Copyright: Francisco Diez de Velasco. Universidad de La Laguna. Canarias.
España.
II Coloquio internacional Religión y símbolo, Taxco,
México, 2-4 octubre 2002
1. Identidad, religión y orígenes
La construcción de la identidad es quizá uno de los temas
que presentan una mayor complejidad e indeterminación. Quiénes
somos, a quiénes aceptamos como idénticos y su contrapartida,
la alterización del tenido por diferente, plantean preguntas que
entretejen un laberinto en el que la religión ha cumplido a lo largo
de la historia un papel muy notable: recordemos los valores identificatorios
(y alterizadores del diferente) que caracterizan las religiones gentilicias,
cívicas o nacionales de las que la religión de las ciudades
griegas antiguas o el judaismo ofrecen notables ejemplos.
Plantear una reflexión sintética (personal) sobre identidad
y religión es, además, soslayar con dificultad la trampa-hipótesis
del "homo religiosus". La arqueología de la identidad, tan bien
sugerida por Almudena Hernando, ofrece oscuros territorios cuando los abismos
temporales de la hominización necesitan discriminar ser humano de
animal, humano religioso de bestia sin razón ni Dios. Se trataba
de poner, por tanto, necesidad de fecha de nacimiento a una especie que
por religiosa sería nuestra idéntica en un modelo de pensar
que más se aviene a creacionismos que a los abismos temporales y
los nebulosos territorios de la paleontología. Querer atisbar la
identidad por medio de la religión (hacer del ser humano identitariamente
religioso), un recurso tan querido por ciertas escuelas que así
lanzaban hacia la prehistoria (o hacia el que denominaban primitivo, como
creyendo que era menos por rémora no evolucionada del pasado) una
mirada menos cargada de alteridades, parece un camino distorsionado. Pero
no lo es tanto la necesidad de ser capaces de mirar al origen, como se
atrevió a hacer el ya enfermo de muerte Roy Rappaport. Se trata
de desentrañar cogniciones que, quizá, no estemos en condiciones
de calibrar, puesto que complejizan el universo de la identidad, por ejemplo
por medio de ritos como los de paso que, al marcar hitos en el proceso
de individuación, en la percepción social del lugar que cada
cual ocupa en el seno del grupo, caracterizan estas agrupaciones humanas
en tanto que sociedades con percepción segmentada, en las que la
identidad se gradúa formando diversos segmentos (iniciados-no iniciados;
varones-mujeres; vivos-muertos, etc.). Identidad y rito convierten a estos
tenidos por "primitivos" antepasados en muy capaces navegantes por las
sendas de la complejidad identitaria, más hábiles quizá
que muchos de nosotros para aceptar el cambio: la plenitud, pero también
la ancianidad, la vida, pero también el tener que morir.
En cambio a nosotros nos marca nuestra historia, hijos como somos de
un pensar el mundo y las religiones desde los modelos que crearon las sociedades
centradas en la agricultura y su correlato de poderosos líderes
e identidades descomunales, como las de los soberanos divinizados de las
civilizaciones originales y la caterva de sus súbditos desidentificados,
reducidos a casi nada, imposibles de pensar éstos como idénticos
aquellos otros, habida cuenta del peso de los mecanismos simbólico-religiosos
de sublimación del poder tiránico que aún, enmascarados,
parece que todavía nos acechan tras las poderosas identidades de
Dioses celosos y exigentes de vidas y haciendas.
Pero sobre todo no podemos soslayar nuestra herencia de modernos que,
transformada por las dudas que ha desvelado la posmodernidad, forma nuestros
variables modos de pensarnos (identificarnos) y pensar en lo que creemos.
2. Identidad, irreligión y modernidad
Una reflexión sintética sobre identidad y religión
no puede construirse, por tanto, sin tomar conciencia de la mirada que
somos capaces de lanzar, de la distorsión que nuestros ojos de hijos
(deseados o no) de la modernidad produce y que hemos de intentar calibrar.
Porque que la religión siga siendo acompañante de nuestras
vidas y seña de identidad resulta, desde los planteamientos de la
modernidad, un proceso en cierto modo inesperado. En los modelos de entender
el mundo que generaron muchos de los pensadores modernos (nuestros maestros
en el pensar) la religión había dejado de jugar el papel
de instrumento para comprender, aceptar el mundo y consensuar la convivencia
y se había enjuiciado en ocasiones dentro de la categoría
de superstición que podía puntualmente poner trabas a la
nueva cosmovisión de la sociedad industrial centrada en la ciencia
como modelo global de explicación. Se instauraron sistemas de identificación
grupal homogéneos en los que la diversidad en las creencias no tuvieran,
en teoría, un peso notable, aunque en la práctica el imperio
de las diferencias y discriminaciones de carácter ideológico
se mutó en el de las diferencias económicas, el nuevo patrón
para construir las jerarquías; la identidad no la conformaba pues
la religión, sino la ciencia, la nación, el derecho, la política...
y sobre todo la riqueza. Identidad segura, construida desde pensamientos
fuertes, desde teóricas igualdades, una para todos sin que fuese
relevante lo que la religión había dictado desde antiguo,
pensando incluso muchos que tal religión, tenida por mera ilusión,
terminaría por desaparecer, como creían Marx o Freud, creadores
de modelos de explicar lo que se es, nueva identidad redentora del proletariado
o ciencia de la identidad y sus complejidades egóticas (y más
allá) que sería el psicoanálisis.
En la refriega entre las religiones y el mundo industrial los contendientes
han terminado mutando, la religión ha sobrevivido en nuestro mundo
postindustrial pero transformada: sigue siendo seña de identidad
relevante para la gran mayoría de la población del mundo
(en grados distintos como veremos). Pero se han desvinculado más
de mil millones, que no la tienen por tal y conb los que hemos de contar
a la hora de hablar de identidad y religión. Mayoritariamente no
religiosos, para los que tales creencias no significan nada notable, en
una relación en cierto modo pasiva o débil, a los que se
añade una minoría activa en lo que cree (o en este caso no
cree) de ateos, más de 200 millones (aunque las estadísticas
son siempre complicadas), dueños en estos tiempos de pensamientos
débiles de robustas convicciones que les llevan a no hacerse esperanzas
con mantener una identidad tras la muerte, a no poderse creer que existan
identidades descomunales, muy superiores a las de los perecederos mortales
y a los que muchos denominan Dioses.
