Prof. Dr. Francisco DIEZ DE VELASCO
Tutorial de la asignatura HISTORIA (GENERAL) DE LAS RELIGIONES
FACULTAD DE GEOGRAFÍA E HISTORIA
Licenciatura en Historia del Arte. Licenciatura en Historia
UNIVERSIDAD DE LA LAGUNA


EL JUDAÍSMO

1) LA RELIGIÓN DEL LIBRO: LA BIBLIA JUDÍA Y LA CRÍTICA TEXTUAL

El judaísmo es la primera de las denominadas religiones del libro (junto al cristianismo y al islam). Basa su cuerpo de creencias en una serie de escritos sagrados entre los que el lugar preeminente lo detenta la Biblia (en la denominación griega, tà biblía = los libros) que en el judaísmo se denomina Tanak (por la primera consonante de cada una de las tres palabras que definen los tres grandes bloques en los que se divide esta recopilación, Torá, Nebi'im y Ketubim) y que corresponde, con el Antiguo Testamento del canon protestante. Presenta diferencias con el canon latino (católico) y griego (ortodoxo), basados ambos en la traducción greco-alejandrina de los Setenta, fechada en el siglo II a.e. y que incluía una serie de libros, llamados deuterocanónicos por los católicos y apócrifos por los protestantes (Tobías, Judit, ampliaciones de Ester —en la versión griega— y Daniel, 1-2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y Carta a Jeremías). El canon judío se fue estableciendo entre los siglos II a.e. y las décadas siguientes al año 70 (destrucción del templo por los romanos y consolidación definitiva de la versión rabínica bíblica); hasta ese momento existieron versiones alternativas (como la de los Setenta o la usada en la comunidad de Qumrán), incluso hasta del núcleo más prestigioso de la Tanak, que es la Torá (que con probabilidad incluyó en algunos ambientes religiosos el libro de Josué, convirtiéndose de Pentateuco en un Hexateuco).
Desde el siglo XVII la ciencia filológica ha puesto en marcha una serie de instrumentos (cada vez más refinados) para analizar el material literario y avanzar diversos niveles de redacción, que suelen corresponder a niveles lingüísticos e histórico-culturales diferentes. Del mismo modo que en el Avesta, como vimos, se destacaban tres momentos de redacción, en la Biblia se fueron determinando muy diversos redactores (parece haber cuatro grandes fuentes solamente para la Torá). Este trabajo erudito amparado en el método histórico-crítico no podía menos que chocar de modo frontal con la explicación tradicional (e imaginaria) transmitida por los grupos sacerdotales para la redacción de algunos escritos religiosos. El caso más delicado y por ello más ilustrativo es el de la Torá. En la explicación tradicional esta primera parte de la Biblia era obra directa de Moisés bajo la inspiración de Yahvé, el Dios hebreo. Baruch de Spinoza (1632-1677) fue el primer judío notable del que se tenga constancia que realizó una crítica sistemática de la opinión tradicional que le llevó a negar que la Torá hubiese sido físicamente escrita por Moisés, lo que le procuró en 1656 la condena religiosa por parte de su comunidad («gran anatema» y la expulsión de la sinagoga) e incluso el destierro (de Amsterdam). Esta problemática no es exclusivamente judía y las posturas ortodoxas o fundamentalistas han existido (y existen) en numerosas religiones. Los conflictos entre revelación y razón se solían resolver de modo autoritario por medio del sacrificio de la razón; esta práctica ha resultado a la larga muy perniciosa para las religiones que la emplearon puesto que llevó a la defección de los mejores intelectuales y a la complacencia de las autoridades religiosas en argumentos cada vez más alejados de la razón común.
El empleo del método histórico-crítico a la tradición bíblica más antigua y venerada (reflejada en la Torá) se ha consolidado desde que a mediados del siglo XVIII ya se destacó que las dos denominaciones de Dios que aparecían la Biblia (Elohim era citado en torno a 2500 veces, mientras que Yahvé cerca de 7000) podían corresponder a materiales de épocas y orígenes diferentes. Actualmente se suele aceptar que existen cuatro grandes tradiciones que componen la Torá:
- J o Yahvista, la más antigua fechable en los siglos X-IX a.e. (época monárquica), nombra a Dios como Yahvé.
- E o Elohista del siglo VIII a.e. y que nombra a Dios con el plural Elohim.
- D o Deuteronomista, fechable entre finales del siglo VII y mediados del VI a.e..
- P o Sacerdotal, base del Levítico y que se fecha en la época postexílica (siglo V a.e.).
Estas tradiciones crean una diversidad de relatos que en algunos casos parecen resultar irreconciliables, un ejemplo lo ofrece el comienzo del libro del Génesis al plantear dos versiones de la antropogonía (nacimiento del ser humano). La diferencia entre ambas versiones resulta fundamental a la hora de sustentar desde un punto de vista teológico la prelación masculina. En la segunda versión la mujer ha sido creada para auxiliar al hombre, después del hombre y tomando como material una parte del hombre, mientras que en la primera el acto de creación de la humanidad es uno y sin distinción genérica. La segunda versión es la más antigua y parece corresponder a la tradición J (Yahvista), mientras que la primera versión, con la que comienza el Génesis, se relaciona con la tradición P (sacerdotal), la más reciente. De todos modos no existe unanimidad entre los investigadores sobre el valor último de la crítica textual y las posturas extremistas resultan caricaturescas (tanto la fundamentalista como la que se figura a los redactores-compiladores bíblicos como unos sacerdotes incapaces de homogeneizar y cohesionar relatos de diverso origen cultural). La confección de un texto sagrado sintético, como es la Tanak, debió resultar una tarea cuya complejidad en realidad podemos imaginar solamente de un modo aproximado.

