La angustia del espejo: reflexionando sobre la muerte y el morir
Copyright: Francisco Diez de Velasco. (en prensa)

Preguntarse por la muerte no resulta cómodo; aunque intentemos mirar a otra parte no deja de asaltarnos, en la plena cotidianidad de nuestras rutinas y desencantos, de nuestros vivires alegres o insatisfechos, la atenazante inevitabilidad del final. El misterio de la muerte corre parejo al misterio del tiempo, que, al ir fluyendo, va erigiendo las bases de la decrepitud. Solo es cuestión de tiempo que seamos cadáveres, lección macabra del reloj, tan presente en los primeros momentos en que este objeto comenzaba a hacerse compañero indispensable de la vida del moderno, reloj calavera, inevitable testigo del tiempo que ha de acabar.

Frágiles como somos, ante la reflexión de la muerte podemos caer en un primer momento en esa melancolía de la terrible dependencia. Nos transformamos en niños que no dominan las riendas de su destino, muchos cayendo en la tentación de buscar padres sobrehumanos en los que encontrar consuelo ante la incertidumbre: intentando alejar esa soledad fundamental que es el madurar, desarrollando un diálogo interior reconfortante, cálido, remoto, anestesiante.

Pero tras esa tentación de la mirada oblicua, cada vez parece prevalecer la renuncia al soslayo, la firmeza del enfrentar lo que hay que ver, pero quizá con menos ansiedades y también con menos entrega. Hoy ya no parece pertinente plantear que nuestra sociedad da completamente la espalda a la muerte, ya no somos esos modernos que estimamos el morir una anomalía, un mero confuso ejercicio impertinente e inevitable. La reflexión sobre la muerte, sin la omnipresencia que tenía en las épocas premodernas, no es ya hoy una rareza. Longevos como tendemos a ser, aún a pesar de los muchos accidentes y despedidas antes de tiempo (si es que hay algún tiempo para la despedida), la perspectiva del morir se convierte en una marcha contra la decrepitud, un lento atenuar los esfuerzos. Es un tópico que nuestra sociedad rinde un culto anegador a la juventud y sus valores. Aprender a apagarse es saber renunciar a los valores de la seguridad en la respuesta del cuerpo, del pensamiento, de la voluntad, la lección de la postmodernidad en este aspecto sería la posibilidad de una más fácil renuncia a la fortaleza: pensar débil, actuar con una suavidad que resiste los años, o incluso que se hace más sutil, más firme con la edad. Liberados de trabajos agotadores, de rendimientos extraordinarios (salvo que nos haya tocado con su varita la genialidad del deportista o del ejecutivo), el apagarse ya no es tan terriblemente humillante, es más fácilmente aceptable.

La vida tan larga y más que se nos promete parece tener un final lejano, pero casi deseable, el del mucho haber vivido y del mucho haberse aburrido lejos de los picos de la fuerza y plenitud. Atrás quedando demasiados años de jubilación, de inactividad, de tedios marcados por lo que no llega todo lo que se desearía, por los olvidos y las renuncias forzadas. Aunque quizá en algunos casos esté despuntando la construcción de una nueva forma de entender la vida, más tendente a modelos en los que la identidad se fragmenta como en los ashrama de la tradición india, donde las últimas etapas, las que se acercan al momento del morir se rigen por criterios diferentes de los del competir, brillar y ser en lo social.
 

En cualquier caso una clave de la razón de la vida parece en cierto modo radicar en la comprensión de la muerte, realidad experiencial (de la que tenemos la cruel experiencia cuando algún ser querido muere) pero no experimentable. Se presentan ante nosotros una serie de modos de gestionar el problema de la muerte que en puro análisis científico habría que incluir dentro de lo imaginario, ¿o quizá no?.

