Key words: religion and propaganda, political power and religion, theory and methodology in the study of religion, political systems and religious control.
Uno
de los grandes fantasmas de la modernidad es justamente la combinación
de religión y poder político. Deudores como somos del pensamiento
moderno tenemos la costumbre (y la necesidad) de pensar la religión
como un producto de la individualidad, de encerrarla en un reino alejado
de esa arena de lo social cuyo exponente principal es lo político
(con todas las estratagemas de convicción que conforman la propaganda).
Las
primeras revoluciones que inauguran la era moderna (que convierten las
ideas en normas y se apropian del poder político) se basan en el
concepto de separación de Iglesia y Estado, en una terminología
adecuada para las religiones de norteamericanos y franceses[3]:
los cristianismos en sus diferentes formas. Hoy, en nuestro mundo global,
tendríamos que hablar de separación de religión y
estado, o mejor, de religión y poder político, un anhelo
que los fundamentalismos con su insistencia contraria han replanteado y
convertido en asunto bien presente (pensemos en Afganistán, Sudán,
Irán pero también en los grupos ortodoxos judíos o
los cristianismos literalistas)[4].
Desde la Primera Enmienda a la Constitución Americana, de 1789,
que determinó que ninguna religión pudiese ser oficial en
los Estados Unidos (establishment clause[5]),
la construcción de un marco de convivencia neutral y plural requiere
que el poder político y la religión estén apartados
y su convergencia, aunque sea puntual y esporádica, nos resulta
incómoda. En mayor medida quizá en tanto que españoles
que, tras el brote del nacionalcatolicismo, hemos tenido que esperar a
la constitución de 1978 para ver reflejado en su artículo
16.3 la no confesionalidad del Estado, la separación clara (y refrendada
por las leyes) de política y religión[6].
Usar la religión en la propaganda que se realiza desde las instancias
del poder resulta ilegítimo y se percibe como una práctica
inconveniente, incluso su empleo en las contiendas electorales[7].
Armados
con este bagaje, nuestro primer a priori metodológico consiste
en sospechar de todo ritual político-religioso, de toda injerencia
de lo religioso en lo político, de toda propaganda oficial que se
fundamente en la religión, de toda teocracia o hierocracia[8].
Y por tanto resulta también difícil no dirigir esta ideología
de la sospecha hacia el pasado, deseando en cierto modo que hubiera sido
diferente, buscando el valor probativo de los peores ejemplos de subordinación
de lo político a lo religioso o de lo religioso a lo político,
los más alienantes usos de la propaganda en combinación con
la religión.
Pensar
el pasado (o lo diferente) desde los valores del presente (y lo propio),
aunque inevitable en alguna o en gran medida (es una de las lecciones del
pensamiento postmoderno), no es una prisión sin escapatoria (de
ahí la necesidad de superación de un cierto relativismo postmoderno).
La mirada al pasado en lo que respecta al tema que nos interesa, poder
político-religión (y propaganda), ha de intentarse desde
unos presupuestos de neutralidad que excluyan convertir en arma de combate
antirreligioso cualquier tema que se trate, como por ejemplo hizo la escuela
soviética de historia de las religiones[9].
Si
bien queremos pensar religión y poder político como ámbitos
separados, en su plasmación en la historia se han entremezclado
de modos y en grados muy diferentes (y por tanto los valores de la propaganda
emanada del poder han sido distintos así como su impacto). En síntesis
pueden desentrañarse dos grandes extremos entre los que se gradúan
las diferentes sociedades humanas: el modelo piramidal y el horizontal.
En el piramidal, la sociedad tiende a dotarse de un sistema de jerarquías
que concentran los mecanismos de decisión en un grupo restringido
(o un individuo) al que se dota de un poder máximo. En el horizontal
la sociedad, aunque delegue ámbitos de decisión en alguno
de sus miembros preeminentes, pone en juego una serie de mecanismos para
controlar en mayor o menor grado el estatus de los gobernantes e impedir
que se doten de los medios para soslayar la voluntad consensuada del grupo
y configurar un modelo piramidal. La religión presenta valores diferentes
en ambos modelos y los mecanismos de propaganda con los que cuenta el poder
emplean los argumentos religiosos de modos distintos[10].
