Disfraz, máscara y experiencia: tras los pasos de Dioniso
Copyright: Francisco Diez de Velasco en A.A.V.V. El arte del carnaval, La Laguna, 2003, 29-36

Bucear en las experiencias colectivas no resulta sencillo y aún menos si se trata de experiencias religiosas. Se inclina uno quizá a mirarlas con ojos descreidos, por el fácil camino de hacer primar lo lúdico frente a lo simbólico, lo rutinario frente a lo extraordinario. Así el abandono del estado de conciencia habitual parecería más intoxicación que ruptura del discurso del yo, como si meramente el detonante fuera suficiente argumento para agotar toda explicación de la fuerza significativa de la diferencia (de ese rozar otros parajes que no son los de la costumbre, independientemente de la senda que nos lleve a ellos).

Desde este punto de vista el carnaval resulta un fácil recurso a la hora de comparar y hasta de intentar explicar lo que podían ser las ceremonias de trance colectivo como, y serán las que usaremos en estas páginas en calidad de ejemplo; las que tenían a Dioniso como presidente, al vino como intermediario y al tumulto de la fiesta en movimiento, con sus máscaras, danzas y disfraces, sus transgresiones y locuras como manifestación. La bacanal, la orgía báquica, que desgrana su existencia en el mundo antiguo desde, por lo menos el siglo VIII a.e. hasta que el cristianismo se convirtió en religión triunfante y única (una historia de por lo menos un milenio) podría pensarse que fuese algo así como diversión carnavalera, reino del cuerpo libre de ataduras de las constricciones de lo social y lo identitario (hasta de esas gestualidades cansadas, propias de quienes no pueden ni saben ser ajenos a las obligaciones que los van domesticando y finalmente marchitando).

Pero frente a esa tentación fácil (que tan satisfechos nos deja, abochornando al pasado al hacerlo tan chato como nuestro hoy) de la trivialización, del comparar cualquier cosa con cualquier otra, se yergue el lenguaje de la imagen, inmediato, directo desde el objeto mas que bimilenario, el vaso antiguo, pintado por una mano de la que nos separan cien generaciones pero cuyos ojos miraron como lo hacen los nuestros, al mismo trazo, al mismo barro. Nuestras pupilas milagrosamente hermanadas (casi en una epojé transtemporal) con las de aquellos que reverenciaron a Dioniso, como dios de poder imparable e incontrolable y no solo como motivo de confraternización alrededor de una buena botella, ese Baco borrachón y caducado de los actuales (o también velazqueños) amantes de los buenos caldos.

Pero al mirar, que es nuestro gran intermediario moderno, privados como estamos ya casi de nuestros otros sentidos por una cultura de la imagen que nos aturde con la barahunda de lo visto (asociado con lo escuchado, el otro interfaz arrasador -juntos haciendo televisión-, pero que no se conforma con lo susurrado sino que parece exigir el todo volumen, perdiéndose así el oler, gustar, sentir...), al romper los resquicios de nuestro diálogo interno por medio de nuestros ojos, imperceptiblemente cambiamos, modificamos nuestros puntos de apoyo, y así quizá, en este deambular por disfraces y cortejos de Dioniso que vamos a entrever, podremos hallar motivos para una personal nueva dimensión de la comprensión del carnaval, de los valores de performance compleja que puede presentar este notable festejo, al que tantas explicaciones se le pueden dar sin, probablemente, conseguir agotarlo. Porque la fuerza de la transgresión resulta incasillable, la furia de la fiesta hecha de sentidos y sentimientos, inexplicable, los valores del disfraz y la máscara, inmemoriales, tan antiguos como los intentos de comprendernos en tanto que identidad retrotrayéndonos a las primeras imágenes de seres humanos de las que nos ha llegado vestigio.