Para contestar de modo negativo a la pregunta habría, por ejemplo, que postular la experimentabilidad de la muerte. Resultaría un tema ocioso e incluso con ribetes absurdos si no dispusiésemos de toda una bibliografía (que casi roza el género literario) que desde una óptica estimada científica (o casi) intenta afrontar ese problema que denominan "vida después de la vida" o también "vida después de la muerte". Al amparo de los avances de la ciencia médica se prodigan los casos de "revenants" (para usar la terminología histórico-religiosa al uso), de muertos vueltos a la vida que narran sus peripecias por los aledaños del más allá (como se expone, por ejemplo, en los famosos libros de Raymond Moody). Experimentados en los caminos de la muerte, mujeres y hombres explican lo que allí nos espera a todos, por lo menos hasta ese umbral clave que dicen no haber podido franquear so pena de no poder volver. Siguen los pasos, por ejemplo y casi como en una repetición, de Er, un panfilio del que cuenta Platón en el final de la República que volvió del inframundo para explicar lo que había tras la muerte (y hacer así más sabios a los vivos). Aunque las narraciones contemporáneas (por ejemplo las de Elisabeth Kübler-Ross) parecen especializarse en los reencuentros con los seres queridos, ofreciendo un más allá tranquilizador que si bien debe actuar como un gran consuelo psicológico (especialmente en los primeros terribles momentos tras la muerte de un ser querido), no deja de tener sus inconvenientes (podríamos encontrar esperándonos a la puerta del más allá a algún enemigo, o a algún pariente indeseado, una buena excusa para volver a la espera de mejor coyuntura). Bromas aparte, la visión del reencuentro de las familias, que con connotaciones en ocasiones fuertemente pasionales (y tórridas, pensemos en esas almas de cuerpos tan perfectos que se unen el el más allá) nos ilustra William Blake, es también un motivo con solera y quizá quienes lo hayan explotado de un modo más sistemático hayan sido los miembros de la Iglesia de los Santos de los Ultimos Días (Mormones) en cuyo ideario se incluye un más allá en el que las familias no sólo se reencuentran sino que incluso pueden seguir acrecentándose.

Ya como consuelo psicológico o como vía de sabiduría (como por ejemplo exponen Brian Weiss o los estudios recopilados por Ken Wilber) se caracteriza como real el viaje al más allá (y su retorno tan informativo para nuestros propósitos, o mejor dicho para los de estos autores). Pero siguiendo a Raymond Moody: ¿podemos estar seguros de la realidad de lo experimentado, de la experimentabilidad de la muerte desde la perspectiva de estos estados de "contigüidad con la muerte" (near-death)?. El repaso de los argumentos esgrimibles, a mi entender, resulta en última instancia ocioso. Que pueda tratarse de alucinaciones inducidas por la medicación, de estados alterados de conciencia generados por la enfermedad o incluso de estados alucinatorios endógenos potenciados por la segregación de endorfinas como respuesta a una situación de alerta que deriva de la inconsciencia y sus causas, en cualquier caso el producto que podemos estudiar no puede ser analizado más que desde la perspectiva de su caracterización como algo meramente imaginario. Buscar hacer de estas narraciones de experiencias de la muerte demostraciones de la realidad del proceso es plantear una posición demasiado simplista, habida cuenta de la dificultad de definir la realidad que establecen no sólo en algunas de las religiones que trataremos (pensemos en la impermanencia de ciertas escuelas budistas) sino también las disciplinas humanísticas (confusas por necesidad y quizá también por vocación) y hasta la física.
 

Una vez libres de la cuestión de la "realidad" del proceso a analizar se nos presentan dos estrategias a la hora de encarar el tema que nos interesa, que, además, se entremezclan. Por una parte está la perspectiva de las conductas respecto a la muerte y por otra el imaginario de la muerte. Las conductas tienen que ver con el modo en que los vivos gestionan la liminaridad (el carácter limítrofe) de la muerte. El morir desagrega el estatus de una persona, que ha de ser agregado a otra u otras o simplemente anulado. Se generan toda una serie de prácticas rituales de transferencia, de poder, prestigio y riqueza, pero también de presencia (la aceptación paulatina de la desaparición de la persona muerta por medio de la gradación de los mecanismos psicológicos de memoria y olvido), que varían enormemente. Por otra parte, como resultado del modo en que la sociedad encara lo anterior, se conforman toda una serie de constructos imaginarios que, además, pueden hacer de la explicación del proceso del morir pieza clave en la explicación general del mundo (y las normas que lo rigen).

Se llega, por tanto, a una enorme diversidad de posibilidades, que, además, resultan superar en número incluso a las sociedades que las ponen en marcha (la divergencia personal o grupal es un factor a tener también en cuenta en este tema). Sólo los griegos antiguos, de los que, por fortuna, disponemos de una documentación amplia, pusieron en marcha una gran diversidad de caminos de la muerte, ¡cuántos más no habrá habido (y hay) en las sociedades del mundo!.

Desde esta perspectiva unas reflexiones sobre la muerte que intenten no encerrarse exclusivamente en lo que podríamos denominar el mundo occidental pueden resultar un reto imposible de afrontar, porque para establecer cualquier comparación habrá necesariamente que cercenar, simplificar, en última instancia caricaturizar.