2)
La religión al servicio del poder tiránico: los modelos piramidales
Los
modelos piramidales tienen su desarrollo más acabado en las primeras
civilizaciones (siendo quizá los ejemplos más notables los
que ofrecen Egipto y China[11]),
aunque se fueron constituyendo en muy diferentes grupos y sociedades que
optaron por dotarse de liderazgos fuertes que hacían de la religión
uno de los vehículos (y artimañas) del poder[12].
Pero serán las primeras civilizaciones las que generaron sistemas
de concentración del poder político, económico e ideológico
sin parangón en la historia de la humanidad y consolidaron formas
religiosas de justificación de ese mecanismo de jerarquización
piramidal, que en cierto modo, dado el carácter retardatario que
posee la religión, han perdurado como modelos en épocas posteriores
en mayor o menor grado o influencia (por ejemplo en el papado monárquico).
Dada la necesidad de concentración del poder político (y la toma de decisiones), por muy diversas razones (que varían en los detalles entre las diferentes zonas, pero que tienen que ver con la vertebración de territorios, recursos y su reparto y grupos humanos diversos) será el soberano el punto de referencia absoluto de la sociedad. Se le dota de una incontestabilidad que extrae de la religión uno de sus más poderosos ingredientes. Orden político y órden cósmico resultan indisociables y la estabilidad de ambos la mantiene el soberano. La propia naturaleza se politiza, se convierte por tanto en medio de propaganda: el sol que se levanta cada mañana, la lluvia que cae, el río que riega y fertiliza los campos, son manifestaciones de la bondadosa mediación del soberano. Imprescindible para el funcionamiento del complejo engranaje del mundo (cuyos mecanismos desentrañan los especialistas en lo sagrado, a la par encargados de legitimar y sublimar el poder tiránico), el estatus del soberano puede llegar a exceder cualquier comparación con cualquier otro ser humano. Se consolida una deshumanización del monarca, al que se otorgan orígenes divinos, o directamente se diviniza (con lo que sus decisiones resultan aún más incontestables porque emanan de lo sobrenatural). Aunque también cabe la posibilidad de que los que queden deshumanizados sean sus súbditos como ocurre en el modelo chino imperial en el que el verdadero hombre es el emperador, mediador entre el poder del Cielo y de la Tierra (siendo los demás menos que hombres en comparación con aquel).
El
valor clave en el que converge todo el sistema es el soberano, su religión
es la de sus súbditos, el territorio bajo su control el mundo civilizado
al que protegen los dioses; fuera de éste acechan todos los peligros
de la desidentificación, se genera una mística del territorio
que resulta un arma de propaganda muy eficaz para impedir la huida de los
descontentos; huida que se convierte en impensable por conllevar la pérdida
de la identidad que ofrece el soberano y la tierra sobre la que domina
(y que en el prosaico vivir de cada día conllevaría un desenraizamiento
y una notable pérdida de la calidad de vida).
El
súbdito queda fragilizado y privado de identidad y por supuesto
de autonomía en un fascinante (y terrible) proceso de sumisión
en el que la religión resultó un factor aglutinante clave:
aunque la coerción física pero también el consenso
común fueron elementos básicos, dada la estabilidad y eficacia
que ofrecía este sistema, por ejemplo en la rápida toma de
decisiones (pensemos en los complejos mecanismos de distribución
de excedentes y la necesidad de mantener el equilibrio en casos de crisis).
En
un sistema político de estas características cualquier acto
público del soberano se convierte en propaganda y se carga de los
valores simbólicos y aglutinantes del rito. El emperador chino es
el que inaugura, tanto el año, como la siembra o la mayoría
de las actividades, posee una presencia ritual ubicua por medio de sacerdotes-funcionarios
en los que delega. Algo parecido ocurría con el rey egipcio (por
lo menos en la teoría), sacerdote principal de todos los dioses
de su reino de quien los sacerdotes específicos de cada templo son
representantes. Política y religión resultan una misma cosa,
la laboriosa ordenación y estabilización del mundo o mejor
dicho la imaginaria creencia en lo anterior: nos hallamos pues ante una
magistral lección de propaganda.