Indiferencia o negación de la religión, ruptura del binomio
identidad-religión en un volumen desconocido para épocas
anteriores y que es destacada característica del mundo actual (aunque
no podemos olvidar que en la Grecia o la India antiguas hubo muchos pensadores
ateos -y no solo entre sofistas, budistas o jainas-).
Las religiones perduran y de un modo mayoritario, aunque en una posición
diferente a la premoderna en nuestro mundo global actual; la modernidad
ha generado un marco para el desarrollo de las religiones que tiende, por
encima de críticas y oposiciones bicentenarias, a convertirse en
un modelo con vocación de hegemonía. Se basa, en tres pilares
particularmente significativos en lo que a identidad y religión
se refiere: por una parte la desvinculación de religión y
política (lo que se denominaba separación Iglesia-Estado
en el religiocéntrico lenguaje basado en el enfrentamiento con el
cristianismo de las revoluciones liberales), de tal modo que la identidad
política quedaba separada de la religiosa. En relación con
lo anterior surge el concepto de libertad religiosa en tanto que derecho
fundamental caracterizado como individual y sus consecuencias, entre las
que la conversión de la religión en un factor identificatorio
individual y cada vez menos colectivo es clave. Y en tercer lugar incide
la globalización con su componente estructural de homogeneización
y de construcción de identidades convergentes a escala mundial que
parecen dejar un margen estrecho para la construcción de identidades
diferenciales como veremos más adelante.
Sobre estas premisas solemos tender a pensar la religión y hemos
de ser conscientes de que pueden formar un filtro distorsivo, particularmente
en un tema tan delicado como el de la percepción de la identidad
en el que se entabla un insoslayable diálogo entre el otro (que
puede creer algo tan distinto que incluso llegue a matar y morir por ello
en un martirio de desidentificación personal al amparo de la religión)
y uno mismo (con las múltiples aristas de la identidad de habitantes
de nuestro mundo neomilenar más allá de lo postmoderno y
su construcción de identidades difusas). Modelos identitarios que
sitúan a la religión en lugares diferentes y que caracterizan
nuestro presente y las muy diferentes religiones que lo pueblan.
3. Individualización de la identidad religiosa en el mundo actual
Por ejemplo las religiones de poblaciones que todavía no están
plenamente insertas en el modo de economía industrial: entre las
bandas de cazadores-recolectores africanos, australianos o americanos,
así como en franjas extensas en las que la agricultura continúa
siendo el modo de vida principal (en importantes zonas de Asia, África
y América); siguen cumpliendo un papel semejante al de hace cientos
o miles de años, identificando los grupos por medio de lo que creen,
ofreciendo a los individuos señas de identidad para reconocerse
frente a la naturaleza y los demás colectivos humanos; la religión
puede resultar un factor en extremo sensible, configurando la identidad
de un modo muy profundo. Pero, a su vez, estas sociedades se hallan sometidas
al reto del contacto y de la inevitable aculturación y mutación
multiplicada desde el impacto de la globalización, creándose
una dinámica religiosa muy interesante; la fuerza de las identidades
religiosas tradicionales compite con otros modelos cuya presencia es cada
vez más destacada, que tienden a transformar la religión
en asunto individual, en una descolectivización que en cierto modo
caracteriza la transformación que se está produciendo en
algunas religiones tribales hacia muy actuales configuraciones que podríamos
denominar "nueva era", surgiendo neochamanismos en los que la identidad
del grupo (tribal) no es lo importante, sino la experiencia compartida
entre el especialista en lo sagrado y un difuso y multiforme grupo de seguidores
(en algún caso captados por internet, uniéndose lo preindustrial
y lo postindustrial en un ejemplar ciberchamanismo).
Se ilustra así un fenómeno clave en la actualidad: la
religión se está adaptando a necesidades cada vez menos sociales
del individuo que determinan una variedad progresivamente más atomizada
en los modos de entender el compromiso religioso en general y en el seno
de cada religión. Se trata de una tendencia en cierto sentido lógica:
hemos visto que el mundo moderno ubica al individuo en el centro de la
escala de valores que lleva, en lo que respecta a la religión, a
desdotar progresivamente de peso a las manifestaciones colectivas (salvo
quizá que posean los valores de la performance, tan acordes con
nuestra sociedad oculocéntrica construida sobre la imagen y el espectáculo),
y a convertirlas en un fenómeno cada vez menos social y cada vez
más relegado al ámbito de lo individual (y su potencial variabilidad).
La religión tiende a transformarse en una seña de identidad
menos grupal que puramente individual, de ahí que la sociedad actual
pueda llegar a parecer menos religiosa que las del pasado.
Para calibrar correctamente esta cuestión habrá que tener
presente que los comportamientos religiosos computables socialmente son
cada vez menos notables y que la esfera de lo privado es muy difícil
de penetrar, máxime en cuestiones que atañen a ese núcleo
interior (a veces rodeado de incertidumbres y contradicciones cognitivas)
que resulta ser lo que se cree.
Por otra parte este sesgo individualista, abre la posibilidad de nuevos
horizontes y puntos referenciales, adaptados a las necesidades personales:
característica de nuestro mundo actual es la tendencia al mestizaje
que encuentra referentes identitarios en muy diferentes culturas y épocas.
Se potencia una religión de la búsqueda interior, muchas
veces sin rumbos fijos, en la que las opciones individuales pueden llegar
a ser tantas como fieles, en una compleja religión a la carta. Aunque
imperceptibles y cambiantes como los individuos que las profesan, en algunos
casos sin conciencia de hacerlo (muchos prefieren plantear que se trata
de espiritualidad, no de religión), estas formas religiosas casi
transparentes resultan definitorias de una tendencia de futuro: la religión
no sería, por tanto, una seña de identidad principal en la
praxis social, pero podría resultar clave en un monólogo
interior, que no permee más allá de los límites de
la piel salvo en contadas ocasiones. Religión cambiante, adaptándose
a los diferentes momentos de cada individuo y los retos vitales a los que
se enfrente, que ofrezca instrumentos para comprender fenómenos
complejos como el morir, el envejecer, el mero cambiar, o las experiencias
diferentes como las que se abren en los caminos de lo interior por medio
de la introspección o la meditación. Una interiorización
de lo religioso, que puede difuminar sus contornos y hasta su definición
y su percepción, que no requiera quizá vehicularse por medio
del referente de figuras parentales de la divinidad, o ni siquiera de figuras
divinas, una religión o para-religión descarnada de signos,
símbolos o iconos fijos, alejada de dogmas y de jerarquías
a las que se reconozca como mediadores (en la línea de lo que pudo
plantearse en algunas tradiciones religiosas, como ciertas perspectivas
budistas, o en ciertas escuelas filosóficas antiguas que ponían
en práctica técnicas de introspección y meditación).