Para mantenernos en una cómoda vía media repasaremos, sin afán exhaustivo (que resultaría ridículo visto lo anterior) algunas formas de entender la muerte y de "usar" al muerto que se han puesto en práctica en diversas sociedades del mundo en un viaje por la diversidad que quizá resulte algo confuso porque, evidentemente, no tiene la vocación de desentrañar los secretos de la muerte (extrayendo ejemplos que consoliden una visión o creencia propia). Ante la pregunta ¿qué es la muerte? la contestación es pues una desasosegada (o quizá sosegada), ignorancia a la que se añaden diversos ejemplos de estrategias para encararla.
 

Se repasarán a continuación lo que podríamos denominar algunas estrategias o actitudes en relación con la muerte que corresponden a culturas diferentes y también a diferentes formas de entender el mundo.

La primera consistiría simplemente en aceptarla como un término biológico. Correspondería a una filosofía de la vida que niega cualquier supervivencia tras la muerte al margen de la memoria. La muerte habría de ser asumida como un imperativo más de la vida, entendida como un proceso biológico sin ulterior finalidad o incluso necesidad de explicación. Sin un más allá que plantear como meta, la razón de la existencia del hombre no diferiría en última instancia de la de los demás organismos vivos del planeta. En mayor o menor grado esta forma de entender la muerte corresponde a un modo de pensamiento ateo.

Otra posición, ilustra un modo de entender el mundo que trastoca la escala de valores habitual entre vida y muerte, otorgando a la segunda la preeminencia. Algunos grupos gnósticos de la antigüedad, por ejemplo, planteaban que el mundo era la obra de un demiurgo descarriado, de un dios creador de connotaciones negativas. El alma del hombre, que tenía otro origen (verdaderamente divino), se encontraba encarcelada en esta obra imperfecta que era el cuerpo (vector de la materia). Pero frente a otras teorías que encontraban en el cuerpo (aunque prisión) y el mundo (aunque imperfecto) algún interés en la vía de perfección del alma, estos gnósticos radicales planteaban la inutilidad de la existencia terrena, que lo único que conllevaba era un progresivo envilecimiento y una peligrosa materialización del alma pura. El camino seguido por alguno de ellos fue por tanto estimar la muerte como la única vía para superar esa prisión sin razón, valorándola así como un paso imprescindible en el acceso a una verdadera vida. La inversión de valores vida/muerte, de la que hay ejemplos en otras culturas, se radicaliza en el caso de estos grupos gnósticos que se ven abocados a buscar la muerte como única vía de vida.

Esta visión de la muerte formaría parte del anecdotario histórico si no existiesen en la actualidad algunos movimientos religiosos que predican doctrinas bastante semejantes. Los suicidios colectivos, por ejemplo de los miembros del grupo denominado "Templo Solar", se pueden inscribir en la senda de este tipo de ideología de exacerbación de los valores del morir. El grupo llamado "Puerta del Cielo" que en marzo de 1997 optó por un suicidio colectivo de la casi totalidad de sus miembros, había apostado por una inversión de los valores vida-muerte comparable. Al estimarse pertenecientes al "Reino del Cielo" (se creían seres de un nivel de evolución superior al humano y de origen extraterrestre), y al estimar su líder que habían cumplido su misión en la tierra, optaron por la verdadera vida, que para el mundo imaginario que habían ideado consistía en abandonar sus cuerpos humanos para tomar otros cuerpos más perfectos en el "Reino del Cielo". Vida fue lo que ante nuestros ojos insensibles a sus argumentos no es más que muerte, cuerpos fríos y sin movimiento. Queda propuesta la pregunta, inevitable y válida para tantas otras construcciones imaginarias producidas por las diferentes sociedades humanas: ¿quién distorsiona la mirada?. En este caso los únicos ojos con capacidad de ver resultan ser los nuestros.

En otros casos, como por ejemplo entre los renunciantes jainas, la búsqueda de la muerte puede actuar como un reconocimiento del acabamiento de todo lo que la vida puede ofrecer, resultando inutil la permanencia en ella. Se trata de una vía de búsqueda de la muerte algo diferente a la anterior porque no se emprende como una condición previa para la verdadera vida, sino como un término de una existencia en la que el mundo fenoménico ha ofrecido todo lo que podía dar y por tanto la comprensión de la verdadera naturaleza de la muerte ya se ha experimentado y asumido.

En cualquier caso, todas estas búsquedas de la muerte plantean serios problemas jurídicos en el mundo actual pues ponen a prueba la tolerancia social frente a prácticas autodestructivas que rozan los límites de la libertad personal (un choque difícilmente resoluble entre la libertad religiosa y el derecho a la vida).