Esos ¿chamanes?-¿cazadores? con cuernos y pelambreras de animales de hace mil generaciones, que parecen querer mutarse por medio de máscara y pieles, fuera de sí mismos, alterizados, hechos distintos, pintados en cuevas (un ámbito que nos resulta ajeno) como para que no seamos capaces, en un juego de adivinanzas, de descifrar el enigma de su presencia en nuestro pasado, como abuelos con los que no nos podremos relacionar, porque más que hijos de Eva (esa narración tan familiar) parecen de Lilith, de lo distintos, de lo extranjeros que nos parecen (como por otra parte les resultaba extranjero a los griegos Dioniso, a pesar de acompañarlos entre sus dioses desde las épocas más remotas). Pero a diferencia de los griegos de los que disponemos de sus relatos escritos, a los artistas de la prehistoria no los podemos escuchar, sus mitos perdidos, sólo nos han dejado sus representaciones, y nunca sabremos para qué se molestaban en pintar y pintarse (o solo podemos suponerlo y por tanto equivocarnos). Pero no por faltarnos sus palabras y pensamientos dejan de fascinarnos, en mayor medida quizá justamente porque parecen acecharnos con sus disfraces: muy lejanos, pero a la vez también muy cercanos cuando, como en el carnaval, también nos ponemos las máscaras y dejamos de ser quienes solíamos ser para formar parte de la caterva casi intemporal de los que parecen no saber ni quiénes son (y a lo mejor también quieren dejar de saberlo, por lo menos durante algún tiempo, ese de la fiesta).



 ILUSTRACIÓN 1: Cueva de Trois Frères (Francia): el animal con cuerpo humano o el humano con cuernos y rabo de animal: la fascinación del disfraz y la metamorfosis (para acceder a la ilustración pulse aquí )

Así por intermedio del disfraz, símbolo máximo carnavalero, parecemos abocados a tener que pensar en la distinción, en esa diferencia que antes que nada radica en el interior de uno mismo, de la conciencia que llaman alterada y que a lo mejor a lo largo del tiempo no ha cambiado tanto como sí lo ha hecho la identidad común, la que acompaña nuestro pasaporte y que reconoce el policía de cualquier aduana que seguramente no nos dejaría pasar si nos viese con la máscara de la fiesta, mujer hecha hombre o viceversa, maquillaje y pelaje, a lo mejor de oso, o de Napoleón o de drag queen. Identidad que nos hace a los modernos, hijos de la Ilustración, cargados de derechos teóricos (con gobernantes efímeros y escurridizos ante la inversión de roles que propugna la fiesta) tan distintos de los de antes, para quienes los ritos de crítica y los de inversión que poblaban tantos festivales eran clave en la autoestima mermada por la cotidiana arbitrariedad y el permanente sometimiento, y para los que el amparo religioso era consuelo y protección frente a las represalias, y el disfraz recurso de invisibilidad en esas horas de maravilla en las que todo parecía cambiar (y tras la fiesta cada cual en su lugar, aunque contentos porque el reir reconforta y probablemente aletarga mucho más que el temer). O cuando eran más autónomos, como algunos griegos de la antigüedad, justamente los que gozaban de Dioniso y su tiempo diferente, y que podían hallar en la inversión y la crítica un modo de poner en su sitio a los que querían ser más que el común de ciudadanos, por más ricos, fuertes o linajudos, y a los que el insulto rebajaba y la broma diluía, convirtiendo así a estos ámbitos inusuales de la fiesta en ritos de equilibrio (también del prestigio y la autoestima) y de solidaridad (la que nace del compartir como iguales y no del dar y recibir unos creyéndose mejores y los otros sintiéndose aminorados).

El amparo del dios como protección frente a lo que en otras circunstancias serían desvaríos de locos (que también cumplían el papel de decir cotidiana o extemporáneamente lo que nadie se atrevería a manifestar más que en el ámbito festivo amparado por la divinidad) es clave para la potencia y significación (simbólica y política) del ritual y qué mejor garante entre los griegos que el propio soberano del desvarío, Dioniso el imparable, capaz de poner en su lugar hasta al más prepotente e insensible tirano, al paradigmático Penteo, rey de Tebas, la gran ciudad de los mitos ancestrales, pilares conformadores del puzzle de la identidad helena. Dioniso, hombre-dios, que justamente en Tebas busca, tras ser universalmente reconocido (desde la India hasta las puertas de su patria), esa reidentificación con el hogar (que cuando se tiene parece ser -o creemos que es- ámbito de la más reconfortante identidad) y que tan poderoso argumento resulta en ese género literario muy eficazmente explotado por los griegos que conforman los relatos de retornos (del que la Odisea es primer e inagotablemente fascinante ejemplo).