4. Religión y perduración de valores identitarios colectivos. El ejemplo del Ulster
De todos modos, el mundo de las religiones sorprende por su proteica
variabilidad y riqueza. Si bien la perspectiva de lo individual es clave
como tendencia a nivel global, la religión mantiene fuertemente
arraigados en algunos ámbitos sus valores sociales, identificadores
de un grupo específico. No hace falta desviar la mirada hacia el
islam (donde la religión es entre ciertos colectivos un instrumento
básico para resaltar la propia identidad e independencia frente
a la modernidad y la globalización que se identifican con Occidente),
para tomar conciencia del componente social identificador y homogeneizador
que puede tener la religión: solamente hay que recordar lo que era
el catolicismo anterior al concilio Vaticano II en algunos lugares, por
ejemplo, en España.
La religión puede resultar una seña de identidad de tal
calibre que el compromiso religioso tenga un valor social añadido
suficiente como para que las tendencias modernas hacia el individualismo
religioso que acabamos de repasar se anulen; un excelente ejemplo lo hallamos
en el ámbito europeo, en el Ulster, pero para entenderlo de modo
pleno hemos de repasar previamente otro fenómeno en el que identidad
y religión presentan una combinación moderna muy notable:
la multiplicación del no cumplimiento.
En el catolicismo europeo la asistencia regular a la misa dominical,
es decir el rito obligatorio, ronda el cuarto del total de los creyentes,
en otras formas de cristianismo (por ejemplo entre los anglicanos donde
el nivel de cumplimiento es inferior al 10%) o en otras religiones el fenómeno
es parecido: así, por ejemplo entre los judíos no ortodoxos,
está muy desarrollada tal desafección.
Para este tipo de fieles, que podríamos denominar sociológicos
o culturales, el compromiso religioso se limita en algunos casos a los
ritos de paso principales (el matrimonio, el nacimiento, la muerte), pero
las prácticas continuadas se descuidan de modo muy mayoritario.
Resulta notable, además que, por ejemplo en países católicos,
procesiones y actos religiosos con una fuerte proyección social
(cargados de valores de performance e identificación local o social)
sean seguidos y vividos en plenitud por multitudes entre las que buena
parte de los miembros no suelen tener contacto ulterior con los ritos.
Lo interesante de estos perfiles de fieles es que, si se les pregunta,
presentan un identificación clara con una afiliación religiosa
específica, aunque la entiendan de un modo laxo en el que caben,
en muchos casos, puntos de vista personales en ocasiones bien alejados
de las opiniones de los jerarcas y responsables religiosos. Se trata de
una identidad religiosa muy difusa, característica de nuestro mundo
actual y que, además, suele percibir de modo negativo (como fanatismo)
los niveles de práctica mucho más exigentes de grupos religiosos
minoritarios o diferentes o los de los fieles de la propia religión
que son estrictamente cumplidores.
En este universo de renuncia general a la práctica religiosa
resulta muy significativo; por tanto el contraejemplo del Ulster, en el
que la historia entreteje con la identidad y la religión una respuesta
diferente merece que nos detengamos brevemente. La población inglesa
protestante inmigró al territorio norirlandés desde antiguo
(resulta difícil identificar como inmigrante a alguien cuya familia
vive en el Ulster desde el siglo XVI), y toda la isla terminó siendo
incorporada a la corona británica. La religión servía
como seña de identidad del origen foráneo frente a los irlandeses
que se mantuvieron en el catolicismo como identificación frente
al invasor. La independencia de Irlanda se alcanzó sin la renuncia
británica al norte de la isla donde existía una mayoría
protestante (en la actualidad ronda el 55% frente a una minoría
católica en torno al 40%).
La lucha política y nacionalista se ha avivado desde hace una
generación gracias a los argumentos religiosos y los responsables
eclesiásticos de ambas partes han apoyado abiertamente en muchos
casos la opción de la violencia (los sacerdotes y pastores encarnan
un liderazgo comunitario no solo de carácter espiritual y se implican
en la política, donde existen partidos confesionales con discursos
de alterización del diferente que contrastan muy notablemente con
el universalismo cristiano). La religión resulta una seña
de identidad tan marcada que ha determinado la topografía social
y territorial por medio de la impermeabilización religiosa de familias
y barrios o el apego a procesiones con la finalidad de evidenciar el control
simbólico del territorio, incluso ajeno.
Además este carácter identitario de la religión
se materializa de modo muy significativo en los modelos del cumplimiento
religioso en toda la zona. Así, frente a los niveles mínimos
en la práctica religiosa que se detectan en Inglaterra, en el Ulster
la práctica religiosa invierte la magnitud (casi alcanza el 90%):
ser católico y cumplir el precepto dominical es un acto social que
ubica al que lo lleva a cabo en una comunidad individualizada bien diferenciada
de esa otra comunidad enemiga y percibida como invasora que se identifica
con las Iglesias episcopaliana y presbiteriana. Los niveles de cumplimiento
religioso activo son, además, equivalentes en las dos comunidades
enfrentadas de católicos y protestantes del Ulster y también
en la vecina República de Irlanda.
Para los irlandeses, lo mismo que para los católicos del Ulster,
el catolicismo es una seña de identidad diferencial frente a los
ingleses y un arma de enfrentamiento de primer orden, algo parecido ocurre
con los protestantes del Ulster. Por su parte, en Inglaterra esta proyección
social e identitaria de la religión no se manifiesta y las iglesias
están vacías. La solución del conflicto del Ulster,
por tanto, conllevaría una desafección de los fieles de sus
respectivas iglesias, de los valores colectivos de la religión,
de esta perduración antimoderna del maridaje entre política
y creencia religiosa. Intentaremos a continuación abordar brevemente
otros ejemplos de este tema que ilustran las relaciones entre identidad
y conflicto religioso en el mundo actual.