Otra vía de escape frente a la alteridad de la muerte consiste simplemente negar su existencia. En este caso la construcción mental que se requiere establecer no resulta sencilla puesto que obliga a poner en duda lo que parece obvio. Utilizaremos para ilustrarlo dos ejemplos tomados de religiones orientales.

En diferentes escuelas del budismo se suele defender el carácter ilusorio de la muerte con un argumento radical. Para experimentar la dualidad vida-muerte es necesario postular la existencia de un sujeto que percibe ambos fenómenos. Al negar caracteres permanentes al yo (y a todo el mundo fenoménico), se opta por no reconocer el estatus específico de la muerte como término. Cada instante es un término, cada instante es en cierto modo una muerte y una reencarnación. Todo lo que se manifiesta en el mundo forma parte del reino de la ilusión (incluida la muerte) y el único camino de trascender la impermanencia es modificar el registro e ingresar en el mundo verdaderamente real de la no-muerte que es nirvana. Por tanto lo que comunmente se entiende por muerte no resulta ser menos ilusorio que lo que se entiende por vida y el único medio de comprenderlo es salir de ese reino de confusión. Este postulado filosófico resulta curiosamente compatible con toda una estrategia de enfrentamiento a la muerte, como la que, por ejemplo, aparece el el Libro de los Muertos tibetano. Tras el minucioso análisis del proceso de la muerte y de sus fases imaginarias que más adelante comentaremos subyace la idea de que igual que el mundo material, los mundos mentales (o lo que sean) post-mortem no son sino construcciones ilusorias, como todo lo que no es nirvana.

Aún más chocante resulta la aproximación taoísta puesto que plantea que para ciertos individuos la muerte puede ser plenamente negada, lo que implica que en nuestro mundo moran en la actualidad personajes que no han muerto y que, por tanto, tienen cientos o miles de años. El inmortal taoísta, capaz de numerosos prodigios tiene en su mano la llave de la vida eterna. Empleando diversas técnicas que van desde la dieta (también la ingestión de alimentos particulares, como el hongo de la inmortalidad) y el ejercicio a las prácticas sexuales, la meditación, la alquimia o el simple uso de talismanes, consigue que el cuerpo no se deteriore y que esencia (ching) soplo (ch'i) y espíritu (shen) no sufran menoscabo. Al conseguir mantener los espíritus internos en equilibrio, el cuerpo no se deteriora y se alcanza la inmortalidad. Siguiendo a Maspéro, en la fisiología mística taoísta el cuerpo resulta ser el único principio que ofrece unidad a todos los componentes de índole espiritual que lo forman, no existe un alma en la que radique el yo, sino que éste nace de la conjunción de los espíritus internos, la esencia, el soplo y el espíritu (y otros principios más). Disgregado el receptáculo (el cuerpo) la supervivencia resultaba imposible y por ello los taoístas generaron una vía a la inmortalidad un tanto particular y contraria a todos los principios comunes: una inmortalidad física que para ellos resultaba la única verdaderamente eficaz. La muerte se podía, por tanto, negar, aunque solo unos pocos tenían la suficiente constancia y suerte como para conseguirlo y además, resultan tan particularmente ariscos, que nadie, que se sepa, ha conseguido entrevistarlos de un modo que nos permita estimarlos algo diferente que seres plenamente imaginarios.

Algunas sociedades no parecen haberse molestado en explicar el porqué de la muerte. Por ejemplo entre los griegos (por lo menos hasta un cierto momento) el destino del hombre era morir simplemente porque el ser humano se definía justamente como mortal, seña de identidad frente a los inmortales, que resultaban ser los dioses. El Hades de los poemas homéricos se nos muestra como un lugar de aniquilación y total disminución del que no había medios prácticos de escapar. Tampoco el tiempo parecía contar en un mundo en el que el muerto no resulta tener el menor poder de decisión. Sin duda se trató de una caracterización del más allá muy útil desde el punto de vista de los que quedaban vivos, puesto que no podían temer nada de tan disminuidos difuntos. Un más allá como el homérico, que en realidad solo pueblan aristócratas (es decir hombres de poder cuando estaban vivos, que hubieran podido generar muertos también muy poderosos) se imaginó como un receptáculo sin atractivo y sin brillo como medio de liberarse justamente del prestigio de tan ilustres difuntos. La muerte venía dictada por el destino o la voluntad de los dioses, no necesitaba más explicación que su asunción. No es de extrañar que junto a este más allá tan inexorable, algunos griegos imaginasen alternativas más halagüeñas, como las Islas de los Bienaventurados o incluso la propia divinización como luego veremos.

