los que la mutación generacional comienza a notarse); aunque se trata de una situación que se produce también en diferentes ámbitos asiáticos, americanos, africanos e incluso europeos (que corresponden con los valores retardatarios de las sociedades rurales). Pero también hay claras tendencias hacia el cambio en otros ámbitos: ciudades, grupos sociales dinámicos, zonas en las que el impacto del turismo es destacado.
Pero lo significativo y particularizador del caso islámico es que en ciertas zonas se ha producido un claro fenómeno de vuelta atrás, una notable involución en el estatus de la mujer: en los países en los que la charia se ha convertido en código legal común o particular en ciertos ámbitos, la discriminación de la mujer ha aumentado y algunos comportamientos (como el adulterio) que la religión reprueba son severa y públicamente penados (como ocurría en el Afganistán de los talibán, y todavía cumple en Irán o incluso Arabia Saudí o Nigeria, pero recordemos lo que ocurría en la España predemocrática).
El aparato represor del estado se emplea para impedir los comportamientos de la mujer que se estiman moral y religiosamente reprobables, una terrible arma de control sobre las mujeres que también puede emplearse contra los modelos de sexualidad diferentes del heterosexual.
Pero en otros países de mayoría musulmana la situación es bien diversa y se tiende a una mayor igualdad, como por ejemplo en Turquía, en el Asia Central o en Indonesia, donde la discriminación de la mujer, aunque exista en el nivel de los comportamientos, no tiene el amparo legal para multiplicar sus efectos. Esta variabilidad permite retomar la reflexión respecto de lo injusto que es achacar a la totalidad del mundo islámico lo que son casos particulares de sometimiento discriminatorio de la mujer. Los cambios económicos y sociales que se están produciendo en muchos ámbitos del mundo islámico determinan una transformación de las relaciones varones-mujeres que está obligando a una reinterpretación de la religión incluso en países muy integristas en lo ideológico, como la wahabí Arabia Saudí, la situación de prosperidad está llevando a un cambio paulatino en el papel de las mujeres que, aunque con sistemas segregados, acceden a la educación. A la larga, parece que se ahonda la tendencia a la construcción de modelos más igualitarios, por medio de una redimensión de las formas de entender la religión.
 

10. Religión e identidades diferenciales de género en minorías culturales

Pero quizá el dinamismo mayor en el seno del islam se esté produciendo entre colectivos de inmigrantes que viven en sociedades ocidentales (en algunos casos desde la tercera o la cuarta generación), donde la necesidad de definición identitaria frente al reto de la modernidad es más acuciante. Frente a la renuncia a la religión, que fue tendencia habitual hasta los años ochenta del siglo pasado, y que determinó la profunda asimilación de muchos inmigrantes y su desidentificación cultural completa (con su correlato de alienación), en las últimas dos décadas la religión cumple, como ya vimos, destacadas funciones de preservación de la diversidad cultural.
Pero puede chocar contra lo que son los modos de vida y convivencia en las sociedades anfitrionas, que pueden no estar adecuadamente preparadas para la multirreligiosidad y la diversidad cultural.
Un ejemplo muy interesante se produjo en una de las patrias de la multirreligiosidad, Francia, respecto de los signos de identidad diferencial de género y su licitud: el problema de las escolares que portaban velo en los liceos (centros de educación preuniversitaria). Atañe, por tanto, a una característica cultural diferencial de género extraña a la sociedad francesa y fue objeto de seria polémica por razones tanto de índole disciplinar como general: el velo se estimaba como un atuendo impropio para el control de la identidad, pero, a la par, era percibido por otros escolares, por profesores o por padres de alumnos como un símbolo de la represión y el estatus sometido de la mujer en el islam y se estimaba como improcedente en un país moderno.
En este debate se enfrentaban diversos derechos como el de la igualdad (varones-mujeres) frente a la libertad religiosa, pero también una interpretación quizá sesgada y etnocéntrica por parte de ciertos grupos de la sociedad civil francesa. El velo no es solo una seña de identidad de carácter religioso, sino que también marca la pertenencia a una minoría cultural de inmigrantes que provienen de países en los que ese atuendo es de uso común en ambientes específicos rurales y populares. La represión de una seña de identidad de estas características puede ser entendida como una actuación desidentificadora muy severa. Por tanto la sociedad anfitriona ha de tener en cuenta que la religión, en sus formas externas, puede estar cumpliendo en comunidades de inmigrantes el papel clave de paliar la desidentificación y la total aculturación.
El mero hecho de que estas niñas acudan al liceo, con velo o sin él, está marcando una diferencia sustancial respecto de sus madres y abuelas en el acceso a la cultura, una transformación radical en sus expectativas de futuro y su posición en el seno de la familia.
Una posición intransigente respecto de estos signos de identidad puede determinar que los grupos de inmigrantes se encierren, generen ghettos culturales y religiosos al margen de la sociedad civil donde, por ejemplo, las niñas no sean escolarizadas y los valores igualitarios no lleguen a permear; sería una vuelta atrás, a los modos de organización premodernos, anclados en sociedades cerradas (con comunidades religiosas autogobernadas y autoreguladas). Para muchos fundamentalismos este tipo de segregación es un ideal por estimarlo verdaderamente respetuoso con las identidades particulares (por ejemplo en el judaísmo más ortodoxo que acordona sus barrios y los impermeabiliza en Jerusalén o en Nueva York), pero el modelo que se generaría sería profundamente defragmentador de la sociedad global, se construiría una multirreligiosidad pero configurada en compartimentos estancos en los que los mecanismos civiles de protección, por ejemplo frente a la discriminación, podrían resultar inoperantes.
 