5. Identidad nacional y conflicto religioso. Ejemplos del subcontinente indio
Si bien en el mundo actual (y en la proyección del futuro) la
tendencia resulta ser que las identidades diferenciadas por razones religiosas
sean menos colectivas que individuales, y la posibilidad de los conflictos
se mitigue en aras de una perspectiva global que hace de la religión
un asunto no político, el conflicto religioso sigue presente, tanto
en el marco internacional como en el seno de los distintos marcos nacionales.
Pero los conflictos religiosos no surgen de exclusivas rivalidades de fe,
teología o liturgia y no se explican por sí mismos. Tras
este tipo de enfrentamientos se ocultan razones de índole económica,
política o en general de geoestrategia. Aunque la religión
ofrece un marco para que los conflictos muestren un radicalismo que quizá
no se alcanzaría sin la presencia de ese componente.
La sensibilidad identitaria es muy diferente en cada una de las religiones
por lo que el abanico de agravios (y motivos de discordia) es amplio y
enraíza en formas de pensamiento adquiridas en la más temprana
enculturación (los primeros comportamientos religiosos se suelen
enseñar en las sociedades no laicas a la par que el lenguaje). Las
respuestas frente a la injuria no suelen, por tanto, regirse por las leyes
de la razón y la proporción y las identidades religiosas
resultan más profundas que las nacionalistas (la idea de patria
se encultura en una época muy posterior e impregna menos el cuerpo
de creencias del individuo).
La religión ha sido y es uno de los medios más eficaces
para establecer y fortalecer una identidad grupal diferenciada. Para renegar
de la integración y marcar una frontera (cuando menos ideológica
en el caso de que no se pueda establecer una física, por ejemplo
en el seno de imperios poderosos), se utilizó el recurso de optar
por una religión propia (el caso judío, por ejemplo), o una
interpretación diferente de una misma religión (polacos católicos
frente a ortodoxos rusos o durante la etapa comunista cumplidores frente
a prosoviéticos ateos; serbios ortodoxos frente a croatas católicos
y musulmanes bosnios, chiitas iraníes frente a sunitas árabes,
por ejemplo).
El carácter múltiple de las señas de identidad
(tanto colectiva como individual) que ofrece la religión han llevado
a que se hayan podido construir y consolidar los muros del conflicto desde
las lecturas de creencias enfrentadas a las que se dotó de un terrible
instrumento depurado por la modernidad, el nacionalismo, con su horizonte
referencial absoluto de unos límites nacionales que puedan circunscribir
al grupo (religioso) que desea identificarse excluyendo a los demás.
El norte del subcontinente indio ha sido y sigue siendo un vivero de
este tipo de conflictos y lo usaremos como ejemplo. En 1948 musulmanes
e hinduistas se escindieron en estados nacionales con una ilusoria vocación
de uniformidad religiosa, cimentada sobre millonarias expulsiones y matanzas
(el espejismo de la limpieza étnica que también se invocó
en el más reciente drama de Yugoslavia). En el último medio
siglo la situación no se ha resuelto, Pakistán y la India
tienen esporádicos enfrentamientos bélicos (y tres guerras
formales) y la violencia larvada sigue enfrentando al sueño gandhiano
(que le costó la vida) de la convivencia pacífica interreligiosa
en la India. Más de 120 millones de musulmanes (superan a los habitantes
de los países árabes) siguen compartiendo una misma nación
con más de 820 millones de hinduistas a pesar de que organizaciones
extremistas busquen su expulsión y desencadenen matanzas esporádicas
en zonas especialmente conflictivas como Bombay o episodios en los que
mito, identidades mortíferas (como las llamaría Amín
Maalouf) y religión se entremezclan para justificar el asesinato
y los atentados contra el patrimonio cultural (como ejemplifica el caso
de Ayodhya, la destrucción de la mezquita Babri en 1992 y sus secuelas
un decenio más tarde, que indican que el olvido no ha lugar). La
oportunidad para las opciones no violentas parece surgir de la victoria
sobre la pobreza, por el contrario la pobreza encuentra en el fanatismo
religioso un detonante que estima intolerables las diversidades identitarias
y apuesta por la exclusión como espejismo frente a la frustración.
Hay que añadir otro ingrediente conflictivo en esta zona: la
fuerte implantación sij en el estado indio del Punjab (donde son
mayoritarios) les ha llevado a exigir por la violencia un estado independiente
(reflejo del que tuvieron en el siglo XIX hasta su conquista por los ingleses
tras las guerras sijs: con la independencia se sentían legitimados
para una vuelta a la situación pre-colonial), la reacción
de las autoridades de la India en 1984 llevó al asalto del Harmandir,
su templo principal y emblemático situado en la ciudad de Amritsar
y al exterminio de los radicales sijs y determinó el posterior asesinato
de la primera ministra de la India, Indira Gandhi, por su guardia personal
(formada por sijs). La religión en este caso es una seña
de identidad para una población localizada en los márgenes
del mundo indio, un territorio extremadamente conflictivo, a caballo entre
mayorías musulmanas (en Pakistán) e hinduistas.
Convergen en las proximidades del Punjab quizá las fronteras
más sensibles del mundo actual, tres naciones que pueden utilizar
la disuasión atómica (Pakistán, India y China) en
un territorio marcado por las inestabilidades y los enfrentamientos religiosos:
el fundamentalismo islámico como telón de fondo, el aplastamiento
del budismo y la etnia tibetana por los chinos en el Tibet, los conflictos
entre hinduistas y musulmanes, la frontera oriental entre chiismo y sunismo
que discurre de Pakistán a Irán pasando por el conflictivo
Afganistán, las incógnitas de los países musulmanes
del Asia Central ex-soviética y el destino del petróleo y
otros recursos que albergan y el trasfondo de la producción y exportación
incontrolada (como resultado de la misma inestabilidad) de drogas y el
contrabando de armas.
El sueño de algunos sijs que aúna nación e identidad
religiosa resulta una mezcla explosiva en la geoestrategia de la zona que
lo convierten en un potencial peligro de desestabilización a nivel
global de un calibre quizá comparable al que genera el Estado de
Israel, el paradigma de conflicto religioso, en el que convergen múltiples
causas y factores de todo tipo, pero en el que la religión como
factor de identificación no puede soslayarse.