Enfrentando
la prueba de la realidad, si bien en el nivel de lo ideológico,
estas sociedades consiguieron generar un mecanismo muy notable de sublimación
del poder tiránico, las revueltas, asesinatos de reyes (aún
divinos) y épocas violentas se sucedieron, por lo que la eficacia
propagandística del modelo no fue completa (aunque no se puede negar
longevidad y estabilidad a estos sistemas políticos, el imperio
chino desapareció en 1912 y el reino egipcio perduró durante
tres milenios).
De
hecho el propio sistema llegó a crear los medios de defensa frente
a soberanos que pusieran en peligro el modelo y quizá el mejor ejemplo
de este tipo de mecanismos de protección frente a la arbitrariedad
indiscriminada del poder tiránico lo ofrezca el concepto confuciano
de Mandato del Cielo (tian-ming). El soberano, para que su reinado
se sustente en la armonía, ha de cultivar la virtud (y los reyes
antiguos actúan como modelos ejemplares aunque resulten completamente
imaginarios y por tanto aún más modélicos); caso de
que se aparte de la virtud la revuelta contra el poder del soberano está
justificada por razones de índole no sólo política
sino también religiosa. El Cielo puede negar a un mal soberano su
favor y ofrecerlo a un aspirante virtuoso (aunque en la prueba de lo real
la virtud se sustentase en la fuerza de las armas). Así, en el modelo
ideológico imperial chino atemperado por el pensamiento confuciano,
la sociedad (que quedaría representada por los letrados, los que
consensuarían esa entelequia imaginaria que resulta ser el Cielo)
podría plantearse y justificar un relevo en el poder. Este ejemplo
tiene el interés de ilustrar lo que en otras sociedades o en la
china de épocas anteriores presentaba un menor grado de sistematización:
las instituciones o prácticas de mitigación de las arbitrariedades
inherentes al sistema. La adivinación, por ejemplo, podía
cumplir el papel de minimizar el impacto de las decisiones de los gobernantes
(hasta llegar a la casi completa anulación de las capacidades decisorias
en reyes muy crédulos), pero también cabía la posibilidad
contraria, la utilización por parte de soberanos especialmente hábiles
de las capacidades de influir que les ofrecían las diferentes técnicas
de adivinación (en detrimento y no a favor de los grupos sacerdotales
y de adivinos oficiales). Se trata en todos los casos de instrumentos propagandísticos
de notable relevancia a añadir a los muchos puestos a disposición
de los soberanos para sustentar y justificar su poder en estos modelos
piramidales.
3)
Religión e identidad grupal: los modelos horizontales
Frente
a las sociedades que han optado por dotarse de modelos piramidales, existen
muchas otras que tienden a precaverse de la tendencia a la concentración
del poder en una sola persona o un grupo muy reducido. Los valores identificatorios
no radican en el soberano sino en el grupo y se potencian toda una serie
de mecanismos de dispersión del poder y de mitigación de
la tendencias a la desigualdad que llevan a que religión, política
y propaganda nunca estén tan íntimamente relacionadas como
en los modelos anteriores. De todos modos que existan tendencias horizontales
no quiere decir que se trate de sociedades sin jerarquías o que
sean sistemas igualitarios[13],
pero prima la necesidad de un cierto consenso en la toma de decisiones,
que se manifiesta en muchos casos en la instauración de ritos y
ceremonias religiosas específicas. En cualquier caso hay que tener
en cuenta que la variabilidad entre sociedades y en diferentes momentos
dentro de una misma sociedad son notables.