Este modelo que podríamos denominar "homérico" de aniquilación parece que no fue ajeno a algunos otros pueblos, por ejemplo de Mesopotamia. En el judaísmo, las doctrinas de los saduceos, que negaban la resurrección de los muertos y la inmortalidad del alma también se asemejaban a esta forma de ver la muerte que parece que prefirieron gentes de un nivel social elevado para los que resultaba más necesario aniquilar el estatus del muerto que tener que soportar la angustia de un destino tan aciago (quizá porque la vida les daba un poder, riqueza y placer que transformaba en inútil cualquier intento de posponerlos para la "vida" después de la muerte).

La muerte en muchas ocasiones se convierte en un complejo proceso que hay que cumplir con cuidado para que desde el punto de vista ritual tanto el grupo social como imaginariamente el muerto (que evidentemente se manifiesta por medio del primero) se den por satisfechos. Saber gestionar la muerte se convierte en la clave, y las ceremonias fúnebres, por tanto, han de ser realizadas correctamente para que el tránsito se "materialice" y el difunto pase a una nueva posición y su estatus se transfiera a su sucesor o se disuelva en el seno del grupo.

La complejidad de las ceremonias resulta muy variable de unas sociedades a otras. En algunos casos los ritos fúnebres toleran estados liminares extremadamente dilatados (incluso de varios años) en los que el muerto biológico todavía no se estima muerto ritual y por ello ha de satisfacer diversos compromisos con los vivos, como por ejemplo banquetes y repartos de regalos. En ciertas sociedades, cuanto mayor prestigio y estatus tenía el difunto, más elaboradas y complejas resultan estas ceremonias que culminan cuando todos (o la mayoría, o los más poderosos) de los que podían tener algo que esperar de la transferencia de estatus se dan por satisfechos. La merma de los bienes del difunto que se invierten en celebraciones y regalos redunda en una menor herencia por parte del adjudicatario del puesto social del muerto, dándose el caso que, en situaciones en extremo conflictivas, nada o casi nada quede para el heredero. Y aún cuando la situación haya podido regularse ritualmente de modo satisfactorio, en algunas sociedades se mantienen mecanismos de control sobre el modo de actuar del heredero, que evidentemente cuenta con su estatus personal previo al que se añade lo que se le ha permitido acumular del difunto, transformándolo así en un personaje con mayor poder (y por tanto potencialmente más peligroso). Una salida airosa a una situación de abuso de poder por parte del heredero es la aparición de un fantasma vengador clamando contra la incapacidad de su sucesor. Si el grupo social se siente solidario con el fantasma (se trata evidentemente de un mecanismo de control social) tomarán relevancia estas acusaciones y mayor será el número de los que se sientan concernidos por el espectro vociferante, hasta que el heredero haya de modificar su actitud o sufra una desposesión como indigno de la herencia.

Y es que en muchas sociedades se acepta con dificultad que el estatus que un hombre ha alcanzado al final de su vida pase a otro más jóven que no ha ofrecido suficientes contrapartidas al grupo social, por eso pueden acudir legiones de parientes para compartir larguísimos y costosos banquetes fúnebres hasta que el grupo estime que lo consumido equilibra las relaciones de estatus rotas tras la defunción.

Gestionar correctamente la muerte permite por tanto que el difunto a la par que va descarnándose y transformándose en cadáver (en algunos casos ante los ojos de la asamblea de festejantes), vaya aceptando entrar en el reino de los muertos desde el que, en vez de aparecerse como fantasma airado, justamente actuará en sentido contrario aportando prosperidad a su pueblo.

La gestión correcta de la muerte transforma al difunto en un miembro útil del grupo, aunque viva alejado o sus despojos se guarden en la casa de los antepasados. Metamosfoseado en un ancestro benéfico protege y genera bienestar, un bienestar que visto desde otro ángulo quizá justamente radique en que nadie en el grupo social tenga suficiente poder como para imponer su voluntad en contra de la voluntad del grupo. De ahí que una característica de muchas sociedades en transición hacia una jerarquización fuerte sea la discriminación en el valor de los difuntos y la anulación del control grupal sobre los funerales de los más importantes. En algunos casos se tuvo que romper radicalmente con el mecanismo imaginario de la apelación al fantasma airado, quizá sea esta una de las posibles razones de que en el Hades homérico los muertos estén tan disminuidos, para que nadie pudiese invocar su aparición como medio de control social de las decisiones de los aristócratas, aún a costa de hacerlos unos inútiles, incapaces de ayudar a sus antiguos parientes y amigos ahora completamente a merced de unos dioses tan arbitrarios y todopoderosos como los aristócratas (de los que no parecen ser más que un reflejo).