11. Los límites de la identidad religiosa

La discriminación se construye, como hemos visto, desde bastiones muy diversos y la religión puede encadenar en roles identificadores estancos a las mujeres y también, aunque en otros aspectos, a los varones y llevarles a territorios del horror. En ocasiones nos encontramos con costumbres tan vejatorias que el enfrentamiento con el marco civil tiene difícil solución por requerir una completa modificación de la práctica religiosa.
Por ejemplo la clitoridectomía (y otras mutilaciones aún más severas), sin ser precepto religioso coránico, tiene un fuerte arraigo en ciertas zonas del islam (en particular el nilótico y en general subsahariano) y entre cultos tribales africanos; pero por muchos valores simbólicos que se le otorguen, por mucho que se estime una seña de identidad religiosa básica, enfrenta derechos humanos que están más allá de cualquier relativismo cultural: su prohibición no resulta meramente una cuestión de imposición etnocéntrica por parte de Occidente, y la relativización cultural tiene en este asunto uno de sus límites más evidentes.
Se manifiesta, por tanto, la necesidad de generar un marco común de comportamiento que, con todas las salvedades posibles, consensúe la desaparición de este tipo de terribles prácticas discriminatorias y vejatorias.
Se trata de un problema muy complejo: el de la necesidad de una ética común, que desde el respeto de las diversidades culturales y religiosas, pero a la par sin caracteres etnocéntricos y religiocéntricos que la desvirtúen completamente hasta hacerla imposición extraña, genere un marco común global de defensa de los derechos humanos más allá de particularidades culturales, construya una nueva y necesariamente multiforme identidad global.
Pero pensar tal ética necesita repensar los límites de la identidad religiosa, replantear la legitimidad de modelos de entender el mundo que algunas religiones han construido y mantienen y de los que puede resultar difícil que sus fieles se desprendan. Un problema complejo al que el mundo global que se está construyendo tendrá que ofrecer solución ética y jurídica en aras de la mitigación de los conflictos tanto sociales como personales que potencian las identidades religiosas.
 

12. Conclusión: identidad, cerebro y religión

Esta necesariamente inconclusa reflexión sobre los límites de la identidad parece llevarnos de nuevo cerca del lugar de partida, a los problemas e interrogantes de la identidad humana en cuanto especie. Entre la variabilidad de las culturas y las sociedades humanas parecen existir puntos de contacto que subsumen las identidades diferenciales en otra común en tanto que seres humanos.
Quizá el paradigma de tal identidad, la quintaesencia de lo humano radique en la muy material ubicación del interfaz con el que conectamos nuestro interior con el exterior: nuestro cerebro.
Las ciencias del cerebro están ofreciendo probablemente los más notables avances en el conocimiento científico en los últimos decenios y quizá también puedan ofrecer argumentos importantes en el tema que nos interesa.
Si la religión en tanto que experiencia se vehicula por medio de la activación de ciertas partes de nuestro cerebro como parecen defender, por ejemplo, Persinger, d'Aquili o Newberg por medio de la experimentación, la meramente esbozada y muy personal deambulación que les he propuesto sobre el binomio identidad y religión tendría en el laboratorio una ubicación de investigación privilegiada en los próximos tiempos y nuestros colegas neurofisiólogos y en general científicos del cerebro su palabra que decir junto a la de historiadores de las religiones, antropólogos y demás colectivos que hacen de la religión su dedicación científica particular.