En
síntesis en este tipo de sociedades la religión cumple el
valor fundamental de la identificación grupal, de sustentar una
cohesión en torno a señas de identidad para las que la religión
ofrece el cauce en símbolos y ritos específicos. El poder
político se figura como una emanación de la comunidad y el
poder religioso, en tanto que aspecto de lo comunitario, tiene un valor
de autonomía relativa, lo que se suele materializar en el peso social
y capacidad de decisión no consensuada poco notable de los grupos
de especialistas en lo sagrado. La religión se imagina como una
intermediación entre la comunidad humana y los dioses que la identifican
e imaginariamente protegen, es el grupo el que importa, los que cumplen
materialmente el rito poseen la relevancia que les otorga su posición
de representación.
Una
serie de prácticas de carácter religioso cumplen la función
de dispersión del poder, de socialización de las decisiones.
Los ritos de crítica (que potencian en ciertas circunstancias la
burla contra los gobernantes o poderosos) o incluso de inversión
(que generan una inversión temporal en el seno de la fiesta religiosa
del estatus de los miembros del grupo), impensables en un sistema piramidal,
cumplen una función simbólica importante. La socialización
de las decisiones puede presentar cauces religiosos muy diferentes: la
adivinación, que busca determinar imaginariamente la voluntad de
los dioses (o los antepasados) puede resultar un complejo ritual en el
que el grupo social es el que termina consensuando la interpretación
(que resulta más aceptable para la comunidad). En otros casos serán
los fantasmas los que presten su voz al descontento y los mecanismos para
apaciguarlos han de decidirse en el seno de todo el grupo[14].
Frente a este tipo de rituales y prácticas nuestra formación de modernos nos suele engañar: lo que importa no es desentrañar la superchería del adivino, del que dice haber visto un fantasma o del especialista en lo religioso que por medio del rito impide un acto político (como si la finalidad de nuestras investigaciones fuese demostrar la falsedad de una religión específica o de cualquier religión de modo genérico), sino determinar el valor de control social que ilustran este tipo de actuaciones y su significado en el seno del sistema que se está analizando.
En
lo que se refiere a los valores de la propaganda en relación con
la religión y el poder político, en estos sistemas horizontales
el peso principal recae en los ritos y símbolos que identifican
al grupo y lo cohesionan. Los ritos de solidaridad, que incluyen algún
tipo de reparto son fundamentales: por ejemplo banquetes y fiestas en las
que la provisión es desigual (son los más ricos o los nobles
los que proveen), pero lo interesante es que no se generan, como sería
de esperar, fuertes relaciones de subordinación respecto de los
que proveen. Al realizarse el reparto en un contexto sagrado no se refuerza
la posición social de los poderosos sino la solidaridad grupal que
establece imaginariamente el dios o los dioses que presiden el ritual:
ellos son los que merecen el agradecimiento. El valor propagandístico
de este tipo de ritos es innegable, puesto que tras su realización
la identificación y cohesión grupales son mucho mayores (se
minimizan las tendencias a la disgregación que resultarían
de una profundización en las desigualdades).
Tiene
también un valor propagandístico semejante, por ejemplo entre
los griegos, todo un elenco de mitos que establecen la preeminencia del
grupo respecto de extranjeros o vecinos con los que se interactúa
(un ejemplo muy ilustrativo lo ofrece la idea del bárbaro, sustentada
en episodios míticos como el de Europa[15]).
De todos modos, como ya se ha planteado, existe una gran variabilidad en
estas sociedades y los grupos preeminentes pueden dotarse de toda una serie
de instrumentos simbólicos y míticos para justificar sus
privilegios (como imaginarias líneas de sangre que los entronquen
con dioses o héroes legendarios del pasado): de hecho hay un dinamismo
entre las tendencias hacia la horizontalidad y las tendencias hacia la
verticalidad que llevan a combinaciones muy diferentes y en constante mutación.
El
caso griego (en particular el ateniense) resulta muy interesante e ilustrativo
de una sociedad que potenció las tendencias horizontales internas
a la par que multiplicaba la verticalidad con respecto a los extranjeros.