2) TRADICIÓN ORAL Y LITERATURA RELIGIOSA

Junto a la Torá tomada como norma de conducta y como consecuencia de la necesidad de adaptarla a las constricciones de la vida concreta, ya desde la época antigua comenzó a formarse la Torá oral. Frente a la escrita, superior e inmutable y originada en la revelación a Moisés (según la opinión ortodoxa) se fue construyendo una Torá abierta, consolidada por generaciones de maestros de la doctrina que buscaban responder a los retos de un mundo cambiante para los que no había respuesta en la antigua Torá. El judaísmo farisaico, centrado en la práctica religiosa cotidiana necesita todavía hoy, para cumplir correctamente la voluntad divina, interpretarla. Los ejemplos de la aparición de la luz eléctrica, el motor de explosión o el teléfono son muy ilustrativos, pues al ser estimados como fuego en su esencia, están sometidos a las mismas precauciones que éste. Como el precepto sabático (honrar el día de fiesta) impide encender fuego en el día de descanso resulta para un judío ortodoxo imposible usar el teléfono, la electricidad o el automóvil en sábado (lo que lleva a que, por ejemplo, en Jerusalén se suspenda ese día el servicio de transporte público).
La Torá oral, pese a la crítica de ciertos grupos judíos (especialmente los saduceos en la época antigua y los caraítas a partir del medievo, que rechazaban su validez completamente) creció de tal modo que terminó formulándose por escrito. La Misná recoge las opiniones de 260 maestros (denominados tannaim), consta de 63 tratados (ante todo recopilación de textos legales-religiosos, es decir halaká) que según la tradición fueron reunidos por el rabino Yehuda Hannasi hacia el año 200. Los rabinos ortodoxos piensan incluso que fue co-revelada en el Sinaí junto a la Torá escrita y que Moisés fue el primer rabino (interpretador) que transmitió ese conocimiento por vía oral. Se trata, evidentemente, de un medio de justificar la importancia rabinal en la interpretación de la Ley Judía y consolidar su posición nuclear en el control ideológico; además la persecución salvaje realizada en diversos momentos contra los caraítas demuestra que los rabinos no estaban dispuestos a tolerar la menor duda respecto a su papel como interpretes de la Ley (en realidad, como veremos, cumplían un cometido básico en la consolidación de la identidad comunitaria que no podía ser puesta en duda sin poner en peligro a la propia comunidad).
En los siglos siguientes los maestros (denominados amoraim) siguieron haciendo añadiduras (guemara) a la Misná consolidandose de la unión de ambas las recopilaciones denominadas Talmud (estudio, doctrina). Conocemos dos, el Talmud de Babilonia y el de Palestina. El primero se terminó de compilar hacia los siglos VII-VIII y resultó el más influente como consecuencia de que Bagdad se convirtió en la capital califal en el siglo VIII y allí se localizaban los rabinos más influyentes (venidos de la vecina Babilonia). Comenta 36 tratados de la Misná de un modo bastante sistemático y extenso (tiene cerca de 5900 folios) y se compone de comentarios de tipo religioso-legal (halaká) en una tercera parte y de haggadá (narración, predicación es decir relatos, leyendas, datos astronómicos, médicos) en sus dos terceras partes. El Talmud de Palestina es el más antiguo (se terminó de confeccionar en el siglo V), comenta 39 tratados pero de un modo más caótico; fue mucho menos influyente como consecuencia de la represión que el Imperio Bizantino desató sobre el judaísmo palestino.
Junto a Misná y Talmud se realizaron muy numerosos comentarios e interpretaciones (denominados Midrashim, Midrash en singular) que forman un laberinto textual abigarrado. Destacan también obras medievales especialmente influyentes, como las de Moisés ben Maimón (Maimónides) de Córdoba (1135-1204) o modos particulares de enfrentarse al material tradicional judío, como el que desarrolla la cábala, uno de cuyos ejemplos lo ofrece el Sepher ha Zohar (Libro del Esplendor) de Moisés de León (en torno al 1275). El judaísmo ha creado un material religioso-literario extremadamente rico sobre el que campea en una posición absolutamente preeminente la Biblia y en particular sus cinco primeros libros, la Torá, núcleo de una religión que desde el abismo de sus tres milenios largos de existencia conforma, aún en el laicizado mundo moderno, una cosmovisión muy influyente.

3) LAS SEÑAS DE IDENTIDAD DE LA RELIGIÓN JUDÍA: DIOS, TIERRA, TEMPLO, LEY

Una de las características más sobresalientes de la religión judía es la perdurabilidad. En mayor medida que ninguna otra de las religiones mundiales, el judaísmo se reconoce a sí mismo en el mensaje confeccionado en la época más remota e incluso utiliza esos lejanos tiempos como modelo a seguir en el mundo actual. La cautividad en Egipto se empleó como precedente tanto durante el cautiverio en Babilonia como en muchos momentos posteriores de tribulación del pueblo judío (en especial durante el holocausto),  pues el sufrimiento conllevaba la promesa de una liberación de la que era paradigma el éxito del éxodo. Del mismo modo la fundación del estado de Israel usó como referente la toma de posesión (la invasión) de la tierra de Palestina (tierra prometida) por los israelitas tres milenios antes según el relato bíblico.
La perdurabilidad lo es también de materiales de índole mítica de una antigüedad extraordinaria tenidos como verdad religiosa aún hoy en día por algunos creyentes. La religión mesopotámica extinta hace más de dos mil años aún perdura en muchos párrafos del libro del Génesis, en los relatos de la creación, del diluvio, del jardín paradisiaco. El judaísmo y por su intermedio el cristianismo mantienen en vida (es decir en uso cultual) esas arcaicas cosmovisiones nacidas en Sumer.
Quizá una de las causas de la resistencia de la religión judía a la desaparición o a la subsunción por otras religiones se base en una serie de señas de identidad que consolidaron la ideología comunitaria y nacional: monoteísmo, tierra y templo y ley.
El monoteísmo probablemente no fue radical en las épocas más antiguas y sería más conveniente hablar de monolatría. Se daba culto a la divinidad tribal y su caracter exclusivo provenía de que identificaba a sus cultores y cohesionaba la comunidad. Los demás Dioses no serían negados en su calidad de tales sino que no se les daba culto al resultar extraños al grupo. Yahvé fue con probabilidad el Dios de alguna tribu específica (meridional) que terminó imponiendose al consolidarse la identidad supratribal israelita como consecuencia del mestizaje con las poblaciones cananeas.
En la fase premonárquica de toma del control sobre Palestina y en la fase monárquica previa al cautiverio de Babilonia la influencia de las divinidades cananeas y palestinas fue muy notable llevando a un monoteísmo intermitente con fuertes tendencias a sincretismos puntuales. Se trata de un fenómeno comprensible ya que el control de un territorio extenso conllevó la asimilación de poblaciones de orígenes y religiones diversos y aunque se intentó aglutinarlos en un culto nacional común en la época monárquica (centrado en la ciudad sagrada de Jerusalén y en el templo) se mantuvieron las tendencias sincréticas y contemporizadoras contra las que se levantaban las voces de numerosos profetas. Tras el exilio en Babilonia, entendido como un castigo divino por las desviaciones religiosas (esa es la interpretación profética nada sensible a las razones estratégicas), se consolidó de modo pleno el monoteísmo excluyente. Solamente Yahvé es Dios verdadero, es uno y único; los supuestos Dioses de otros pueblos no son en realidad más que espejismos y falsedad. Esta será la postura que mantendrá el judaísmo hasta nuestros días, un monoteísmo estricto que lleva, por ejemplo, a enjuiciar al cristianismo como una desviación idólatra y falsa puesto que segmenta la divinidad (que solamente puede ser una) en tres personas, configurando por tanto un politeísmo encubierto (es la misma interpretación que defienden los teólogos musulmanes).
La tierra prometida, erez Israel (tierra de Israel) es el mensaje fundamental que legitima a los isrealitas para tomar el control sobre Palestina. La fecha del mensaje según la promesa bíblica se retrotrae al patriarca Abraham, pero lo más probable es que se trate (por lo menos en sus términos concretos) de una reelaboración fechable en la época del rey David para legitimar las apiraciones y realidades del control territorial israelí. La tierra se convierte en la materialización de la alianza de Yahvé y los israelitas; un motivo teológico que incluye la promesa de la contrapartida a la fidelidad y por tanto el castigo de la pérdida si hay traición. El concepto de tierra prometida sufrío, como vemos, un proceso de reelaboración que culmina en la época del exilio, cuando ya los judíos han perdido su posesión efectiva.
Cuando no controlan Palestina el mensaje centrado en la tierra tiende a modificarse, así durante el exilio en Babilonia ciertas tendencias proféticas intentaron superar el estrecho margen nacional abriéndose a un incipiente universalismo (por ejemplo en el Deuteroisaías, como veremos en el apartado siguiente) y en la diáspora (dispersión judía por todo el orbe) se encontró un aglutinante alternativo no territorial que es la ley.
Pero entre los judíos existieron en algunas épocas tendencias a concretar físicamente el control teológicamente prometido sobre la tierra, que se materializan cuando las circunstancias exteriores (la presión sobre Palestina de las potencias vecinas) lo permiten. El primer momento coincide con el debilitamiento del control egipcio e hitita y se concreta en la instauración de la monarquía territorial (desde el 1012 hasta el 586 a.e.); el segundo coincide con la pérdida del control de los soberanos griegos seléucidas sobre Palestina, que permite el surgimiento del estado asmoneo independiente (desde el 142 al 63 a.e.) y el tercero, que tuvo que esperar dos milenios para concretarse aprovechó la debilidad del estado turco y la agonía del imperialismo inglés y se plasmó, a partir de 1948 en la creación del Estado de Israel.
La confusión de una promesa religiosa inconcreta (o con una concreción que varió en el tiempo) con aspiraciones de dominio bien concreto han creado un polvorín político-religioso como es el de la Palestina actual. El uso militar del argumento teológico de la tierra prometida es causa de uno de los problemas religiosos más graves que se presentan en el mundo actual (puesto que exacerba la contrarrespuesta fundamentalista islámica) y lleva a la espiral absurda de una reivindicación territorial que puede no tener final. Si los límites militares deseables coincidiesen con los del reino de David, Damasco (capital de Siria) o Aman (capital de Jordania) habrían de ser incluidas en el Estado de Israel; aún peor para la convivencia, aunque igual de válido desde el punto de vista teológico sería intentar alcanzar las fronteras del gran Israel de la promesa de Josué, como quieren algunos grupos ortodoxos fundamentalistas judíos:

Vuestro territorio se extenderá desde el desierto hasta el Líbano, desde el gran río Eúfrates hasta el Mediterráneo, en occidente (Josué 1,4-5)

La insensibilidad o las actitudes expansionistas solapadas en argumentos religiosos solamente pueden generar sufrimiento, de un calibre que en esencia podría compararse al producido por el horror nazi. Es difícil soslayar, para un historiador de las religiones, las implicaciones atroces de la expulsión de cerca de 900.000 palestinos tras la creación del Estado de Israel, o el lento holocausto que mina desde hace cincuenta años cualquier búsqueda de un nuevo marco convivencial mundial en el que las religiones dejen de generar motivos de discordia para consolidar vías de superación de los conflictos.
Además del territorio y a partir de la consolidación de la monarquía israelita existen otros dos elementos de identificación que son la ciudad de Jerusalén y el templo. El templo de Salomón resultó la pieza maestra en la consolidación de la centralización comenzada en el reinado de David al ubicar la capital en Jerusalén. La creación de un centro cultual privilegiado de todos los israelitas (en teoría), servido por una elite eclesiástica y sujeto a los intereses y la supervisión de la corona ilustra la utilización por parte de los monarcas de Israel de los instrumentos de control ideológico puestos en práctica desde hacía milenios en Egipto. La infraestructura religiosa del templo conllevaba el sacrificio sangriento regular de animales (ilustraciones 91-92), la percepción de primicias y diezmos por los sacerdotes (concentrando y drenando parte del excedente) y la consolidación de una mística del templo y de los objetos sagrados que contenía (arca de la alianza —ilustración 93—, candelabros, columnas Yakin y Boaz). El templo se situaba en el monte Moria, que según la tradición fue el lugar en el que Yahvé ordenó a Abraham que sacrificase a su hijo Isaac, es decir donde se selló el pacto entre la descendencia de Abraham y su Dios que implicaba la promesa del don de la tierra.
Una contingencia histórica como fue la necesidad en el siglo X a.e. por parte de los recientes monarcas de Israel de dotarse de instrumentos religiosos que fortaleciesen su posición nuclear en el estado y vertebrasen la comunidad en torno a un centro único ha llevado tres mil años después a un conflicto religioso avivado por ulteriores contingencias históricas (relacionadas con el control islámico y cristiano del territorio y la ubicación en él de episodios fundamentales en la consolidación de esas religiones) que tiene pocos visos de solución. Jerusalén es una ciudad sagrada no solamente para el judaísmo sino también para el cristianismo y el islam y la exclusividad en el control por parte de cualquier religión conllevaría un conflicto radical (el estatuto de Jerusalén es el punto más espinoso de las conversaciones de pacificación entre israelíes y palestinos y no se resolverá presumiblemente en este milenio).
Tierra, templo y ciudad no han sido, de todos modos, las únicas señas de identidad del judaísmo. A decir verdad la destrucción del templo, al desmantelar la estructura sacerdotal abrió camino a un judaísmo que consolidó la ley como núcleo de una comunidad estallada y que había perdido la esperanza en la restauración del esplendor y poderío antiguos con la quiebra de las espectativas mesiánicas. La espera del mesías que resultó fundamental en el judaísmo de los siglos inmediatamente anteriores y posteriores al cambio de era no fructificó. Por una parte los judíos no aceptaron la argumentación cristiana sobre la cualidad mesiánica de Jesús (resultaba un mesianismo particular puesto que no predicaba la violencia) y por otra los mesías comunmente aceptados y que se adecuaban al modelo davídico de restauradores violentos del reino resultaron un fracaso (como ejemplifica el caso de Bar Kokba, masacrado por los romanos y que provocó el definitivo sometimiento judío). A pesar de todo en muchos ambientes judíos se mantuvo (y todavía se mantiene entre algunos grupos ortodoxos) la esperanza que ejemplifica Maimónides en su profesión de fe: «creo con plena convicción en la aparición del mesías y aunque se demora, aguardo diariamente su llegada». Esta actitud llevó a casos asombrosos como el de Sabbatai Zwi (1626-1676) aceptado como mesías por diversos círculos rabínicos, que predijo la liberación para el año 1666, pero que ante la disyuntiva de elegir entre la muerte o la conversión prefirió optar por hacerse musulmán o el de Jacob Frank (1726-1791), que dijo ser la reencarnación del anterior y tras ser expulsado se convirtió, al azar de su agitada vida, primero al islam, luego al catolicismo y por último al cristianismo ortodoxo.
La ley (Torá) resultó un instrumento menos peligroso que el mesianismo para consolidar la identidad judía, el rabinismo conformó una comunidad de costumbres y prácticas religiosas que no insistía ya en la tierra prometida sino en el pueblo elegido; una opción que determinó una tendencia muy malinterpretada del judaísmo, la de la autosegregación.