6. Identidades religiosas milenarias: el ejemplo del conflicto israelo-palestino
El judaísmo es paradigma de una religión de la identidad,
que ha conseguido, además, una ejemplar perdurabilidad en las señas
comunes, que permiten a un judío actual estimar como antepasado
a otro de hace tres milenios. Una de las señas de identidad del
judaísmo ha sido la promesa de la tierra, pero justamente la posesión
plena y sin trabas de la tierra prometida (como se produjo durante los
reinos davídico y salomónico) ha sido casi más una
anomalía en la historia del judaísmo que una constante.
Así en el conflicto israelo-palestino actual se combinan esta
promesa religiosa inconcreta (o con una concreción que varió
en el tiempo) relativa a la tierra, con las implicaciones atroces y bien
recientes de la expulsión millonaria de palestinos desde la creación
del Estado de Israel (y también la lenta sangría del amedrentamiento
o la desposesión) a la que se añade la inmigración
de poblaciones de diversísimo origen nacional (e incluso racial,
aunque en principio se estime un retorno a la tierra de los antepasados)
cuyo nexo de unión es la identidad (en algunos casos difusa) judía
(tan castigada por el horror del holocausto nazi), pero todo ello aderezado
con argumentos geoestratégicos de primer orden.
Durante la guerra fría el Estado de Israel fue un bastión
de los intereses norteamericanos en Oriente Medio y sirvió para
demostrar la inviabilidad del modelo ideológico panislámico.
Pero también exacerbó las señas de identidad islámicas
que esgrimían los grupos fundamentalistas que actuaban en la zona
(recurriendo a los métodos terroristas) y que argumentaban que el
Estado de Israel era un baluarte colonial occidental: la llegada de un
número tal de población occidental a una zona del Tercer
Mundo hubiera sido imposible en cualquier otro lugar del planeta.
El fin de la guerra fría, tendría que hacer perder al
foco israelí su interés estratégico de primer orden,
tras la evidencia de la división del mundo musulmán (que
se atestigua desde la guerra de Kuwait y el ejemplo antes impensable de
la aceptación de contingentes armados norteamericanos en pleno mundo
árabe), salvo que la tendencia resulte justamente la consolidación
de una nueva guerra fría contra un contramodelo islámico
en la línea de los politólogos que plantean un choque de
civilizaciones a la Huntington. En cualquier caso Israel está lo
suficientemente consolidado como estado fuertemente homogéneo (sobre
todo desde la creación del proto-estado de Palestina que aglutina
a cerca de dos millones de musulmanes), como para que resulte inviable
cualquier solución extremista que no tenga en cuenta la realidad
de su carácter de nación multirreligiosa.
Libre de parte de sus condicionantes estratégicos este conflicto
con un componente religioso muy notable debiera estar abocado a una necesaria
resolución por la vía del compromiso. Tanto los musulmanes
de la zona, como los judíos parece que no pueden optar por algo
distinto que la renuncia a la violencia y la inevitable resolución
del fuerte escollo del estatuto de Jerusalén de un modo consensuado.
En vez de un conflicto entre modelos identitario-nacionalistas al estilo
del siglo XIX, quizá podría derivar en el tipo de conflicto
construido desde los presupuestos de un siglo XXI en el que por encima
de identidades nacionales y religiosas excluyentes se requiere la construcción
de un marco que refleje la diversidad, la multiculturalidad y la multirreligiosidad.
7. Multirreligiosidad, inmigración, minorías e identidad
Característica de nuestro mundo global es la multiplicación
del fenómeno de la multirreligiosidad, correlato en lo relativo
al mundo de las religiones de lo que es multiculturalidad en el de las
culturas, la conformación de sociedades en las que cada vez existe
una menor homogeneidad religiosa. La diversidad religiosa se convierte
en seña de identidad, en particular en las grandes urbes en las
que las posibilidades de elección las convierten en suertes de supermercados
religiosos poblados de Iglesias, centros de oración, meditación,
sinagogas, mezquitas, templos.
La religión entre tanta variedad se puede convertir en un factor
que consolide una identidad de carácter personal cumpliendo funciones
nuevas. Por ejemplo, frente a la movilidad personal entre territorios que
caracteriza a las sociedades más dinámicas, la adscripción
religiosa puede actuar como un elemento identitario que conforme unas raíces
en las que reconocerse entre tantos cambios (encontrando en el ámbito
del culto consuelo frente a la soledad de ciudades distintas, aunque tiendan
todas finalmente a parecerse).
Pero será el inmigrante desde culturas diferentes el que hallará
en estos ámbitos multirreligiosos un recurso importante frente a
la desidentificación; porque al amparo de la libertad religiosa,
si lo desea, no tendrá (o no debiera tener) que renunciar a su religión
de origen en sus nuevas patrias de adopción. Ante un nuevo país
y una nueva y distinta sociedad en la que quedan inmersos, ante la alienación
de la cosificación como meros trabajadores y la marginalización
donde tiende el sistema a catalogarles, la religión cumple, por
ejemplo para muchos musulmanes en Francia o Alemania o hispanos en Estadoa
Unidos y Europa, la función de seña de identidad que los
caracteriza como minoría particularizada, les permite una adaptación
menos traumática a las diversidades de la sociedad anfitriona, a
la dinámica de la transformación identitaria que conlleva
la inmigración. Para muchas denominadas minorías culturales
será justamente la religión la que las particularice, ya
que el impacto de la televisión y los modelos de consumo globales
tenderán a homogeneizarlas culturalmente. La seña de identidad
diferencial no será tanto cómo visten o lo que comen sino
lo que creen y los ámbitos donde esa creencia se manifiesta; el
lugar donde el estrecho núcleo convivencial familiar (centrado en
la omnipresente televisión y sus mensajes homogeneizadores) pueda
abrirse a intereses y colectivos más extensos en cuyo seno algunas
señas identitarias imprescindibles frente a una desidentificación
alienante, puedan perdurar.
8. Identidad, globalización y fundamentalismo
En el mundo actual se ha multiplicado un mecanismo muy potente de expansión
de los modelos modernos (colonialistas y postcolonialistas), la globalización
a la occidental que es clave en la mutación económica, cultural
y religiosa y cuyo impacto ha aumentado tras la caída del comunismo
soviético, al dejar de ser viable el contramodelo de la globalización
comunista (que de todos modos conllevó la occidentalización
y destrucción de los modos milenarios de convivencia centrados en
la religión en buena parte de Asia, incluido ya hasta el Tíbet).