Los propios mitos propagandísticos mutaron sus significados para
adaptarse a los cambios políticos. Lo que eran mitos de privilegio
de unas familias nobles, que permitían sustentar simbólicamente
su preeminencia en los sistemas aristocráticos arcaicos (que hacían,
por ejemplo, de Teseo un antepasado de ciertas familias, medio de propaganda
de su estatus privilegiado) se convirtieron con la consolidación
de la ciudad democrática en mitos de todo el grupo (así Teseo
se convierte en imaginario instaurador de la democracia y defensor de la
ciudad cohesionada frente al bárbaro persa -con su aparición
fantasmal en Maratón-)[16].
En la Atenas democrática múltiples facetas de la religión
se convierten así en propaganda política, las construcciones
de la Acrópolis son templos, pero también demostraciones
del poder de Atenas; la diosa de la polis, Atenea, simboliza la ciudad
y su fuerza (incluso en las amonedaciones, cuya ley resultó tan
fiable que aparecen en todo el mundo mediterráneo, diseminando ese
vehículo de propaganda del poder ateniense que es la imagen de la
diosa).
Quizá
la debilidad de estos sistemas de carácter horizontal radique en
que al potenciar los mecanismos de identificación en torno a unas
señas comunes, provocaron la exclusión de los diferentes
y una gran dificultad para construir lenguajes políticos, simbólicos
y rituales comunes que superasen los límites del grupo. Mientras
que en los modelos piramidales el soberano identifica y aglutina a la sociedad
(y por tanto si el territorio crece, las nuevos poblaciones tienen una
inclusión sencilla en calidad de nuevos súbditos), en estos
modelos horizontales resulta mucho más difícil ofrecer mecanismos
de asimilación que no se construyan por medio de la anulación,
el exterminio o la desidentificación de los diferentes.
4)
Divinización y politización como vehículos de propaganda
El
caso griego y luego el romano ofrecen ejemplos de la utilización
del instrumento de propaganda quizá más eficaz puesto en
práctica por las sociedades más piramidales, la divinización
del gobernante, como medio de aglutinar poblaciones muy numerosas y dispares
en un modelo ideológico común.
Las
conquistas de Alejandro no se realizaron (o no se pudieron realizar) como
la expansión colonial griega previa, por medio de la fundación
de
ciudades con poblaciones mayoritariamente griegas que anulasen o asimilasen
las formas culturales anteriores. La enormidad del imperio asiático
que fue tomando bajo su mando Alejandro en tan poco tiempo le llevaron
a contactar con modos de gobierno piramidales; resulta clave el egipcio
en el que el rey sustentaba su poder en una ideología que lo hacía
divino. La divinización de Alejandro preludió la de otros
soberanos helenísticos y tenía precedentes anteriores: era
un medio muy eficaz de anular los tediosos sistemas de toma de decisiones
consensuadas que caracterizaban tanto al modelo político macedonio
como al de la mayoría de las ciudades griegas[17].
No era necesario que el soberano se creyese dios, sino que simplemente
aceptaba la potencialidad que le ofrecía esta creencia de sus súbditos
(o de algunos de ellos) que actuaba como una herramienta política
más en sus manos. Resulta muy curioso que frente a las racionalizaciones
del poder que generaron los eruditos confucianos, que intentaron mitigar
la arbitrariedad del emperador, los pensadores de la época helenística
que vieron construirse el sistema que hacía divinos a los soberanos
optasen por derroteros basados en la crítica. Un buen ejemplo lo
ofrece Evémero de Mesene, que humaniza a los dioses del pasado para
de este modo hacer más creíble la divinidad de los hombres
que gobernaban el presente. En un lenguaje de narración mítica
dice haber visto en la Isla Panquea unas inscripciones sagradas en las
que el monarca humano llamado Zeus narra las hazañas que llevaron
a sus contemporáneos a divinizarlo; así pues, si los grandes
dioses del panteón fueron antiguos grandes reyes, resulta lógico
que se divinice a los grandes reyes del presente. Pero tras la lógica
de la narración de Evémero se esconden niveles múltiples
de lectura y sus escritos pueden analizarse también como una crítica
despiadada del mecanismo de divinización[18].