4) AUTOSEGREGACIÓN FRENTE A UNIVERSALISMO

El judaísmo consolidado como la religión nacional de un pueblo que se imaginaba elegido tendió a multiplicar las tendencias segregadoras frente a las unificadoras. Se crearon unas fronteras morales de la autosegregación por la confección de un código de normas rituales estrictas que singularizaban al judío en las comunidades no judías y cuyo incumplimiento conllevaba la expulsión. Desde Malaquías (hacia 465 a.e.) que ataca furiosamente los matrimonios mixtos, y sobre todo en la diáspora, los judíos no intercambian mujeres con los goyim (los no judíos), quebrando así una norma fundamental de la convivencia intercultural. Esta segregación matrimonial, que se origina como consecuencia del papel de la mujer como transmisora de la cualidad de judío, conllevó contra-respuestas de índole similar como las que se materializaron en el mundo cristiano ya desde el 306 (sínodo de Elvira) con la prohibición del matrimonio y las relaciones sexuales entre cristianos y judíos. A partir de este momento se une autosegregación y segregación forzada para consolidar un abismo entre judíos y no judíos.
Muchas otras costumbres judías conllevaron actitudes profundamente antisolidarias. Los judíos no resultaban hospitalarios ya que el contacto con los goyim era causa de impureza; los domicilios de judíos se convertían en territorios en los que no se producía el intercambio de visitas o comidas comunes con los no judíos. Se instauró una sensibilidad hacia los goyim que llevó a aberraciones de conducta como ejemplifica un caso real ocurrido en Estados Unidos. El precepto sabático impide hacer fuego y por tanto el uso del teléfono, como vimos, salvo que se esté en peligro de muerte; tras un accidente de tráfico un judío solicitó hacer uso en sábado del teléfono ubicado en la casa de un judío ortodoxo para pedir ayuda, pero le fue negado ya que el accidentado era no judío y por tanto no se podía aplicar la eximente para infringir el precepto (que sí hubiera podido hacerse, al mediar peligro de muerte, en el caso de que el malherido hubiera sido judío). El judaísmo en estos detalles demuestra que no ha pasado de ser una religión nacional (con un mensaje exclusivista y circunscrito a un grupo determinado) y que no ha vetrebrado un mensaje universalista capaz de aplicar, por ejemplo, la compasión hacia los que no pertenecen al grupo religioso-nacional. De consecuencias mucho más graves, pues genera un conflicto de primera magnitud en la convivencia interreligiosa e intercultural resulta la actitud hacia la población árabe de Palestina, meticulosamente depredada por el Estado de Israel y que, a pesar de estar protegida por la declaración Balfour (clave en la legitimidad jurídica judía para el asentamiento en Palestina ya que emanaba de la potencia que controlaba en ese momento el territorio —ilustración 94—) y por resoluciones internacionales posteriores ha sido sistemáticamente expulsada de sus hogares sin ni siquiera permitirles la opción de la conversión al judaísmo (lo que contrasta con la inmigración subsiguiente de judíos de origen étnico diferente, cuya diversidad ilustra que la conversión fue una posibilidad abierta en el pasado para solucionar los problemas convivenciales —y no solamente en la remota época del reino isrealita—).
Los judíos se autosegregaron no solamente en el ámbito de lo privado, sino también en el de lo público; no aceptaban las festividades de las comunidades en las que se insertaban a la par que no permitían la participación de los goyim en las fiestas judías, actitud que llevó a malas interpretaciones por parte de las autoridades ya que al rehusar asistir a actos de índole político-religioso como el culto imperial en época romana o ceremonias cristianas como el Te Deum (para dar gracias por una victoria militar, por ejemplo) parecían criticar el statu quo o la legitimidad en la que se sustentaban las autoridades. En el desacralizado mundo contemporáneo al estar los actos públicos y cívicos libres de componentes religiosos nucleares, la presencia de judíos, incluso ortodoxos, es posible y por tanto se mitiga este problema que fue causa de malentendidos graves, por ejemplo en el medievo.
La autosegregación conllevó por una parte leyes segregadoras y por otra, en ciertos momentos, a la irracionalidad asesina por parte de los no judíos hacia los judíos. Las crisis y los malestares sociales eran excusas para hacer cargar sobre los judíos la culpa de la situación, avivando el miedo a la alteridad que ellos representaban. La tendencia inveterada del pensamiento humano a funcionar con fórmulas binomiales opuestas (buenos-malos, nosotros-ellos) se empleó con los judíos de modo sistemático y bien testificado, por ejemplo en el medievo cristiano. Se les acusaba de crímenes imposibles (como sacrificios de niños cristianos), se les hostigaba y depredaba, en muchos casos bajo la dirección de sacerdotes y monjes cristianos, se esgrimió contra ellos la acusación teológica de deicidas (asesinos de Dios) cargando sobre todas las generaciones de judíos la crucifixión de Jesús como si de una mancha imborrable se tratara. Se instauró el antijudaísmo como una práctica aceptada, incluso entre cristianos, que terminó produciendo en la desequilibrada razón (irracional) de los jerarcas nazis el monstruo de creer justificado el exterminio de todo un pueblo.
La autosegregación de un determinado grupo tiende a crear mecanismos de respuesta por parte del resto de la sociedad, pero no puede, bajo ningún concepto justificarse ni los pogroms de las épocas medievales y modernas ni el holocausto: horrores que resulta necesario añadir al elenco de crímenes insensatos que al amparo de razones religiosas se han cometido a lo largo de la historia de la humanidad y de los que la historia de las religiones puede, en su cometido testifical, dar cuenta para propiciar una reflexión que consolide con los menores conflictos posibles la opción de convivencia en el mundo mestizo, multirreligioso y necesariamente basado en la tolerancia que se está fraguando en nuestros días.
La religión judía, pese a lo antes expuesto, no plantea una desvalorización radical de los no judíos. Aunque se estimen el pueblo elegido nunca llegaron a pensarse a sí mismos como los únicos o verdaderos seres humanos (como han hecho otras sociedades). Todos los hombres son hijos de Dios, no solamente los descendientes de Israel; Adán, Noé o el propio Abraham no eran judíos y no por ello estaban al margen del mensaje judío sino en el núcleo mismo de éste. Cabe pues en el judaísmo un mensaje universalista que, por ejemplo, tiene una plasmación diáfana en el Deuteroisaías (fechable en el siglo VI a.e.):

Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel, te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra (Isaías 49,6)

La conversión al judaísmo también fue posible, y en algunos casos muy importante, en diversos momentos históricos. El más destacado fue durante el control israelita de Palestina y la época monárquica en que por medio de matrimonios y de asimilación se absorbió un buen número de pobladores locales, que a decir verdad resultan bien difíciles de diferenciar de los israelitas en la época más antigua en la que, si renunciamos al mensaje bíblico, la identidad del «pueblo elegido» al margen del contingente poblacional cananeo es bien difícil de establecer. La labor proselitista debió de ser importante también en ciertos momentos del imperio romano, se multiplicaron las sinagogas y el número de prosélitos hasta que puso freno a ello la política antijudaica de los emperadores cristianos y en particular de Tedosio II (401-450) que dictó severas medidas de segregación. Un caso especial resulta la conversión masiva al judaísmo de los Cázaros en 740 (mantuvieron la fe más de dos siglos), ya que fue un medio de consolidar, gracias a la diversidad religiosa, la independencia frente a sus vecinos cristianos y musulmanes.
Hubo épocas en las que se manifestaron en el judaísmo tendencias contrarias a la autosegregación y de índole universalista, productos de una reflexión interna sin que mediase una imposición violenta o una aculturación forzada (como las que provocaron asirios, seléucidas o romanos). El caso más destacado del mundo antiguo lo representa Filón de Alejandría (15/10 a.e.- 40/50) que intentó generar una síntesis que aunase el helenismo (filosófico) y la tradición hebrea, por medio, ante todo de una explicación alegórica, que buscaba desentrañar una segunda lectura para los episodios de la tradición bíblica dando las claves para descifrar el lenguaje oculto y verdadero (solamente al alcance del sabio) que supuestamente se escondía tras el lenguaje común y comprensible para todos (era un método que utilizaban profusamente los sabios griegos de Alejandría para interpretar, por ejemplo, los poemas homéricos). En su obra La emigración de Abraham comenta de este modo la siguiente cita bíblica:

«El señor dijo a Abraham: sal de tu tierra, de tu parentela, de la habitación de tu padre» (Génesis 12,1)... <y dice Filón> Dios quiere purificar el alma humana. Empieza por darle un impulso hacia el camino de la perfecta salvación; es preciso que deje los tres terrenos, el del cuerpo, el de la sensación y el de la palabra expresada. Porque la tierra debe tomarse como símbolo del cuerpo, la parentela como símbolo de la sensación, la habitación del padre como símbolo de la palabra. <sigue la explicación de cada una de estas aproximaciones alegóricas que utiliza> (Filón La emigración de Abraham 1)