El regreso de Dioniso al hogar de su madre hubiera podido terminar más como el de un Agamenón que como el de Odiseo; destino de aniquilación por el que manda en la casa y la patria, porque frente a Ítaca donde solo hay pretendientes a la espera de la elección de Penélope, en Tebas sí que hay un rey en cuyas manos el poder está firmemente anclado. Rey y pariente, hijo de la hermana de la madre, primo carnal auténtico, por vía inequívoca de úteros y no por paternidades nunca plenamente comprobables como las que se fundan en varones. Ahí es donde surge la crítica y donde el estatus de Dioniso parecería que se tambalea. ¿Hijo de quién?, de un cualquiera, seductor de la hija del rey Cadmo, sangre apocada, madre muerta, huérfano ya sin linaje, alejado de toda soberanía, menos aún que segundón, bastardo simple, nadie. Y don Nadie (como otro Odiseo ante Polifemo) pero que se ha convertido en poder mayor que el de cualquiera, porque su padre resulta no ser otro que el soberano de los dioses, Zeus; porque el hijo, aunque no lleve el rayo entre la manos, trae algo que fulmina y carboniza más que el relámpago, el jugo de la vid transformado por el tiempo en fuerza de posesión implacable e inaplazable, ante la que nada resiste, ni barcos piratas, ni puertas de bronce, ni ninguneos de pariente venido a más, que entre tantas obligaciones y tan alto círculo de amistades ya no reconoce a los menguados primos.

Penteo el tirano no acepta que se le compare, se le ponga en duda, se haga algo como chirigota de su augusta persona: con él no parece posible que haya rito de inversión, rito de crítica, tan serio y pagado de sí como nos lo pinta Eurípides en Las bacantes, genial tragedia, la única de tema dionisiaco de todo lo sobrevivido de la antigüedad de ese género que estaba, justamente, presidido por el multiforme dios del vino. Penteo resulta algo así como un Francisco Franco (cargado de ísimos), soberano que se cree sin resquicios, que no reconoce sonrisa ni compadreo, proscriptor del carnaval, incapaz de aceptar que el orden público se pudiera mínimamente relajar, quizá porque aunque la justificación (más bien excusa) pudo ser el temor a venganzas ocultas tras disfraces (el malvado puñalero con traje de bondad, asesino disfrazado hasta de cura, de ángel, de militar, inversión perversa porque quizá no era tal, no era fácilmente discernible, tornada actuación bajo disfraz en cumplida metáfora de sacrosantizadas instituciones), lo verdaderamente temido y angustioso resultaba que pudiera darse cumplimiento a lo que es esencial en la fiesta carnavalera (y, con otros nombres en tantas otras culturas del mundo, en cualquier festival descentrante): la risa que se dirige contra todo y en particular (faltaría más) contra el que manda, tiranillo o tiranazo, apoltronado sin posible crítica en el día a día pero blanco necesario por lo menos un día al año (¡qué menos!). Si se prohibía el carnaval ya ni siquiera quedaba ese mínimo consuelo, sin la espita de escapatoria que el tiempo de fiesta permitiría, se alcanzaría así la aniquilación completa de toda diferencia y divergencia, de cualquier resquicio de ridiculización del poder, de toda risa pública.