Convertida en referente básico de futuro, una oposición
frontal a la globalización en lo económico resulta en la
actualidad impracticable, pero la oposición ideológica puede
encontrar adeptos. La cultura y los valores referenciales que se diseminan
de modo exponencial desde el desarrollo de las televisiones por satélite
son los del mundo occidental, envueltos en un imaginario de iconos de la
prosperidad; de ahí que las antenas parabólicas sean símbolos
que pueden costar la vida a quienes las instalan en sus casas en ciertas
zonas sensibles, como Argelia.
Porque en la globalización cultural e ideológica, muchos
colectivos no se encuentran satisfactoriamente reflejados, en ocasiones
porque el estatus económico secundario en el que están ubicados
les impide el disfrute de lo que se parece prometer si se renuncia a ciertas
señas de identidad en aras de la aceptación de la escala
de valores global occidental.
Se producen, por tanto, movimientos de oposición a los cambios
uniformizadores que encuentran un material sensible justamente en los argumentos
religiosos, que pueden detonar los mecanismos de la insatisfacción
al generar imaginarios modelos ideales que enfrentar a las miserias bien
tangibles de la modernidad. Esta oposición frontal se suele denominar
fundamentalismo y en el mundo actual es uno de los modos más potentes
de combinación de identidad y religión.
Tomó carta de naturaleza en Estados Unidos a comienzos del siglo
XX entre grupos protestantes para definir una opción que buscaba
volver a lo que denominaban fundamentos de la religión, centrados
en una literalidad bíblica convertida en seña de identidad
y práctica de vida. La actitud carente de crítica frente
al texto sagrado, el sacrificio de la razón frente al dogma son
actitudes mentales que intentan cerrar los ojos ante la inadaptación
de estos mensajes religiosos milenarios respecto de los valores de la sociedad
actual: la ley mosaica o la charia, por ejemplo, entendidas en un literalismo
extremista vulneran de modo radical, la igualdad (refrendada en muchos
países en sus propias constituciones) entre hombres y mujeres; sencillamente
porque fueron establecidas para sociedades en las que el estatus de la
mujer era diferente al actual. Pero esta lectura histórica, que
identifica la religión como producto de cada época, no la
aceptan los fundamentalismos, que estiman que lo que transmiten es palabra
de Dios, que ha de ser entendida como un absoluto, con valores de eternidad,
con un peso legal superior a cualquier norma social. Así los grupos
fundamentalistas se transforman en entes autónomos (en la acepción
etimológica del término: "regidos por sus propias leyes")
pues estiman el marco legal civil contingente mientras que la ley sagrada
la creen con validez eterna. Estas posiciones resultarían meras
opciones minoritarias, pero cuando el fundamentalismo se combina con la
miseria, la falta de perspectivas o la frustración, la religión
se transforma en elemento clave de la identidad, su defensa en cometido
que puede llevar a inmolar la propia vida (cuanto más la de los
demás).
Los fundamentalistas hindúes toman a musulmanes o a los modernizantes
como diana de sus frustraciones, los fundamentalismos islámicos
a Occidente y lo que representa (aunque para llegar a cumplir sus propósitos
utilicen los vehículos de propaganda, las armas y los conceptos,
como el de partido político o el de nación, generados por
quienes desean combatir).
A nivel político es en el mundo islámico donde la opción
fundamentalista cumple de modo más acabado su alquimia identificadora.
Parece ofrecer un contramodelo frente a la desidentificación globalizadora,
al subyugamiento económico y tecnológico, frente a la caracterización
como ciudadanos de segunda (como pobres, el criterio clave en el mundo
plutocrático moderno), frente a la uniformización mediática.
Puede llegar a presentar el atractivo de su eficacia (puesto que parece
haber funcionado, por ejemplo en Irán) aunque resulte un poderoso
instrumento en manos de líderes sin escrúpulos y un terrible
sistema de perpetuación, por ejemplo del androcentrismo (cuando
la aplicación de la charia se cumple de modo más estricto
en aras del castigo de las mujeres que en cualquiera de sus otros aspectos,
y en particular los de carácter económico).
Pero en ese juego de enfrentamientos identitarios, el fundamentalismo
islámico parece cumplir también el papel de paradigma de
referencia del miedo del diferente que se alenta en Occidente. Frente a
la diversidad del mundo islámico en el que las opciones fundamentalistas
son minoritarias, la referencia sistemática a los países
donde el integrismo ha sido o sigue siendo más intransigente (Afganistán
hasta el final del régimen talibán o Argelia) sirve para
construir una alterización que tiene sus adalides en los medios
de comunicación y entre notables politólogos y especialistas
en geoestrategia occidentales. La solución, mas que ahondar en el
lenguaje binario de la alterización y estigmatización del
diferente (en particular del musulmán en Occidente o en general
del fanático tercermundista), requiere una redimensión más
respetuosa de la globalización, que pase en primer lugar por combatir
la miseria, verdadera razón última de los fundamentalismos
violentos y por otra por desarrollar un modelo distinto ya que la globalización
cultural, en su calidad de producto ideológico diseminado por la
televisión (que se rige por unas reglas entre las que la consideración
respecto de la diferencia no es todavía un valor notable) no resulta
particularmente respetuosa con las múltiples sensibilidades que
entran en juego entre los posibles receptores de esos mensajes. Se tendría
que potenciar, por tanto, una apuesta por defender la riqueza de las identidades
diferenciales, por medio de la conformación de una globalización
que tenga en cuenta el valor patrimonial de la diversidad cultural y religiosa.
9. Género, identidad y religión
Al plantear identidad y fundamentalismo no hemos podido menos que avanzar
algunos argumentos relativos a los problemas de género que intentaremos
desarrollar sintéticamente a continuación.
Las religiones principales, nacidas en la época en que la economía
giraba en torno a la agricultura y sus posibilidades de expansión
demográfica otorgan a las mujeres un papel que maximiza los valores
simbólicos de la reproducción, potenciando la identificacion
como madres, sublimando modelos maternales ejemplares de figuras divinas
o sobrenaturales.