La labor de Filón, de todos modos, no tendrá seguidores que consoliden un nuevo modelo religioso en el judaísmo (al contrario de lo que ocurrió en el cristianismo con el mensaje de san Pablo); el desarrollo del rabinado como opción única tras la destrucción del templo (en el año 70) hizo caer en vía muerta este intento del judaísmo alejandrino (inserto en el mundo mestizo de esta ciudad cosmopolita) por redimensionar el legado bíblico.
Otro momento fundamental hacia la consolidación de un mensaje universalista judío se fraguó en el seno de las comunidades andalusíes, abiertas a la convivencia generalmente tolerante con cristianismo e islam. Por ejemplo Salomón ibn Gabirol de Málaga (hacia 1021- hacia 1058) escribió el poema La fuente de la vida en que el platonismo plotiniano impregna el mensaje judío; los teólogos cristianos demostrarán mucho más interés por este trabajo que los correligionarios del autor. En este mismo contexto mestizo de las juderías de la Península Ibérica se consolidó la cábala, una aproximación mística que creó un lenguaje de aplicación universal, abierto a los elegidos y capaces, sin que necesariamente se tenga que circunscribir a los judíos (a pesar de que el aparato interpretativo era totalmente judío). Los autores cabalistas propugnan un camino interior que busca la unión con Dios (devekut) en un éxtasis que, por ejemplo, en Abraham Abulafia de Zaragoza (siglo XIII) se alcanza por medio de técnicas respiratorias, posturas especiales, recitaciones y la concentración en el nombre de Dios, un elenco de prácticas que se constatan también entre los místicos extremo-orientales, cristianos ortodoxos o musulmanes y que conforman un mensaje común y universalista. Libros cabalísticos como el Sefer ha Zohar (libro del esplendor) de Moisés de León (muerto en 1305) o los de los sabios palestinos de ascendencia sefardita (judíos originarios de la Península Ibérica, expulsados por los Reyes Católicos en 1492) Isaac Luria (1534-1572) y Moisés Cordovero (1522-1570) fueron profundamente influyentes en el judaísmo de los siglos posteriores. Por el contrario en el centro de Europa la cábala desembocó en posturas pietistas, en el jasidismo, una forma profundamente excluyente de entender el mensaje judío. Parece por tanto que las tendencias universalistas en el judaísmo se manifiestan no en ambientes hostiles, en los que la religión se consolida como el medio más eficaz de autoidentificación sino en momentos en los que la convivencia intercultural permite que los pensadores judíos se abran a otras cosmovisiones. Parece defendible plantear que la persistencia en el mensaje nacional por parte del judaísmo es una respuesta frente al reto de injurias seculares.
El gran momento en el que el judaísmo ha podido transformar su mensaje es con la modernidad. La sociedad contemporánea ha levantado progresivamente las barreras de la discriminación (por lo menos en el horizonte teórico de la legalidad) y como respuesta han surgido modos de entender el judaísmo más abiertos a los no judíos. El ejemplo más destacado lo ofrece Abraham Geiger (1810-1874) que enfatiza la comunidad religiosa frente a la étnica y que frente a la segregación destaca la adaptación; propugnó un judaísmo en el que cabían nuevos miembros aunque no portasen sangre judía (transmitida por vía materna como era lo habitual). La fatalidad de las leyes discriminatorias y la barbarie nazi, al mostrar un antisemitismo que se estimaba superado en el mundo occidental, parecen haber multiplicado el nacionalismo judío, que posee además una base territorial desde la que actuar. Nunca las tendencias universalistas se consolidaron como opción principal y por tanto el judaísmo se puede considerar una religión nacional, de las pocas que se mantienen en un mundo en el que la abrumadora mayoría de sus habitantes profesa alguna religión de tipo universalista.

5) GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE LA RELIGIÓN JUDÍA 1: EL JUDAÍSMO HASTA EL CAMBIO DE ERA

La época preestatal se resume en el relato bíblico de los patriarcas, desde Abraham (fechable, en el caso de ser una figura histórica, en los albores del segundo milenio a.e.) hasta Moisés (siglo XIV-XIII a.e., aunque tampoco podemos asegurar completamente su historicidad) y en el de la penetración en Palestina que culmina hacia el año 1000 a.e. con la consolidación del reino de David. Los israelitas sobreviven en una situación marginal frente a los grandes imperios de Mesopotamia (de donde míticamente proceden) y Egipto (donde míticamente sufren cautiverio). Las fuentes para el conocimiento de este periodo son muy problemáticas puesto que la principal es un relato no histórico (el Pentateuco al que se añaden los libros de Josué y Jueces) y solamente hacia el final del periodo la arqueología puede suplir una visión excesivamente dependiente de una narración de tipo teológico, con diversos estratos de redacción, como vimos. En esta etapa la figura ejemplar (que algunos estiman puramente imaginaria) es Moisés, marca la inflexión entre la nebulosa etapa patriarcal y la históricamente contestable penetración en Palestina que se produce según el relato bíblico de la mano de Josué (muerto hacia el 1200 a.e.) y culmina hacia el 1030 con la unción monárquica de Saúl. Sea este relato bíblico plenamente histórico (lo que resulta muy dudoso) o una reelaboración que deja gran lugar para lo imaginario, estructuró las creencias judías (y luego cristianas) al plantear la consumación de la alianza con Yahvé en el Sinaí bajo la intermediación de Moisés y la progresiva toma de posesión de la tierra prometida a la muerte de éste. De tratarse de un hecho histórico, la entrada en Palestina de las tribus israelitas se produjo de modo progresivo, con asentamientos más antiguos en zonas marginales y con la toma del control de los mejores emplazamientos en una época muy cercana a la consolidación de la monarquía y de modo no siempre fácil (que ejemplifica el relato bíblico de la captura en 1050 a.e. del arca de la alianza —trono de Yahvé y cofre para guardar las tablas de la ley y otros objetos cultuales— y su posterior recuperación).
En la época preestatal la religión israelita es una amalgama de cultos tribales de los que existen serias dudas sobre su carácter unitario. Es muy posible que la unificación completa se produjese solamente cuando se centralizó en Jerusalén el culto con David y Salomón y se completó el mestizaje entre pastores nómadas y poblaciones sedentarias cananeas conformando el «pueblo de Israel».
La época monárquica (1000-586 a.e.) se divide en dos grandes fases, la que corresponde al reino unificado, época de David (en torno al 1000-970 a.e.) y Salomón (970-931 a.e.) y que la corresponde a los reinos separados (desde 931 al 587).
La monarquía unificada es uno de los periodos de esplendor de la cultura judía. Se instauran nuevas estructuras de poder tomadas en gran medida de los vecinos egipcios (aprovechando, además la debilidad de éstos en el control sobre Palestina) que tienden a consolidar una pirámide en cuyo vértice superior está el rey que centraliza y unifica la vida política y religiosa en torno a Jerusalén convertida en la capital del reino. Se comienza a formar el canon escrito y se consolida el grupo sacerdotal segregado (con anterioridad cualquiera, ya fuera jefe de familia o de tribu podía oficiar) que recae en los descendientes de Aarón (hermano de Moisés) y también, de un modo más general en la tribu de Leví (los levitas por lo menos ocuparán los cargos principales). Con Salomón y la construcción del templo se multiplica este fenómeno de institucionalización sacerdotal; a partir de ese momento serán los guardianes del templo y los encargados de realizar los sacrificios y de emitir oráculos. Tras una serie de enfrentamientos Salomón nombra al «sacerdote fiel» Sadoq cabeza de una estructura religiosa que se centraliza en Jerusalén y su templo (que percibe los diezmos de las cosechas). El paso más radical lo dará el rey Josías de Judá (640-609) que suprime todos los santuarios quedando como centro religioso único el templo.
Corresponde esta actuación radical a la época de los reinos separados que comienza en el año 931 a.e. con la división del reino a la muerte de Salomón entre sus hijos Roboam (rey de Judá con capital en Jerusalén) y Jeroboam I (rey de Isra.e.l, a partir de 880 a.e. su capital será Samaría). Ya desde el reinado de David surgieron personajes inspirados y críticos, los profetas, pero en la época de los reinos separados aumentan de modo notable. Aunque surgen por un elenco variado de causas, quizá la principal sea la reacción contra la estatalización. La estructura estatal conllevó una complejización del sistema social (materializada en levas, controles, sometimientos forzados, impuestos) que consolidó un nuevo sistema de desigualdades (rey-corte frente al pueblo) y preeminencias (sacerdotes del templo, por ejemplo) y a la par un malestar que encontró su vía de plasmación en el lenguaje religioso (el que podía ofrecer algún amparo frente al poder). Críticos con los monarcas y los sacerdotes, intolerantes con el sincretismo, predican terribles castigos porque estiman que los judíos se han separado de la fe única a Yahvé. La coyuntura militar proximo-oriental terminó con el tiempo dando la razón a los catastrofistas; en 721 a.e. los asirios en su consolidación del progresivo control de la costa mediterránea levantina atacaron Samaría y acabaron con la independencia del reino de Israel, deportando al norte de Mesopotamia a muchos israelitas y asentando a no judíos en el antiguo reino de Israel. Casi siglo y medio después le llegará el turno al reino de Judá y a su capital que será tomada por Nabucodonosor II (605-562), rey de Babilonia. La clase dirigente será deportada a Babilonia, el templo de Salomón será destruido y se producirá el final de la independencia política y del primer estado judío.
El exilio marca el comienzo de la diáspora (la dispersión), la necesidad de la adaptación de los judíos a ambientes muy diversos. Este judaísmo sin templo requiere un nuevo aglutinante que se materializa en la potenciación de los preceptos de la Torá que en un entorno no judío actúa como medio de ahondar en unas señas de identidad segregadoras. La circuncisión, el precepto sabático, las prescripciones alimenticias y de pureza van perfilando el abismo respecto de las normas de conducta de los vecinos. Comienzan a consolidarse los maestros de la ley (intérpretes y adaptadores de la Torá) pero también y como consecuencia del contacto con religiones no cananeas penetran en el judaísmo en una profundidad difícil de calibrar (depende en muchos casos de la postura que adopte el investigador) una serie de influencias nuevas (el dualismo quizá iranio, la angeología, la apocalíptica, la escatología).
La toma de Babilonia en 538 a.e. por Ciro de Persia (559-529 a.e.) marca un nuevo punto de inflexión en la situación judía. Se permite a los deportados volver a Palestina (aunque muchos no lo hicieron) y contruir un nuevo templo, pero no se les otorga un estado independiente. Los persas controlan la situación al aupar como interlocutor frente a la población judía al sumo sacerdote de Yahvé que al no estar sometido al poder del monarca judío, detenta una autoridad que va más allá de lo puramente religioso. Se conforma una teocracia en la que los sacerdotes del templo y en especial el sumo sacerdote aumentarán su poder, lo que provocará las críticas del profeta Malaquías (mediados del siglo V a.e.). En los años posteriores se van imponiendo la segregación matrimonial, la obligatoriedad del cumplimiento sabático y la consolidación del Pentateuto (Torá) con la categoría de norma legal. El relevo de los soberanos persas por los sucesores de Alejandro no modificó la situación respecto de los judíos en un primer momento. El control de los lágidas (soberanos griegos de Egipto) sobre Palestina no conllevó una fuerte imposición religiosa; pero cuando el territorio pasó a la soberanía de los seléucidas (soberanos griegos de Mesopotamia) en el cambio de los siglos III al II a.e., la situación se modificó parcialmente. Parece potenciarse una helenización más profunda que es consecuente con la política de homogeneización religiosa que desean estos soberanos; con Antioco IV (175-164) la situación se torna muy grave puesto que se impone en el templo de Jerusalén un culto a Zeus olímpico (aspecto soberano del Dios griego, que implica su preeminencia sobre el resto de los dioses). Se produjo la sublevación de los Macabeos en 166 a.e., que terminó triunfando, la coyuntura internacional de debilidad de los reinos helenísticos vecinos permitirá la consolidación de un estado judío independiente bajo la dirección de la dinastía asmonea y que durará hasta el año 63 a.e. en que el general romano Pompeyo tomará Jerusalén y Palestina de facto caerá en manos de Roma, aunque nominalmente se mantengan monarcas títeres como por ejemplo Herodes el grande, rey de Judea del 37 al 4 a.e. y constructor del gran templo de Jerusalén.
A partir del siglo II a.e. se produce una aculturación y un sometimiento que resulta más pesado a los judíos cuanto más refinados se vuelven los métodos de control por parte de las potencias dominantes (que culminan con el censo ordenado por el emperador Augusto), la presión impositiva extranjera se añade a la que ya existía (el diezmo del templo, sobre todo) y crean una insatisfacción que no se plasma tanto en la figura de profetas como en la esperanza mesiánica. Muchos judíos esperan la llegada de un mesías, un nuevo David que liberará al pueblo elegido que no merece la opresión a la que le someten unos extranjeros que desprecian a Yahvé.

6) GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE LA RELIGIÓN JUDÍA 2: EL JUDAÍSMO EN LA ÉPOCA DEL CAMBIO DE ERA