Pero volviendo al Penteo que retrata Eurípides, cree que por ser rey tiene la fuerza de resistir a cualquiera, hasta a ese extranjero (que como tal se presenta Dioniso disfrazado, en una argucia que también usará Odiseo al volver a casa, por si acaso) que no es otro que su primo, visitante insgnificante que resulta ser el hijo de Zeus tramando una venganza que ha de ser total, sonada y ejemplar (como la que ese otro Dioniso que dirá ser Alejandro, mito hecho realidad, hijo de la bacante Olimpia y dícese que del Zeus-Amón de los desiertos del África, y que terminará aniquilando a la levantisca Tebas antes de lanzarse a conquistar el mundo hasta los límites de la India, en un viaje tras los pasos pero inverso al imaginario del dios del vino).

Penteo se cree, por la fuerza de su voluntad hecha ley, razón de estado, capaz de impedir a todos, y en particular a las mujeres (también a su madre, a sus tías, ya no sólo con el imperativo del monarca sino también del patriarca) que corran por las calles de la ciudad, que salgan a los montes, anegadas por la locura del dios, vagando en plena posesión báquica, enredándose como sarmientos por entre los vapores del líquido don de Dioniso. Insistencia en la manía femenina, en el deambular solas y a su aire, temiéndolo más, quizá por inusual, en un mundo férreamente controlado por los varones como era (generalmente) el heleno. Así a Penteo se le han escapado sus mujeres y no se le ocurre otra cosa que dejarse enredar por el extranjero y sus consejos e ir a espiar lo que están haciendo fuera del ámbito en el que es el soberano, fuera de los muros de su ciudad, en esos montes donde ya no impera el orden de los hombres sino que lo hacen otras fuerzas y otros déspotas. Y al no poder ir vestido como rey, al tener que esconder la identidad para mejor saber lo que se está cociendo entre féminas desbocadas, opta por ser como ellas, el propio Dioniso en el disfraz del extranjero, le susurra el camino: el travestismo. Penteo toma atuendo de mujer como si de ese modo pudiese ser bacante aunque solo sea por un tiempo, aunque sea solo para mirar.

Y como en una locura imparable que posee a todos, no reconoce a las mujeres aunque las tiene delante, los disfraces escamoteando identidades, haciendo invisible hasta a la madre a los ojos del hijo. Encaramado como está a un árbol ellas no lo estiman una igual, lo confunden como si hubiese tomado la forma, el aspecto del animal, de un león. Se lanzan sobre él, en una furia que revuelve todos los órdenes: el vegetal, el animal, el humano y hasta el divino. Imparables, desarraigan con las manos el arbol, lo astillan y se hacen con la presa a la que descuartizan tirando de las extremidades, arrancando la cabeza, desmembrando sin hachas ni cuchillos, con la fuerza descomunal que sólo es capaz de hacer aflorar el dios sin ataduras que los enseñorea por dentro. En una caza en la que, rotos los lazos de lo social, de lo familiar, de lo humano, la súbdita asesina a su rey, la madre desgarra a su hijo, la tía al sobrino, la fémina al varón (a pesar del inútil truco del travestismo). El que hacía del dios un nadie, el que no quería reconocer el poder del señor del vino, queda desidentificado ante el poder imparable de Dioniso. El que se negaba a reconocer al hijo de la hermana de su madre, se convierte en un extraño para la que lo llevó en su seno, para las que comparten esa misma sangre. De nada sirve el disfraz cuando no se respeta al dios y respetarlo no puede ser otra cosa que sometérsele sin la menor condición, sin resquicios ni reservas.