Pero esa pérdida de valor del muerto correctamente muerto no se produjo en todas partes. Por ejemplo entre los germanos y escandinavos, donde, no olvidemos a Hamlet, los difuntos, podían aparecerse airados para desenmascarar a herederos indignos, ciertos tipos de muertos seguían teniendo un valor añadido, aunque solamente fuese en el mundo imaginario del final de los tiempos. Los guerreros muertos en batalla (correctamente muertos por tanto) pasaban a formar parte de las huestes de Odín en Valhöll, donde esperarían al Ragnarök, momento terrible en el que habrían de luchar contra las fuerzas de la destrucción ayudando a los dioses en el incierto enfrentamiento. Difuntos benéficos a fin de cuentas, en una sociedad como la germana para la que la guerra tenía una valoración ideológica mayor que cualquier otra actividad. La buena muerte (aunque nosotros la definiésemos como mala muerte) era para ellos caer en la violencia del combate; les abría las puertas de un agitado pero placentero paraíso.

Aunque entre los héroes homéricos la muerte en combate también se caracterizada como la más honrosa y deseable, sus consecuencias no eran nada halagüeñas, el mejor guerrero de aquellos tiempos, Aquiles, se quejaba de estar en el Hades, disminuído e idiotizado. Y si este era el destino del mejor (si excluimos a algunos muy privilegiados como Menelao o Heracles) es comprensible que se buscase algún camino de escape al infortunio.

Nos interesa una de estas vías, la órfica (o mistérica o órfico-báquica), porque tal y como nos la muestran las láminas de oro encontradas en diversas tumbas del mundo griego, se basaba justamente en ser capaces de gestionar la muerte de modo correcto. En estas láminas se puntualizan los itinerarios y los actos y palabras adecuados para no perderse en los caminos de la muerte e ingresar en una más allá de total felicidad. Nada se dice de haber cumplido una vida heroica ni de haber vivido según una moral estricta; lo único que importa es conocer las palabras justas, las direcciones correctas y las abstenciones procedentes para sortear un viaje al más allá que termina en el terrible Hades solo para los incautos que no pertenecen al grupo (en este caso no ya un grupo social sino uno religioso). "De hombre serás dios" dice alguna de la láminas, mientras que en otra se promete una ceremonia dionisíaca sin fin a los adeptos que son capaces de mantener clara la memoria y no caer en la trampa del olvido y muy probablemente del ciclo absurdo de las reencarnaciones.

Saber gestionar la muerte, una actividad fundamental en tantas sociedades, se convierte para los órficos en mera práctica imaginaria que, además, para que los adeptos no vayan a equivocarse, se les recordaba por medio de esas láminas de oro que justamente nos permiten a los modernos enterarnos de que pensaban así. La pertencia al grupo religioso era lo que aseguraba la gestión correcta de la muerte, un saber de unos pocos, nuevos aristócratas de la religión que creían poder dominar a una muerte que se imaginaba como una mera trampa. Estos órficos, además de proclamar los medios del bien morir, daban un significado al proceso (dentro de un modelo de reencarnaciones que, por desgracia, no conocemos todo lo bien que hubiésemos deseado), sirviendo de puente con lo que ahora repasaremos.

Frente a las explicaciones de la muerte que hemos visto hasta ahora y en las que el significado último del morir no quedaba claro o no brillaba en un primer plano, en muchas otras sociedades se produce una reflexión que intenta dar sentido tanto al morir como también al vivir.