La opresión, la esperanza mesiánica y el descontento crearon una situación muy conflictiva que se plasmó en un judaísmo profundamente dividido, quizá desde una época ya antigua pero que en el momento del cambio de era se muestra como un mosaico del que no son, desgraciadamente, todo lo bien conocidas que desearíamos todas las piezas.
Por una parte están los grupos principales y más poderosos que son dos, los saduceos y los fariseos. Los saduceos (zedoqim = del linaje de Sadoq) son la nobleza tanto urbana como rural entre la que se cuentan los altos sacerdotes del templo. Controlan el consejo judío (sanedrín) y por tanto el poder nominal de decisión (aunque el poder real lo detentan los romanos). Son defensores de la Torá escrita pero acérrimos enemigos de la Torá oral y de los doctores fariseos a los que niegan la capacidad de interpretar la ley. Se enfrentan también a las novedades que se habían introducido en el judaísmo postexílico (mensajes apocalípticos, angeológicos y escatológicos —no creen en la resurrección post mortem—) y a cualquier fuerza de índole desestabilizadora, como el profetismo y sobre todo el mesianismo. Defienden el papel primordial del templo en la estructura religiosa judía despreciando las influencias de cualquier otra índole. Al mismo tiempo, respecto de las influencias exteriores y para mantener su preeminencia, optaron por contemporizar con los poderes extranjeros, incluso hasta en las formas externas (se helenizaron profundamente en sus costumbres aunque lo intentasen disimular de cara a sus correligionarios). Los fariseos, muy influyentes y numerosos (contaban con el apoyo mayoritario del pueblo) se denominaban jasidim (hombres píos) y perushim (los segregados, de donde viene el término fariseo), provienen del movimiento de los asideos que consolidó la independencia judía frente al poder seléucida. Defienden la importancia de la Torá oral y del magisterio de los doctores de la ley, de un sistema de preceptos, prohibiciones y obligaciones común para todos los judíos. Creen en la resurrección de los muertos, en la esperanza de un futuro reino de Dios y en la venida del mesías. Su enfrentamiento con los saduceos les llevó paulatinamente a separarse de la infraestructura del templo, lo que les dará un enorme baza cuando éste desaparezca puesto que ya tenían puestas las bases de un judaísmo que podía prescindir (como durante el cautiverio de Babilonia) tanto de la tierra prometida como del templo.
Los grupos minoritarios son más numerosos aunque tienen mucho menos poder e influencia. Los zelotas eran contrarios a cualquier potencia extranjera que obligase a dar culto a Dioses diferentes de Yahvé. Este celo religioso se materializaba en un rechazo radical hacia cualquier poder extraño que intentase controlar la sagrada tierra prometida. Para ellos el reino de Dios era incompatible con cual otra dominación por lo que se enfrentaban al pago de impuestos diferentes de los judíos o al control extranjero por medio del censo. Esperaban que la situación de sometimiento a Roma fuese transitoria puesto que creían en la llegada de un mesías guerrero que los liberaría. Actuaban contra los romanos, cuando podían, de modo violento (las autoridades de Roma los llaman ladrones) y algunos (los sicarios) optaban por métodos de tipo terrorista. Tras el fracaso ante el poder romano optaron por incluirse en el fariseismo dominante dirigiendo su celo extremista hacia otros territorios menos comprometidos como ejemplifican las palabras del rabino Jehoshua ben Leví: «No hay para Tí hombre libre salvo el que se entrega al estudio de la Torá». Por su parte los esenios eran un movimiento de cierta envergadura que no parece que pueda ser circunscrito a una comunidad única (por tanto no pueden reducirse al grupo de Qumrán). Predican un mensaje apocalíptico, crean comunidades monásticas y quizá participaron (por lo menos a título personal) de modo activo en las vicisitudes de Palestina (por ejemplo Juan el esenio muere en el 66 luchando contra los romanos). La comunidad (yahad) de Qumrán era un grupo escindido de los esenios hacia el 130 a.e. y exterminado por los romanos en el 68; a ellos se debe la célebre biblioteca oculta en las cuevas de Qumrán y conocida como los manuscritos del Mar Muerto. El peligro del que se quiso preservar a esta literatura sagrada fue de un calibre tal que nadie pudo sobrevivirle, no se recuperaron los escritos que por tanto se han conservado hasta nuestros días y han sido reencontrados a partir de los años 50 (se hallan todavía en proceso de estudio científico). Eran un grupo específico y marginado voluntariamente del resto del judaísmo (poseían un calendario propio, tenían prohibido el contacto con el resto de los judíos), se denominaban hijos de la luz y basaban su ideología en una autoidentificación como elegidos y predestinados por la divinidad. Eran apocalípticos, esperaban la llegada del fin del mundo (preludiado por la aparición de un mesías doble, uno sacerdotal y otro militar) en el que los justos obtendrían el pago de sus buenas acciones. Defendían una visión profundamente dualista en la que los extraños a la comunidad eran señalados como hijos de las tinieblas mientras que los miembros del grupo se consideraban seguidores de los ángeles de la luz. Belial, el príncipe de las tinieblas buscaba por todos los medios tentar a los justos para apartarlos del camino correcto por lo que llevaban una estricta vida ascética. Estaban jerarquizados y sometidos a un consejo de doce laicos y tres sacerdotes; la vida cotidiana se regía por estrictas reglas escritas que incluían un duro código de penas y castigos contra los infractores y todo se tenía en común recibiendo cada cual según lo que los responsables estimaban que se adecuaba a sus necesidades.
Otro grupo, aunque no exactamente religioso, eran los no cumplidores que se definen en la negación a someterse a los preceptos y ofrecer el diezmo de sus productos al templo. Eran impuros, tanto ellos como sus cosechas, que un judío cumplidor no podía consumir. A pesar de todo parecen no haber sido radicalmente excluidos de las fiestas judías aunque se requería una purificación especial a los que los hubieran tocado. Es probable que de este grupo, de un volumen difícilmente cuantificable, surgiesen numerosos cristianos.
El último grupo judío, ya del siglo I, son los judeo-cristianos, que si bien presentan parecidos puntuales con alguno de los anteriores (y en particular con los de Qumrán) también se destacan por sus notables particularidades. El mensaje que defienden no es ascético ni segregacionista ni purista (bien diferente del predicado en la comunidad de Qumrán), tampoco es violento (por lo que se diferencia del de los zelotas) ni legalista (no aceptan el valor normativo de la Torá como los fariseos) ni sacerdotal (es profético y contrario a la preeminencia del templo, lo que los enfrentaba a los saduceos).

7) GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE LA RELIGIÓN JUDÍA 3: EL JUDAÍSMO SIN TEMPLO

La revuelta situación que ejemplifica la diversidad de grupos en pugna en la época del cambio de era llegó a su paroxismo con la insurrección general anti-romana que se conoce como Primera Guerra Judaica (66-73) y que tiene su hito principal en la toma y destrucción de Jerusalén y del templo por Tito, general romano, hijo del emperador Vespasiano y futuro emperador. La guerra terminó con la toma de Masada en el 73 por los romanos y se saldó con más de medio millón de muertos, el sometimiento de Judea y el desmantelamiento de la infraestructura del templo que se simboliza en el gran candelabro cultual de siete brazos (menora) que paseó Tito en el año 71 en su triunfo en Roma y que quedó inmortalizado en el arco que se alzó en su honor (ilustración 95). Medio siglo después se produjo un nuevo levantamiento anti-romano liderado por el supuesto mesías Bar Kochba, la Segunda Guerra Judaica (132-135), que se saldó con una intervención romana aún más sangrienta, la prohibición oficial del judaísmo (que duró poco tiempo) y la helenización de Jerusalén transformada en una ciudad a la romana y rebautizada como Elia Capitolina. Para el poder romano la actitud de los judíos resultaba incomprensible y las razones religiosas que subyacían en el rechazo a la autoridad imperial eran malinterpretadas. Dado lo sensible de la posición geoestratégica de Palestina, baza fundamental en la consolidación del poder de Roma tanto en Egipto (granero principal del imperio) como en Siria, y demasiado cercana a uno de los límites más conflictivos del imperio, resultaba imposible de aceptar, para las autoridades romanas, cualquier actitud que pudiera poner en duda su soberanía.
La destrucción del templo creó una nueva situación en la que los saduceos (la elite judía) y en especial los sacerdotes habían perdido su punto referencial, el relevo fué tomado por los únicos capaces de ofrecer una alternativa diferente a la destrucción cultural o la completa asimilación con la cultura helenístico-romana: los fariseos.
Se crea una nueva estructura religiosa judía centrada en la sinagoga como lugar de reunión y oración, que puede edificarse en cualquier lugar donde haya una comunidad consolidada y que se convierte en el equivalente (aunque en un marco estallado) de lo que era el templo de Jerusalén. Otro pilar del nuevo judaísmo lo forma el rabinado fariseo, los doctores de la ley, nuevos sacerdotes que consolidan la sucesión tras la destrucción del templo al constituir un nuevo sanedrín y la primera escuela rabínica en Yabné (Jamnia en griego). Pero el pilar principal de la religión judía será a partir del año 70 la Torá como ley de cumplimiento inexcusable. Los rollos de la Torá son el altar, el estudio de la Torá, la oración y las acciones correctas el sustituto del templo. Se fija definitivamente el canon bíblico y se consolida un judaísmo capaz de mantener el mensaje nacional a pesar de la pérdida del templo y la tierra prometida, a pesar de ver cercenadas las raíces materiales de la identidad religiosa.
El judaísmo posee unas nuevas señas identificativas que permiten que se mantenga su cultura a pesar de la dispersión (desde la India hasta la Península Ibérica) y a pesar de la sumisión a poblaciones con poderes políticos y religiones muy diferentes y a veces hostiles. La Torá marca el ritmo de una vida sometida a numerosas prohibiciones, prescripciones y preceptos, pero que ofrece, como contrapartida, el marco psicológicamente reconfortante del cumplimiento de la que se estima ley de Dios y del arropamiento por una comunidad compacta de co-religionarios. La vida está regulada, ritmada y sometida a un tiempo sagrado (el calendario se computa teniendo en cuenta los movimientos de la luna y el sol) jalonado de fiestas (Pessah —pascua— Shavuot —pentecostés— Rosh Hashana —fiesta del nuevo año— Yom Kippur —día del gran perdón— Hannukkah —fiesta de la dedicación—, entre las principales), ritos de paso (destaca la iniciación, consistente en el paso a la condición de Bar/Bat Mitvah —madurez religiosa y sujeción a los preceptos que se produce a los trece años—) y por el retorno semanal del shabbat.
Pero esta vida regulada y tranquila desde el punto de vista religioso, conllevaba hasta en los momentos más favorables el germen de la inseguridad puesto que, como vimos, se basaba en una autosegregación que podía ser malinterpretada. Las disposiciones bizantinas, el llamado pacto de Omar (fechable en torno al 800 y que prohibía a los judíos en el territorio controlado por el islam el proselitismo, la construcción de sinagogas y el servicio en la administración), las prácticas segregatorias tanto de las autoridades católicas como de las protestantes, las locuras colectivas como el pogrom de los años 1348-1350 (se aniquilan cerca de 300 comunidades en Europa central lo que determinó la dolorosa y forzada emigración hacia Polonia y Europa oriental) demuestran que la posición de los judíos nunca era segura.