Quizá por eso ante Dioniso no puede haber siquiera orgullo de varón y los largos trajes y tocados de mujer convivir con las barbas. Como podríamos defender (entre otras lecturas, dada la polisemia del arte griego) que aparece en una copa, hoy en el Ashmolean Museum de Oxford, y que, como en un compendio iconográfico, resume en cierto modo las aristas de lo que resultan ser las sendas de la experiencia dionisiaca, con sus dosis de alterización y transformación en múltiples niveles (algo así como lo que también, en medida diversa, procura el carnaval). Pero para entender la imagen hay quizá que emprender un rodeo explicativo, intentando aproximarnos al uso antiguo que se le daba a estos objetos. Eran vasos que se empleaban en el symposion, reunión de amigos que tenía un componente ritual y ceremonial fundamental y en la que el vino era el elemento central y se ingería bajo la invocación de ese dios que se posesiona del hombre, penetrando en su interior, transportándolo a territorios que por no habituales se imaginaban sagrados. Cuando se había realizado según las ceremonias habituales y de un modo progresivo la ingestión de la mezcla (nunca el vino puro, y tampoco sabemos si era solo agua lo que lo rebajaba), los participantes podían sentir como un poder sobrenatural los poseía, los fulminaba, los aniquilaba incluso con la vista (esa mirada insistente, los ojos que pueblan las pinturas de tantos de estos vasos). Dioniso les ofrecía la experiencia cumbre de la unión por el vino en la que podían adentrarse en los límites de la naturaleza humana, ya los del cuerpo, ya los del pensar o los del sentir (pueden ser los derroteros en los que la francachela podía conjugar placer y desenfado y no sólo serios symposia filosóficos como lo que nos ilustra Platón).

El vaso era el elemento esencial en el que se realizaba materialmente esta alquimia, presidía toda la ceremonia y las imagenes que porta poseen en algunos casos un profundo significado que desentrañar (eran instrumentos para pensar y pensarse, para sentir e interiorizar, arte hecho experiencia). La crátera, vaso de mezclar vino y agua que se colocaba en el centro de la estancia, presentaba la imagen de referencia durante todo el banquete, presidiéndolo. El ánfora en la que se transportaba el vino puro (el puro espíritu del dios) se decoraba a veces con la enigmática cara de Dioniso mirando de frente, con unos ojos más hipnóticos cuanto mayor era el grado de ingestión alcohólica. La hidria, donde se llevaba el agua, cuya fuerza también divina domesticaría el poder incontrolable que radicaba en el jugo fermentado de la uva. Y la copa de beber, el objeto más personal, entre las manos de cada uno de los participantes, cargado de imágenes que rondaban tras cada sorbo, unas situadas en los labios y que se vislumbran al acercar la boca al vaso para beber; la principal pintada en el medallón del fondo, colocada de tal modo que solo se conseguía ver completamente cuando se había apurado toda la copa, cuando el brebaje había hecho ya su efecto, cuando la mirada estaba ya tocada por la manía que Dioniso procura: experiencia visual progresiva y potenciada por la intoxicación imaginada como posesión, que cobraba una realidad difícil de imaginar en todas sus consecuencias.


ILUSTRACIÓN 2: Copa ática de figuras negras, al modo del pintor de Andócides (finales del siglo VI a.e.) del Ashmolean Museum de Oxford nº1974.344: la experiencia dionisíaca en sus posibilidades: disfraz, juerga, broma, máscara y aniquilación.(para acceder a la ilustración general pulse aquí )(para acceder al detalle del pie pulse aquí )