Las grandes religiones suelen defender unas técnicas reproductivas
que resultaron perfectamente adecuadas para las sociedades agrícolas,
pero que parecen profundamente perniciosas en un mundo en el que la presión
antrópica es una de las causas más evidentes de la degradación
del medio ambiente. La prohibición del empleo de métodos
anticonceptivos (común entre ortodoxos judíos y también
entre conservadores musulmanes, cristianos, budistas, hinduistas y seguidores
de múltiples religiones tribales) y la condena de cualquier opción
diversa de la heterosexual se explican porque forman eslabones de una cosmovisión
en la que el sexo y su domesticación es un ingrediente más
del espejismo de la expansión ilimitada de la grey humana.
De ahí que este discurso resulte para muchos hoy en día
el paradigma de una alteridad incomprensible que plantea un horizonte de
reproducción sin freno que obliga a la mujer a dedicar sus esfuerzos
casi en exclusividad al cuidado de los hijos y que reprime cualquier singularidad
en el modo de vivir la sexualidad que se aparte de la establecida en el
matrimonio heterosexual, pieza clave en el sistema familiar tradicional.
Pero en el mundo postindustrial, la progenie no es un valor absoluto
que requiera una alienación de tal calibre, se convierte en una
circunstancia, pero no en la absoluta razón de la existencia y la
identidad diferencial de la mujer. De ahí que los mecanismos de
presión social que se imponían en particular a las mujeres
en muchas de las sociedades agrícolas (y de modo insistente en las
más expansivas), y que tomaron forma en diversos preceptos, prohibiciones
y recomendaciones religiosas, se comprendan mal, pues fueron configurados
en épocas y sociedades en las que la ideología masculina
era profundamente hegemónica.
Pero la diversidad religiosa de las sociedades humanas ofrece muchos
otros modelos en los que el papel de la mujer (y en general los roles de
género) han sido y siguen siendo muy diferentes (por ejemplo en
las sociedades de cazadores-recolectores), de tal modo que se deslegitima
cualquier veleidad de defender como "natural" y conformador de la verdadera
identidad femenina a cualquiera de ellos (resultando todos ellos contingentes,
producto de factores medioambientales, sociales, históricos, etc.)
La sociedad actual, basada tras las luchas del siglo XX en la igualdad
(teórica) de los géneros choca frontalmente con los presupuestos
de muchas de las religiones tradicionales respecto de la mujer generándose
conflictos ideológicos notables (en creyentes incapaces de realizar
una síntesis realista entre los valores sociales comunes y los religiosos).
La crítica en muchos casos no se dirige contra las religiones
en sí (es decir no se trata de críticas ateas o antirreligiosas,
aunque también las haya), sino específicamente contra las
manifestaciones discriminatorias que se solapan tras el lenguaje religioso
y que se estiman puramente contingentes, productos de la historia. Son
los hombres (varones y mujeres) los que han consolidado la desigualdad
como medio de cumplir funciones sociales específicas, por tanto
pueden ulteriormente redefinirse las pautas convivenciales, los roles identitarios
entre géneros y los mecanismos ideológicos que los justifican.
El caso del islam es quizá paradigmático y requiere una
reflexión pues presenta diversidades frente a la caricaturesca percepción
del miemo que se suele tener en la opinión pública en Occidente.
En zonas rurales y tradicionales se sigue un modo de vida con roles identitarios
entre hombres y mujeres comparables con los del pasado (pero en los que
la mutación generacional comienza a notarse); aunque se trata de
una situación que se produce también en diferentes ámbitos
asiáticos, americanos, africanos e incluso europeos (que corresponden
con los valores retardatarios de las sociedades rurales). Pero también
hay claras tendencias hacia el cambio en otros ámbitos: ciudades,
grupos sociales dinámicos, zonas en las que el impacto del turismo
es destacado.
Pero lo significativo y particularizador del caso islámico es
que en ciertas zonas se ha producido un claro fenómeno de vuelta
atrás, una notable involución en el estatus de la mujer:
en los países en los que la charia se ha convertido en código
legal común o particular en ciertos ámbitos, la discriminación
de la mujer ha aumentado y algunos comportamientos (como el adulterio)
que la religión reprueba son severa y públicamente penados
(como ocurría en el Afganistán de los talibán, y todavía
cumple en Irán o incluso Arabia Saudí o Nigeria, pero recordemos
lo que ocurría en la España predemocrática).
El aparato represor del estado se emplea para impedir los comportamientos
de la mujer que se estiman moral y religiosamente reprobables, una terrible
arma de control sobre las mujeres que también puede emplearse contra
los modelos de sexualidad diferentes del heterosexual.
Pero en otros países de mayoría musulmana la situación
es bien diversa y se tiende a una mayor igualdad, como por ejemplo en Turquía,
en el Asia Central o en Indonesia, donde la discriminación de la
mujer, aunque exista en el nivel de los comportamientos, no tiene el amparo
legal para multiplicar sus efectos. Esta variabilidad permite retomar la
reflexión respecto de lo injusto que es achacar a la totalidad del
mundo islámico lo que son casos particulares de sometimiento discriminatorio
de la mujer. Los cambios económicos y sociales que se están
produciendo en muchos ámbitos del mundo islámico determinan
una transformación de las relaciones varones-mujeres que está
obligando a una reinterpretación de la religión incluso en
países muy integristas en lo ideológico, como la wahabí
Arabia Saudí, la situación de prosperidad está llevando
a un cambio paulatino en el papel de las mujeres que, aunque con sistemas
segregados, acceden a la educación. A la larga, parece que se ahonda
la tendencia a la construcción de modelos más igualitarios,
por medio de una redimensión de las formas de entender la religión.
10. Religión e identidades diferenciales de género en minorías culturales
Pero quizá el dinamismo mayor en el seno del islam se esté
produciendo entre colectivos de inmigrantes que viven en sociedades ocidentales
(en algunos casos desde la tercera o la cuarta generación), donde
la necesidad de definición identitaria frente al reto de la modernidad
es más acuciante. Frente a la renuncia a la religión, que
fue tendencia habitual hasta los años ochenta del siglo pasado,
y que determinó la profunda asimilación de muchos inmigrantes
y su desidentificación cultural completa (con su correlato de alienación),
en las últimas dos décadas la religión cumple, como
ya vimos, destacadas funciones de preservación de la diversidad
cultural.