8) EL JUDAÍSMO EN EL MUNDO ACTUAL

Los cambios de mentalidades fraguados en el siglo XVIII y materializados en las revoluciones americana y francesa modificaron el marco convivencial. Al instituirse la igualdad de todos los hombres ante las leyes y al instaurarse sistemas políticos laicos se redimensionaron las situaciones discriminatorias de las minorías y en particular la de los judíos. Como adaptación a ese cambio se fue consolidando un judaísmo ilustrado (haskala) que tiene como figura precursora y ejemplar a Moisés Mendelssohn (1729-1786), que planteó nuevas posturas antidogmáticas y racionalistas aunque sin renunciar a la observancia fiel. Otra respuesta ante este reto de modernidad fue la secularización; muchos judíos negaron no solamente la observancia sino también la propia herencia cultural, demasiado difícil de deslindar de la religiosa. Intelectuales de origen judío como Marx o Freud potenciaron un pensamiento formalmente libre de la divinidad, aunque a la postre no se desvincularon totalmente de la ideología religiosa. Por ejemplo la esperanza marxista del advenimiento de una perfecta edad de oro (la sociedad sin clases) entronca directamente con la esperanza mesiánica omnipresente en el judaísmo desde el siglo II a.e. El nacionalismo del siglo XIX influyó también en el judaísmo consolidándose una opción que buscaba después de casi dos mil años concentrar en un territorio a la dispersa nación sin patria; el sionismo, si bien se sustenta en su origen en un anhelo religioso, presenta rasgos seculares que son primordiales (en muchos casos los dirigentes sionistas utilizaron la religión como pretexto para consolidar su posición y justificar sus acciones a pesar de no ser creyentes).
El terrible exterminio de un tercio de la población judía diseñado por las autoridades nazis ha incidido profundamente en el judaísmo actual, marcando un hito en la aberración humana, más doloroso por cuanto se realizó en una época y un territorio inesperados, en plena contemporaneidad, cuando se creían consolidados en Europa los derechos de las minorías a su propia identidad. El genocidio ha servido de justificación para el maquiavelismo sionista en el control de Palestina, ha debilitado las opciones contemporizadoras y ha consolidado las posiciones ortodoxas, ha roto el hechizo de la racionalidad y la modernidad y granjeó para los judíos una popularidad indudable a escala mundial que no ha conseguido minar completamente las actuaciones prepotentes e injustificables de las autoridades del estado de Israel.
Este nuevo estado ha resultado un hito histórico que configura el judaísmo actual como bicéfalo. Por una parte están las comunidades de las diásporas antigua y medieval (del Viejo Mundo) y de la segunda diáspora (el desplazamiento de numerosos judíos a América especialmente en el siglo XIX) que aglutinan a más de 10 millones de judíos y por otra el estado de Israel que concentra a más de 4 millones de judíos. Además el judaísmo actual está dividido, con grupos de presión diferentes que tienden a la autoidentificación y a la potenciación de las características segregadoras (algunos analistas estiman que se puede llegar a una separación cismática por parte de algunos radicales ortodoxos).
Si exceptuamos a los grupos minoritarios (los caraítas, por ejemplo, son menos de 10.000 en la actualidad tras las persecuciones de los cruzados y de sus correligionarios que los segregaron y maltrataron desde antiguo por negar el valor de la Torá oral) las corrientes dentro del judaísmo contemporáneo son tres, ortodoxos, conservadores y reformistas.
Los ortodoxos no son en absoluto un grupo compacto y tienden a decantarse por opciones diferentes respecto de cuestiones delicadas (la construcción del templo, el sionismo, la custodia de los lugares santos, los pactos de gobierno en Israel, la prohibición o no del deporte en la educación). Son numerosos y muy influyentes en Israel, minoritarios en los Estados Unidos (donde controlan la universidad Yeshiva de Nueva York) y están bien representados en Inglaterra y Europa Oriental. Tienen enormes privilegios en Israel donde detentan la exclusiva de la celebración de las ceremonias principales (los casamientos por ejemplo) y poseen los medios de presionar al gobierno para obligar el cumplimiento de la ley religiosa (por ejemplo impidiendo el tráfico de autobuses públicos en sábado en Jerusalén). Siguen de modo estricto la Torá y la intepretación rabínica sometiendose a todas las prescripciones, preceptos y prohibiciones consolidadas desde comienzos de la era. Tienden a la segregación incluso vestimentaria, utilizando como seña de identidad el traje negro, de origen polaco, ya que los judíos ortodoxos son mayoritariamente askenazíes (centroeuropeos). Hay diferencias dentro de la ortodoxia, incluso en lo que a este tema se refiere puesto que los judíos sefardíes (originarios de la Península Ibérica denominada por ellos Sefarad) son más tolerantes frente a la vestimenta. Algunos grupos ultraortodoxos tienen tendencias radicales y violentas contra los que no se comportan como ellos, y no solamente contra cristianos o musulmanes sino también contra judíos poco cumplidores (con el precepto sabático, por ejemplo) y se sienten amparados por la Torá en sus acciones.
Frente a los ortodoxos, los judíos conservadores tienen una posición más flexible. Permiten la crítica textual bíblica (práctica que los ortodoxos aborrecen) siempre que no se toquen puntos estimados como esenciales en la revelación y que se consolide un mejor conocimiento del judaísmo y una comprensión más correcta del texto bíblico. Intentan conservar del pasado lo máximo dentro de los límites de mitigar comportamientos aberrantes (por ejemplo son laxos en el precepto sabático si estiman que el mal acarreado por su incumplimiento es mayor que el beneficio alcanzado). Su mayor debilidad es que al no poseer unos límites conceptuales definidos, no disfrutan de la seguridad interpretativa de los ortodoxos.
Por último los reformistas son racionalistas, buscan adaptar el judaísmo al mundo moderno de un modo completo, aceptando el contexto laico de los estados en los que viven y la moral común, haciendo del judaísmo una práctica privada que no presente la mínima carga de autosegregación. Aceptan la moral sexual, matrimonial y reproductiva del resto de la población, tratan la herencia judía como una contingencia histórica, adoptan los modos de pensamiento habituales sustentados en los avances de la ciencia (respecto al evolucionismo o a la crítica literaria, por ejemplo). Dudan por tanto del carácter revelado de la Torá y del papel interpretador de los rabinos, no diferenciándose en su forma de entender el mundo y de vivir la vida de sus convecinos no judíos. Esta tercera opción del judaísmo que tiene paralelos también en el cristianismo o el islam, por medio de la secularización de las actitudes vitales convierte en indistinguibles a judíos, cristianos o musulmanes, su religión aunque esté presente en el interior recóndito de las creencias personales no se evidencia en las actitudes exteriores.



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