En la copa de Oxford que nos sirve de iniciación a la iconografía dionisiaca seis varones, vestidos y tocados al modo de las mujeres (como bacantes, distintos, en un ambigüedad que la ropa también potencia), gozan del vino, presente físicamente, por ejemplo, en la copa que porta el personaje de la parte superior, simbolizado en las parras cargadas de frutos que rodean toda la imagen del interior del vaso. Están en pleno campo, parecen tumbados en la misma tierra, en un jardín-viñedo, quizá haciendo un alto en el seno de un festival dionisiaco, para cumplir con un symposion más privado, más de amigos. El exterior del vaso presenta dos cabezas de sátiros que parecen mirar fijamente al que toma la copa por las asas, aunque cuando se sitúa la copa un poco más lejos (como parece hacer el simposiasta de la parte superior de la escena interior) los que fijan la mirada son ahora los grandes ojos hipnóticos que no parecen ser otros (dentro de una polisemia que podía percibir este tipo de motivos de modos muy distintos) que los de la divinidad que preside toda la ceremonia, Dioniso. El pie de la copa lo forma un aparato genital masculino en un juego de humor que indica que la erótica también está presente hasta en el más serio de los symposia: Dioniso es también señor de esa forma de locura que desemboca en el amor, que se manifiesta en la física del deseo y se simboliza en el falo (uno de sus puros atributos, que sin referencias corporales posibles ya, en proporción descomunal por la imaginación de sus adoradores, se llevaba en procesión en las fiestas dedicadas al dios). Una vez que se ha apurado toda la copa, y después de que el líquido al descender haya descubierto primero las vides (el mundo natural) luego los bebedores tumbados gozando de la música y la conversación (el mundo terreno-humano), se revela en el medallón la cara barbada de Gorgo, máscara de la muerte, culminación del profundo simbolismo de la ceremonia. Gorgo, la cara cuya mirada no puede sostenerse (aunque, curiosamente esté representada por todas partes) que petrifica al que la afronta, fija la vista en el bebedor, pero desde una sutil posición excéntrica: los ojos no se alinean con las asas del vaso, sino que éstas ordenan el eje de las viñas, quedando también los bebedores al margen de la simetría de las asas y concatenados a Gorgo. El esfuerzo de centrar a Gorgo tras beberse todo el contenido de la copa se transforma en un reconocimiento, un encarar directamente una mirada que no puede ser más que la de la conciencia alterada pues el bebedor está ya irremediablemente poseído por el vino y el dios que mora en él, y entonces Dioniso permite que se desvele y vislumbre en ese momento una de sus facetas ineluctables, la de señor de la muerte, divinidad que provoca que el hombre experimente la aniquilación inherente a la condición de mortal. Hasta la fiesta, en la plenitud del goce que desenlaza, lleva en su germen el futuro inaplazable del morir, macabra característica necesaria de la condición humana que también tiene su necesaria y simbólica presencia en el carnaval.

Pero Dioniso propone algo más que el simple memento mori, tiene demasiadas facetas para que lo encasillemos en la de mero aguafiestas. Entreabre una puerta a la experiencia desbordada, a la locura extática, ejemplarmente ilustrada en una hidria de Basilea, donde se rompen los límites entre el mundo divino y humano y el propio dios, con la copa en una mano y el tirso en la otra, escucha la música del sátiro flautista mientras lo rodean, en plena furia del baile, sus seguidoras, lamémosles ninfas o ménades, bacantes que se retuercen y giran, los brazos en alto, las melenas sueltas. El recato femenino se rompe, la silueta en el salto deja entrever bajo los ropajes las formas de la feminidad, igual que el sátiro itifálico evidencia su masculinidad.El papel sumiso de la mujer griega se transmuta, la pasividad se convierte en acción y son justamente los varones los que estan más quietos, más peinados, los que asisten más pasivos, hasta compuestos ante la descomposición de las maneras de las féminas. Podemos argumentar que pintura al cabo y regida por tanto por las leyes de la simetría, pudiera parecer irreal, asunto de figurar simplemente dioses y personajes del puro mito, artificialidad. Pero la composición presenta un extraño equilibrio, las dos danzarinas que rodean al dios y al sátiro, con sus brazos alzados, cierran la escena, dobles parejas que se bastan para un encuadre perfecto. Y sobre todo, a la izquierda y dejada sola para individualizarla, para destacar su arrobo, la mujer en puro éxtasis, demasiado realista, necesario fiel reflejo de lo visto, de lo contemplado y exprimentado por el pintor que por esa razón se molesta en romper la monótona repetitividad del dibujo de perfil. Mujer que se deja ver de frente es aún más diferente, la cabeza ladeada, los ojos anulados por la mirada interior, girando sola, perdida en territorios irredentos del trance, tras los pasos de Dioniso, en pleno país de las maravillas. Esta magnífica hidria nos ofrece un reflejo en el mundo que parece sobrenatural de lo que la bacanal fragua, transformación que se vehicula por medio del mito y la imagen quizá porque resulta muy poco explicable en narraciones más centradas en la palabra, más dirigidas al raciocinio.