La mayoría de los grupos hinduístas y budistas aceptan que la muerte no es un límite radical sino que, por el contrario, encuentra su verdadera razón de ser en una estrategia en que vida y muerte se repiten. Enlazado en un inmenso ciclo de reencarnaciones el ser humano ha de vivir y morir con la finalidad de experimentar y perfeccionarse. La muerte es pues un estado transitorio a la espera de una futura encarnación que le lleve a asumir un nuevo reto de vida (quizá ser monarca, o pobre miserable o animal o varón o mujer o espectro famélico o dios, dependiendo de los méritos y aprendizajes acumulados en anteriores existencias) o quizá a llegar a comprender lo terrible de tal baile de vidas y muertes (que dura desde hace tanto tiempo que cualquiera de nosotros ha sido padre e hijo, madre e hija en anteriores reencarnaciones de cualquier otro u otra) y buscar escapar de él. Este modelo de muerte y vida parece resultar un sedante social, el pobre de hoy, miserable y sometido es hijo de sus errores del pasado, de víctima pasa a verdugo, fue poderoso en una vida anterior y ahora paga sus desmanes, como lo hará en el futuro el que ahora tiene el poder. El cambio social no es pertinente pues los valores de la vida en cuanto que juego dde roles se desvirtuaría. De ahí que resulte un modelo muy satisfactorio para los poderosos, para el mantenimiento de las desigualdades y las miserias. Pero también porta en su seno su propia superación, el mal rico sufrirá como miserable, luego conviene atinar y cumplir con el propio dharma, y hay aún más. Esta vía no lineal de perfección puede romperse por la voluntad constante de buscar la liberación (la ruptura con los lazos engañosos de samsara) de salir fuera del río de reencarnacines y acceder a la liberación por la renuncia de lo mundano. Así a la par que se niega la muerte en diferentes formas de budismo, como vimos, se realizan toda una serie de esfuerzos para potenciar la liberación, y si esto no resulta posible, cuando menos para gestionar lo mejor posible el proceso. El budismo tibetano nos ofrece el ejemplo más elaborado y quizá la más fascinante aproximación a un constructo imaginario de la muerte en la historia de las culturas humanas. En un tratado específico (que los occidentales titulan Libro de los Muertos tibetano) se explican los pasos por medio de los cuales el muerto progresivamente va entrando en estados liminares (bardo en tibetano) en los que si posee suficiente claridad y voluntad puede alcanzar la liberación que surge de la comprensión de lo ilusorio de los mismos y también de la propia díada vida-muerte. Con el detalle de una obra científica se estudia el procedimiento del morir y los estados mentales que acompañan a este delicado momento en el que al difunto le asaltan progresivamente visiones terribles o agradables que le incitan a emprender la vía de la liberación o le aturden de tal modo que se adentra progresivamente en la construcción de mundo ilusorios de todo tipo. Si no alcanza a extinguir su apego por el mundo, en todo este proceso que puede durar semanas, el difunto viajero se verá abocado tras otras diversas vicisitudes y visiones a experimentar la nueva liminaridad de la vuelta a la vida en alguno de los seis reinos que forman la construcción ilusoria que nos tiene atrapados (el de los dioses, de los asura, los hombres, los animales, los espectros famélicos o el infierno). Se vuelve a repetir la existencia que en forma de "preciosa reencarnación humana", como la denominan los tibetanos, resulta ocasión mejor que en cualquiera de los otros reinos para emprender en vida la liberación o aprender lo suficiente como para gestionarla correctamente a la hora del bardo de la muerte.

Desde una perspectiva de tantas existencias concatenadas el significado último de la muerte (y también de la propia vida) no es otro que avanzar hacia la liberación emprendiendo una vía de conocimiento que tiene una larguísima proyección. Por el contrario, en toda otra serie de culturas y de formas religiosas, el reto y la solución se ciñen a una sola, que se convierte en "camino para la otra que es morada sin pesar".

En el cristianismo, el islam o el mazdeísmo todo se juega a una única carta, la de la presente existencia que se convierte en un periodo de prueba en el que se decide lo que habrá tras la muerte, aunque no de un modo inmediato. Porque en todos los casos se plantea un término al mundo que no es exactamente el de la vida individual. Aunque pocos cristianos crean ya realmente en ello, el pago por los actos realizados durante la vida, no se producirá más que en momento escatológico en el que quedarán separados buenos y malos, en un juicio final localizado justamente al final de los tiempos. El sentido de la muerte no es otro, por tanto, que el de servir de término a un cauce de actos que forman la vida y que, tras una liminaridad, que dura ya bastantes siglos, se resolverán en terrible castigo o resurrección, incluso de la carne. Los mazdeístas son los que en este aspecto han presentado una doctrina más ordenada: la resurrección de los justos, se hará en dos tipos de cuerpos, en la flor de la juventud o en la fuerza de la edad, no habrá niños ni ancianos, con lo que la decrepitud y la inmadurez no cabrán en el mundo perfecto tras el juicio final.