Pero puede chocar contra lo que son los modos de vida y convivencia
en las sociedades anfitrionas, que pueden no estar adecuadamente preparadas
para la multirreligiosidad y la diversidad cultural.
Un ejemplo muy interesante se produjo en una de las patrias de la multirreligiosidad,
Francia, respecto de los signos de identidad diferencial de género
y su licitud: el problema de las escolares que portaban velo en los liceos
(centros de educación preuniversitaria). Atañe, por tanto,
a una característica cultural diferencial de género extraña
a la sociedad francesa y fue objeto de seria polémica por razones
tanto de índole disciplinar como general: el velo se estimaba como
un atuendo impropio para el control de la identidad, pero, a la par, era
percibido por otros escolares, por profesores o por padres de alumnos como
un símbolo de la represión y el estatus sometido de la mujer
en el islam y se estimaba como improcedente en un país moderno.
En este debate se enfrentaban diversos derechos como el de la igualdad
(varones-mujeres) frente a la libertad religiosa, pero también una
interpretación quizá sesgada y etnocéntrica por parte
de ciertos grupos de la sociedad civil francesa. El velo no es solo una
seña de identidad de carácter religioso, sino que también
marca la pertenencia a una minoría cultural de inmigrantes que provienen
de países en los que ese atuendo es de uso común en ambientes
específicos rurales y populares. La represión de una seña
de identidad de estas características puede ser entendida como una
actuación desidentificadora muy severa. Por tanto la sociedad anfitriona
ha de tener en cuenta que la religión, en sus formas externas, puede
estar cumpliendo en comunidades de inmigrantes el papel clave de paliar
la desidentificación y la total aculturación.
El mero hecho de que estas niñas acudan al liceo, con velo o
sin él, está marcando una diferencia sustancial respecto
de sus madres y abuelas en el acceso a la cultura, una transformación
radical en sus expectativas de futuro y su posición en el seno de
la familia.
Una posición intransigente respecto de estos signos de identidad
puede determinar que los grupos de inmigrantes se encierren, generen ghettos
culturales y religiosos al margen de la sociedad civil donde, por ejemplo,
las niñas no sean escolarizadas y los valores igualitarios no lleguen
a permear; sería una vuelta atrás, a los modos de organización
premodernos, anclados en sociedades cerradas (con comunidades religiosas
autogobernadas y autoreguladas). Para muchos fundamentalismos este tipo
de segregación es un ideal por estimarlo verdaderamente respetuoso
con las identidades particulares (por ejemplo en el judaísmo más
ortodoxo que acordona sus barrios y los impermeabiliza en Jerusalén
o en Nueva York), pero el modelo que se generaría sería profundamente
defragmentador de la sociedad global, se construiría una multirreligiosidad
pero configurada en compartimentos estancos en los que los mecanismos civiles
de protección, por ejemplo frente a la discriminación, podrían
resultar inoperantes.
11. Los límites de la identidad religiosa
La discriminación se construye, como hemos visto, desde bastiones
muy diversos y la religión puede encadenar en roles identificadores
estancos a las mujeres y también, aunque en otros aspectos, a los
varones y llevarles a territorios del horror. En ocasiones nos encontramos
con costumbres tan vejatorias que el enfrentamiento con el marco civil
tiene difícil solución por requerir una completa modificación
de la práctica religiosa.
Por ejemplo la clitoridectomía (y otras mutilaciones aún
más severas), sin ser precepto religioso coránico, tiene
un fuerte arraigo en ciertas zonas del islam (en particular el nilótico
y en general subsahariano) y entre cultos tribales africanos; pero por
muchos valores simbólicos que se le otorguen, por mucho que se estime
una seña de identidad religiosa básica, enfrenta derechos
humanos que están más allá de cualquier relativismo
cultural: su prohibición no resulta meramente una cuestión
de imposición etnocéntrica por parte de Occidente, y la relativización
cultural tiene en este asunto uno de sus límites más evidentes.
Se manifiesta, por tanto, la necesidad de generar un marco común
de comportamiento que, con todas las salvedades posibles, consensúe
la desaparición de este tipo de terribles prácticas discriminatorias
y vejatorias.
Se trata de un problema muy complejo: el de la necesidad de una ética
común, que desde el respeto de las diversidades culturales y religiosas,
pero a la par sin caracteres etnocéntricos y religiocéntricos
que la desvirtúen completamente hasta hacerla imposición
extraña, genere un marco común global de defensa de los derechos
humanos más allá de particularidades culturales, construya
una nueva y necesariamente multiforme identidad global.
Pero pensar tal ética necesita repensar los límites de
la identidad religiosa, replantear la legitimidad de modelos de entender
el mundo que algunas religiones han construido y mantienen y de los que
puede resultar difícil que sus fieles se desprendan. Un problema
complejo al que el mundo global que se está construyendo tendrá
que ofrecer solución ética y jurídica en aras de la
mitigación de los conflictos tanto sociales como personales que
potencian las identidades religiosas.
12. Conclusión: identidad, cerebro y religión
Esta necesariamente inconclusa reflexión sobre los límites
de la identidad parece llevarnos de nuevo cerca del lugar de partida, a
los problemas e interrogantes de la identidad humana en cuanto especie.
Entre la variabilidad de las culturas y las sociedades humanas parecen
existir puntos de contacto que subsumen las identidades diferenciales en
otra común en tanto que seres humanos.
Quizá el paradigma de tal identidad, la quintaesencia de lo
humano radique en la muy material ubicación del interfaz con el
que conectamos nuestro interior con el exterior: nuestro cerebro.
Las ciencias del cerebro están ofreciendo probablemente los
más notables avances en el conocimiento científico en los
últimos decenios y quizá también puedan ofrecer argumentos
importantes en el tema que nos interesa.
Si la religión en tanto que experiencia se vehicula por medio
de la activación de ciertas partes de nuestro cerebro como parecen
defender, por ejemplo, Persinger, d'Aquili o Newberg por medio de la experimentación,
la meramente esbozada y muy personal deambulación que les he propuesto
sobre el binomio identidad y religión tendría en el laboratorio
una ubicación de investigación privilegiada en los próximos
tiempos y nuestros colegas neurofisiólogos y en general científicos
del cerebro su palabra que decir junto a la de historiadores de las religiones,
antropólogos y demás colectivos que hacen de la religión
su dedicación científica particular.