 ILUSTRACIÓN 3: Hidria ática de figuras rojas del pintor de Cleofrades (comienzos del siglo V a.e.) de Basilea (colección A. Wilhelm). Dioniso, el sátiro, y el cortejo de danzarinas extáticas.(para acceder a la ilustración pulse aquí )

Y así en el juego de confusiones que Dioniso promueve ¿quién sería el sátiro?, ¿dónde radicaría la identidad? ¿quiénes serían estas mujeres en trance?. Parece ilustrarse una mezcla (como la de la crátera) entre lo humano y lo sobrehumano (o infrahumano): porque el propio seguidor del cortejo festivo y simposiástico una vez que ha sido sometido por la fuerza de Dioniso se transforma interiormente en el éxtasis que produce el vino y se satiriza, buscando en la alteridad de la ménade a esa mujer diferente, otra; rozan gracias a la honra dichosa del vino el destino de los dioses: un momento o una promesa de inmortalidad. Porque Dioniso, como conocemos por las láminas de oro que aparecen en tumbas diseminadas a traves del mundo heleno y en las que se inscribían letanías para recordar los correctos caminos de la muerte, una vez producida la defunción, ofrecía la promesa de la salvación en el más allá a sus seguidores imaginada en algún caso como una fiesta interminable, en beber y correr tras el dios en un festival extático maravilloso, una vida como la de los seres sobrenaturales que justamente ilustra la iconografía de los cortejos dionisíacos (con lo que la máscara de Gorgo cobra otro significado más: morir pero solo aparentemente, muerte hecha vida en la eternidad temporal de lo divino). Se produce una bestialización divina, la ménade que deja a veces entrever las garras de pantera, el sátiro que no es plenamente humano, pero que puede portar los atributos bien humanos del músico o (en otros vasos) hasta del guerrero, a pesar de la cola de caballo, a pesar de las orejas de animal. Se ha operado la transformación que propicia un dios que anula las diferencias, que potencia la ruptura entre muerte y vida, cielo y tierra, divino y humano, que es capaz de hacer manifiesta la inutilidad de encasillarnos en las pequeñas certezas (escuchando a Nietzsche, un dionisiaco fuera de tiempo, que terminó perdiéndose en las mareas de la manía). Dioniso parece mostrar que esa experiencia de lo distinto, de lo alterado, no sería alienación sino distinta navegación por rutas nuevas (pero también arcanas) del nosotros mismos.

La experiencia dionisiaca pudiera parecer anómica o incluso enfrentada al poder establecido (como ilustra el episodio de Penteo en el mito escenificado o como en el teatro del mundo ejemplifica el hecho de que las asociaciones dionisíacas no reconociesen las jerarquías cívicas, sino que estableciesen otras que pudiéramos denominar de caracter místico), pero resulta ingrediente fundamental en el funcionamiento social de las ciudades helenas, plenas de subordinaciones y de conflictos. Dioniso preside la fiesta teatral, espacio de la contradicción y su resolución simbólica. Una sociedad profundamente androcéntrica generaba problemas entre hombres y mujeres que en el teatro se expresa en sus variantes más terribles (asesinato, incesto, etc.) y que sirven para transformar en consciente (y trágicamente paradójico) ese conflicto estructural. Otro tanto ocurre con la relaciones padres-hijos (y en el ámbito más genérico, entre lo que compone la identidad y la alteridad): matar al padre es una imposibilidad que el teatro muestra, pero en el lenguaje irreal que el mito construye. Edipo (otro tebano, sobrino-nieto de Penteo y Dioniso) lo hará, aunque sea por error (mató a su padre sin saber que lo era, ni tampoco quien era), y el castigo, aunque dilatado en el tiempo, fue terrible, porque la lección es bien clara, se puede pensar el parricidio, pero únicamente en el ámbito religioso que preside Dioniso; se puede vivir la muerte del padre, hecha actuación, pero si el castigo del rey de Tebas fue espantoso aún sin haber buscado matar, ¿qué se puede esperar para el que se atreve a hacerlo de modo consciente?. Rozar la alteridad de los comportamientos imposibles convierte al teatro en magisterio del pensar y hasta del sentir, pero sobre todo en escuela del correcto comportamiento que se construye tras el goce sacralizado de lo imposible, que permite afrontar mejor las esclavitudes de lo necesario.