Al margen de lo anecdótico por una parte y de la variabilidad (la iconografía ofrece múltiples posibilidades de representaciones del más allá, por ejemplo en el cristianismo, que pueden no adaptarse a lo que se ha expuesto anteriormente), la idea que subyace en esta ideología de la muerte es que la conducta en la vida ha de regirse por la opción del bien (sin grandes matices) si se quiere acceder a la morada celestial. De todos modos, dado que la noción del bien ha resultado tan variable en la historia de estas religiones, la rigidez teórica del modelo se ve en la práctica anulada o muy mitigada, salvo que se acepten las interpretaciones ortodoxas que permiten, por ejemplo, a algunos radicales plantear la inmediatez del ingreso en el paraíso si se lleva a cabo una acción heroica en defensa de la fe como puede ser la de exterminar a algunos enemigos.

Como la mayoría de las anteriores, esta forma de imaginar la muerte se convierte en un arma para ordenar la vida, y en las sociedades que lo han tolerado, los que detentan las llaves de la buena muerte han acumulado una capacidad muy notable de decisión sobre las acciones de los que estaban sometidos a ellos. Para algunos de estos poderosos, la muerte pudo cobrar un nuevo significado: el de instrumento de dominación.
 

Aunque en nuestras sociedades modernas resulte cada vez menos social y por tanto más íntima, la muerte tiene tantos significados, que termina resultando inexplicable. Reflexionar sobre ella acaba abocando a ese desasosiego de lo desconocido cuya solución, en este caso, parece no ser otra que mirar hacia otro lugar, lejos del espejo que nos refleja como cadáveres futuros, desviando necesariamente los ojos, como hizo el mítico Perseo, de esa mirada petrificadora de la muerte.
 
 
 

Orientaciones bibliográficas
 

Una versión previa de este trabajo se encuentra publicada bajo el título de "Reflexiones transculturales sobre la muerte y el morir" en Bitarte 17 (1999), 53-66. Para una bibliografía más específica consúltese F. Diez de Velasco, Los caminos de la muerte, Madrid, Trotta, 1995 (con desarrollos sobre el mundo griego); J. Bowker, Los significados de la muerte, Cambridge U.P., 1996 (1991) o las bibliografías (especialmente en lo referido a religiones orientales) en F. Diez de Velasco, Introducción a la historia de las religiones. Hombres, ritos, Dioses, Madrid, Trotta, 2ª ed. 1998. Para los grupos actuales (como "Puerta del Cielo") véase F. Diez de Velasco, Las Nuevas Religiones, Madrid, Ed. del Orto, 2000. Para el taoísmo es fundamental H. Maspéro, El taoísmo y las religiones chinas, Madrid, Trotta, 1999 (1971) y para el budismo la traducción de Ramón Prats del Libro de los Muertos tibetano, Madrid, Siruela, 1996; también J.L. de León Azcárate, La muerte y su imaginario en la Historia de las Religiones, Bilbao, Universidad de Deusto, 2000. Para una reflexión general sobre la muerte como rito de paso destaca el clásico de A. van Gennep, Los ritos de paso, Madrid, Taurus, 1986 (1909); también R. Hertz, La muerte y la mano derecha, Madrid, Alianza, 1990 (1909-1917) o los más recientes de L.V. Thomas, La muerte. Una lectura cultural, Barcelona, Paidós, 1991 (1989); L.V. Thomas, Antropología de la muerte, México, FCE, 1983 (1975) o J. Baudrillard, El intercambio simbólico y la muerte, Buenos Aires, Monte Avila, 1980 (1976), entre una bibliografía muy numerosa. Sobre el más allá destacan: I.P. Couliano, Más allá de este mundo. Paraisos, purgatorios e infiernos: un viaje a través de las culturas religiosas, Paidós, 1993 (1991); C. Mac Danell/ B. Lang, Historia del Cielo, Madrid, Taurus, 1990 (1988). Son interesantes, como proyecto de un libro nunca escrito las rápidas sugerencias de M. Eliade, Ocultismo, brujería y modas culturales, Barcelona, 1997, 49-67. De entre la numerosa bibliografía sobre la "vida después de la muerte": B. Weiss, Muchas vidas, muchos maestros, Madrid, Ediciones B, 1995 (1988); E. Kübler-Ross, La muerte: un amanecer, Barcelona, ed. Luciérnaga, 1989 (1987); E. Kübler-Ross (y otros), Sociología de la muerte, Sala ed., 1974; K. Wilber (y otros), ¿Vida después de la muerte?, Barcelona, Kairós, 1992 (1990); A. Toynbee (y otros), La vida después de la muerte, Barcelona, Edhasa, 1977 o R.A. Moody, jr., Vida después de la vida, Barcelona, Edaf, 1984.