Evémero podría estudiarse por tanto como un exponente muy
particular y adaptado a los tiempos violentos del primer helenismo de esos
rituales de crítica que actuaban como mecanismos de horizontalización.
En
la Roma imperial, desde Augusto, maestro de la propaganda y del uso de
los recursos que ofrecía la religión en su favor, se construyó
un modelo de divinización progresiva del soberano y sus antepasados
que se institucionalizó en el culto imperial[19]:
se trataba de una ideología unificadora que constituyó una
religión política en la que el ritual imperial al completo
actuaba como un medio de propaganda de gran eficacia. Pero el enfrentamiento
que tuvieron judíos y cristianos respecto del culto imperial ilustra
su ineficacia universal (clave para que se tratase de un modelo
verdaderamente
útil) y por tanto su quiebra como instrumento propagandístico
(de hecho actuaba como una contrapropaganda entre los grupos de judíos
y cristianos, que veían el culto imperial como un insulto ante el
que llegaban a caber posturas tan radicales como la revuelta o la inmolación).
La política de enfrentamiento llevada a cabo contra judíos
(que conllevó los terribles episodios de las guerras judaicas) y
en menor medida contra cristianos (las persecuciones fueron menos sangrientas
que en el caso anterior) resultó inútil frente a la progresiva
consolidación del cristianismo universalista y su adaptación
a los horizontes cambiantes de la tardoantigüedad (con la crisis del
modelo cívico)[20].
Se terminó generando un modelo nuevo de combinación de religión,
política y propaganda que se ha denominado constantinización,
aunque quizá convendría denominarlo ashokización,
por la mayor antigüedad de su materialización (y también
con la finalidad de ofrecer una posición que intente superar el
eurocentrismo).
Resulta
extremadamente interesante repasar el proceso que se produjo en la India
y que llevó a la expansión del budismo, por los paralelos
con lo que en el mundo mediterráneo ocurrió con el cristianismo:
llegaron a convertirse en religiones con millones de cultores como consecuencia
de un crecimiento exponencial derivado de su conversión en religiones
del poder. Lo interesante es que tanto el budismo como el cristianismo,
desde que optaron por conformarse como religiones universalistas (es decir
desvinculadas de grupos gentilicios, cívicos o nacionales y planteando
un mensaje aceptable por cualquier ser humano independientemente de sus
circunstancias y origen), resultaron modelos religiosos desvinculados de
las opciones políticas y en especial del poder. Esta politización
se nos revela como un fascinante proceso que requiere un repaso sintético.
Aunque
tras la predicación del Buddha y su mensaje radical antiritualista
se pueda vislumbrar una opción (como también ilustra el jainismo)
por desmontar la religión de los brahmanes y sus mecanismos de control
del sistema político (por medio de un complejo sistema ritual que
exigía la inversión de cuantiosos recursos[21]),
el lenguaje empleado, centrado en una ruptura radical que sitúa
el objetivo de la existencia en la escapatoria de las constricciones de
la misma, despolitiza en última instancia todo el mensaje de esta
religión. Los pequeños principados arya del norte de la India
(en una de cuyas familias gobernantes cuenta la tradición que nació
en Buddha) mantenían un equilibrio (en el que la religión
era ingrediente básico) que ponía trabas a la consolidación
de grandes monarcas. Si bien existía la figura del gran rey conquistador,
el chakravartin (el señor de la rueda es decir, aquel que
no encuentra obstáculos ante las ruedas de su carro, en la acepción
más antigua[22]),
alcanzar tal título requería complicados rituales, siendo
el más costoso y significativo el ashvamedha, el gran sacrificio
del caballo, que podía requerir cientos de oficiantes durante muchos
meses a los que había que sufragar generosamente[23].