La experiencia de lo dionisiaco, que parece definitoriamente alterada, terminaba, tras la transgresión e interiorización, consolidando otra vez el modus vivendi habitual, convirtiéndose en factor de equilibrio individual y de estabilidad social y religiosa. Algo parecido puede pensarse que ocurre en el carnaval. La crítica, el disfraz, la máscara, el travestismo, la chirigota, el teatro hecho calle, la calle transformada en escenario, el pasear por las sendas de lo no habitual, de la conciencia alterada (aunque sea por el mero disfraz, o en mayor medida si los licores báquicos y otras sustancias colaboran) actúan también como un sedativo social e individual y hasta puede que no resulte necesario que nada fundamental cambie si durante unas horas o unos días todo (tanto la calle hecha música y jarana, como barrios poco frecuentados de nuestro interior) parece que, en un torbellino, es diferente. La fiesta carnavalera, como la dionisiaca, se convierte, por tanto, en uno más de los argumentos de nuestra domesticación.


Orientaciones bibliográficas:

La fascinante figura de Dioniso ha sido estudiada desde múltiples aspectos, destacan en traducción al español M. Detienne, La muerte de Dionisos, Madrid, 1983 (París, 1977); Dioniso a cielo abierto, Barcelona, 1986 (París, 1986); C. Kerenyi, Dionisios. Raíz de la vida indestructible, Barcelona, 1998 (Stuttgart, 1994, or. 1967) o W.F. Otto, Dioniso, mito y culto, Madrid, 1997 (Frankfurt, 1960); sigue siendo indispensable H. Jeanmaire, Dionysos. Histoire du culte de Bacchus, París, 1951. Sobre los significados complejos de la experiencia dionisiaca F. Diez de Velasco, "Dioniso y la muerte: Gorgo en contextos dionisíacos en la cerámica ática", C. Sánchez-P. Cabrera (eds.) En los límites de Dioniso, Murcia ,1998, págs. 41-60 o Los caminos de la muerte, Madrid, 1995, págs. 97ss.; más general sobre la alteridad del éxtasis colectivo entre los griegos: Lenguajes de la religión, Madrid, 1998, cap. 5. La lectura de Las Bacantes de Eurípides (por ejemplo en la traducción de Carlos García Gual para la editorial Gredos) resulta una perfecta inmersión en el mundo dionisiaco (muy recomendables son las introducciones y comentarios de E. Dodds, Euripides, Bacchae, Oxford, 1960, 20ed. y de J. Roux, Euripide Les Bacchantes, París,1970). Para la iconografía dionisiaca: C. Gasparri et. alii "Dionysos" Lexicon Iconographicum Mythologiae Classicae, III, 1986, 414-514 (también LIMC s.v. Mainades y Satyroi), específicamente para la iconografía de la ménade: Moraw, S., Die Mänade in der attischen Vasenmalerei des 6. und 5. Jahrhunderts v.Chr., Mainz, 1998. Para una mirada más allá del mundo dionisíaco, con una aproximación a los rituales extáticos se puede ver en I.M. Lewis, Ecstatic Religion, Londres, 1971, 201989; sobre los rituales en tanto que performance (los valores espectaculares del ritual, tan presentes en el carnaval) V. Turner, The Anthropology of Performance, Nueva York, 1988. Sobre el arte paleolítico y el chamanismo (y las figuras "disfrazadas" y "enmascaradas") J. Clottes/ D. Lewis-Williams, Los chamanes de la prehistoria, Barcelona, 2001 (París, 2ª ed. 2001, 1ª 1996); sobre las máscaras resultan ejemplares las puntualizaciones que para las tribus de la costa norte del Pacífico americano hace C. Lévi-Strauss, La vía de las máscaras, México, 1981 (París, 1979).