Para el rey victorioso, acceder al prestigio de portar el título
de chakravartin podía costar una fortuna, por lo que el rito
actuaba como un medio de drenar hacia los grupos de brahmanes los excedentes
conseguidos tras la conquista militar y por tanto debilitar la posición
económica del monarca (aunque la contrapartida era el acrecentamiento
de su posición simbólica: un medio clave de propaganda).
Este fuerte control sacerdotal de la riqueza y el prestigio, que pudo tener
una indudable utilidad como medio de estabilidad y ritualización
de la agresión en el seno de unos principados arya sin retos exteriores
que los pusiesen en peligro, se transformó en una rémora
con la complejización que produce el desarrollo de las ciudades
y también la agresión externa. No es de extrañar que
los dos grandes reformadores religiosos del vedismo final, Siddharta (el
Buddha) y Vardhamana (el Jina), fueran voces surgidas desde los grupos
de guerreros y gobernantes, que intentaban anular el poder brahmánico
desmontando la base de su fuerza: el valor del ritual y los dioses. Si
el ritual es inutil para alcanzar la liberación, como dicen estos
reformadores, no tendría razón de ser el control brahmánico
sobre el sistema, no habría que pagar por el ritual y, por ejemplo,
desde el punto de vista del monarca, la riqueza de la guerra podría
utilizarse para multiplicar la conquista. Hay que tener en cuenta que la
agresión exterior fue un hecho desde las campañas persas
y que la tendencia de los principados arya hacia la formación de
sistemas más sólidos capaces de enfrentar a los ejercitos
de las potencias occidentales era un paso lógico. Alejandro en el
326 ya chocó con ejércitos indios muy notables y menos de
un siglo después todo el subcontinente indio, exceptuado el sur
del mismo, se encontraba ya unificado bajo el gobierno del rey Ashoka (273-231
a.e.). Frente al modelo brahmánico en el que la religión
amparaba solamente a las clases arya (es decir frente a la religión
gentilicia védica que excluía a los no-arya) Ashoka se encontró
con la necesidad de apostar por una religión que tuviese un carácter
universal, y que, a la par, le permitiese anular los controles rituales
brahmánicos sobre el poder. Optó por el budismo, que convirtió
así en religión personal y multiplicó su influencia.
Se utilizó al budismo como instrumento de penetración en
territorios que no eran dominados militarmente y por ejemplo en este contexto
se sitúa la predicación de Mahinda, que llevó a la
conversión al budismo al monarca y luego los habitantes de Sri Lanka[24].
El budismo ofreció al rey un instrumento extraordinario de propaganda,
como muestran las estelas que diseminó por todo su imperio[25],
tras sus terribles y sangrientas campañas de dominio del subcontinente
indio, pudo esgrimir, como consecuencia de su conversión al budismo,
una adhesión a una magnanimidad que si bien hallaba en el modo budista
de entender el término dharma su norte, de hecho unificaba
a todos sus súbditos en un modelo común de entender las relaciones
entre los seres humanos (y por tanto también las relaciones del
poder con la totalidad del cuerpo social)[26].
El
gran desarrollo del budismo en tanto que religión expansiva se debe
a esta actuación de Ashoka, pero, a la par, conllevó su progresiva
transformación en una religión del poder, la ashokización
politizó la religión implicando al soberano en el buen desarrollo
de la misma (el rey mantiene el dharma, purga el sangha,
sigue el ejemplo del Buddha) pero a la par ofreciendo al soberano una justificación
de la legitimidad de su poder y los medios de multiplicar la propaganda
respecto de sus súbditos (un modelo que mantuvieron, por ejemplo,
las monarquías budistas hasta el siglo pasado[27]).
La
politización de la religión llegó a una cota nueva
con el surgimiento de sistemas hierocráticos como el tibetano a
partir de 1641 en que los mongoles nombraron al quinto Dalai Lama (Losang
Gyatso 1617-1682) soberano político. El poder político se
mantuvo en el Tibet hasta el año 1959 en manos de una dinastía
monástica de soberanos renacidos (cada dalai lama es un tulku –nueva
encarnación en la tierra-del anterior, en tales circunstancias la
estabilidad del sistema hubiera debido de ser perfecta). El valor propagandístico
de este tipo de modelos es extraordinario porque no sólo el gobernante
es la encarnación del anterior, sino que en última instancia
todos ellos resultan ser manifestaciones del Cuerpo de Transformación
del bodhisattva Avalokiteshvara (Chenrezig en la forma tibetana),
el protector sobrenatural del Tibet[28].
No cabe mayor imbricación de la religión (y los extremadamente
eficaces sistemas de propaganda que es capaz de ofrecer) con el poder político:
los paralelos con la monarquía faraónica, en este punto,
resultan muy sugerentes.
Respecto
del cristianismo, Constantino, medio milenio después que Ashoka,
hizo una elección comparable, politizando desde el poder la religión
y a su vez usándola como instrumento de propaganda y justificación
del poder. Esta opción, desarrollada por sus sucesores y en especial
por Teodosio, imbricó al cristianismo con el poder político
de un modo completo. El cristianismo, además ha demostrado una capacidad
de adaptación extraordinaria (parecida a la del budismo), capaz
de sobrevivir a las circunstancias políticas (y dinásticas)
que determinaron su auge.
El
cristianismo, además, terminó generando entre sus multiples
adaptaciones, un modelo en cierto modo comparable al del budismo tibetano:
el papado monárquico, un sistema teocrático y piramidal en
el que, como también ocurría con el imperio egipcio, poder
político y religión eran indisociables. La rebelión
de los modernos, de los ilustrados, se construirá contra esta imagen
de la teocracia, de ahí que, en tanto que herederos de los pensadores
de la modernidad nos resulte tan difícil enfrentar sin una carga
distorsiva de prejuicios este tema que todavía tiene tanta presencia
en el mundo actual.
5)
Conclusión: religión, propaganda y poder político
en el mundo actual
En el mundo actual conviven muy diversas formas de entender la relación poder político y religión, llegándose a una escisión entre los modos modernos de pensar la realidad y los modos diversos que surgen en territorios que se marginan de este pensamiento. A pesar de la globalización ideológica, la visión moderna no es universalmente aceptada, y el lenguaje religioso es un territorio refractario, en el que caben otros modelos (cuya legitimidad, además, ampara la propia libertad religiosa, una de las señas de identidad de la modernidad, de ahí que se convierta en gran referente ideológico tras la quiebra de las ideologías revolucionarias modernas, como el marxismo). No sólo hay países que optan por un modelo diferente, como Irán desde la revolución de Jomeini, o la Arabia Saudí wahabí, sino que también, en el propio interior de países paradigmas de la modernidad, como Estados Unidos, existen grupos religiosos que abogan por otras formas de entender el problema (como los diversos fundamentalismos cristianos, judíos y de otro tipo). Las posibilidades de no llegar a comprender la posición del diferente se multiplican, puesto que la sensibilidad moderna, como ya vimos, tiende a deslegitimar cualquier veleidad de combinación de poder y religión e incluso a otorgarle menos valor social desde el punto de vista analítico del que realmente puede llegar a poseer (lo que permite calibrar la incompetencia de tantos politólogos a la hora de realizar previsiones acertadas en lo relativo al auge de los fundamentalismos). De hecho los parámetros analíticos aparecen distorsionados puesto que se busca comprender la realidad tamizándola con un filtro que intenta mirar en ella solamente lo que debería ser. El sistema perfecto de separación del poder político y la religión, en el que la propaganda no pudiese usar la religión como recurso es una entelequia, uno más de los modelos fuertes de entender el mundo (y transformarlo) que la modernidad ha puesto en marcha. Pero que se trate de una entelequia no debe anestesiarnos frente a la combinación de poder, propaganda y religión tal y como lo encontramos en diversos grupos e incluso países; se trata de una violenta inmersión en el mundo de lo real, que ilustra que, igual que en el pasado, la religión puede seguir siendo una excelente arma de dominio y de propaganda.