Las religiones en un mundo global: retos y perspectivas

Copyright: Francisco Diez de Velasco. Texto íntegro de la lección inaugural del curso 2000-2001 en la Universidad de La Laguna, pronunciada el 29 de septiembre de 2000.

Excelentísimo Señor Presidente del Gobierno de la Comunidad Autónoma Canaria
Excelentísimo Señor Rector Magnífico de la Universidad de La Laguna
Excelentísimas e Ilustrísimas Señoras
Excelentísimos e Ilustrísimos Señores
Miembros de la Comunida Universitaria
Señoras y Señores:

Plantear una reflexión de carácter general sobre el complejo tema de las religiones en nuestro mundo global requiere por una parte alguna consideración general que atañe al punto de vista que la encardina y por otra una excusa previa. Esta última tiene que ver con la ambición de lo que se expone, solamente un intento, necesariamente personal y que necesariamente dejará factores olvidados en la irrespetuosa criba que resulta ser toda labor de síntesis, máxime cuando se dedica a un asunto tan sensible como el de la religión.
La puntualización atañe al uso en el título del plural religiones, que en cierto modo resulta una declaración programática: en el mundo actual, marcado por la combinación entre globalización, que potencia las identidades comunes (la consecución de un modelo unitario), e identidades locales, donde se potencia la riqueza de las diferencias culturales, ideológicas y de todo tipo, la diversidad se manifiesta en toda su fuerza, puesto que la perspectiva global convierte las diferencias en factores de los que resulta imprescindible tomar conciencia.
En el tema que nos interesa, la consideración más que sobre el fenómeno de la religión de modo genérico, tiende a derivar por el peso de los hechos hacia las intrincadas sendas de la pluralidad. No se puede pensar la religión, con la mirada puesta en el pasado pero sobre todo en el hoy, ni enseñarla en un ámbito con vocación de universalidad y neutralidad como es el universitario, sin la mención a un mundo en el que, de modo progresivo, los marcos referenciales han estallado.
Mirar solamente desde la certeza de lo que se estima "nuestro" (un concepto por otra parte bien cambiante) resulta incapacidad para comprender y un flaco servicio a las generaciones que tenemos la obligación y el privilegio de intentar enseñar a entender un mundo en mutación donde el conocimiento global resulta una herramienta imprescindible, también para ser capaces de respetar y aceptar el laberinto de creencias, de religiones que, como las lenguas, configuran la riqueza de las culturas humanas.
De ahí que esta oportunidad que se me brinda de repasar toda una serie de características de las religiones en el mundo actual, aunque resulte un reto ciertamente complicado, sirva para ilustrar en este foro privilegiado, que el estudio de las religiones, desde una óptica que se podría denominar científica, no solo tiene una razón de ser, sino también resulta una enseñanza por la que merece la pena apostar.
Posee interesantes valores formativos tanto en lo relativo a comprender el patrimonio cultural propio (cargado de templos, de ritos, de mitos, de leyendas, de arte y de palabras) como en esa labor imprescindible que es enseñar en la diversidad enseñando la diversidad de un mundo cada vez más uno pero del que cada vez hemos de ser más conscientes de sus diferencias.
Para que quede clara la óptica de este tipo de estudios (que se diferencian netamente de las disciplinas teológicas), hay que plantear que uno de los principales escollos ante el que se enfrenta cualquier trabajo de carácter científico sobre la religión es el del religiocentrismo: una forma de etnocentrismo que lleva a una percepción sesgada o distorsionada que se produce como resultado del peso de las creencias, los modos de pensamiento y en general la ideología religiosa (o no religiosa, o antirreligiosa) de quien realiza el estudio. Algún grado de religiocentrismo es inevitable y la construcción de un marco perfectamente neutral de estudio de las religiones una entelequia; se trata de un problema de grados, pero hay que tomar conciencia de que a partir de un punto la distorsión religiocéntrica puede llevar a una completa incomprensión de lo que se desea estudiar. La mera reflexión que tenga presente la posibilidad de existencia de tal percepción distorsiva es un paso clave para comenzar a mitigar sus efectos, y también para desenmascarar sus manifestaciones a nivel social: las actitudes religiocéntricas son muy comunes, en particular en lo que se refiere a la percepción social de la diversidad religiosa, una de las causas del conflicto religioso, como veremos.
Un primer paso en el intento de construcción de un marco más neutral y menos religiocéntrico pasa por la aceptación de que cada sociedad, incluida la propia, se ha dotado de un conjunto de creencias que, frente a la perpectiva última no histórica (revelada o determinada por factores de carácter no humano) que defienden las diciplinas teológicas, han de entenderse como fruto de la historia, y sus mutaciones comprenderse en el marco de los cambios (económicos, ideológicos, etc.) que se producen en las sociedades humanas.
Siguiendo esta mirada personal que les propongo para adentrarnos en la diversidad de las religiones del mundo actual, partiremos de que la totalidad de las denominadas "grandes" religiones (cristianismo, islam, hinduismo, budismo, sincretismo chino), en las que se incluye a las tres cuartas partes de la población mundial, surgieron en sociedades en las que la agricultura era la base de la economía, y el universo simbólico giraba en torno al ciclo de solsticios, equinoccios y lunaciones, cosechas y siembras y sus ritos y tiempos (que determinan todavía nuestro calendario festivo y sus caprichos, como el vagar de Carnaval y Semana Santa o el ciclo semanal). Otras muchas religiones (las de mayor número en la historia humana aunque su escala sea pequeña), si bien relegadas a ámbitos marginales desde hace milenios y perdurando de modo estancado o en retroceso en el mundo actual, son las más antiguas y surgieron cuando la depredación (la caza y la recolección) era la actividad económica exclusiva. Los grupos humanos depredadores, al extraer su sustento de la naturaleza sin necesidad de manipulaciones complejas, desarrollan en su seno una relación de tipo simbiótico, insertándose en un ciclo vital de cuya estabilidad (entre recursos y población) depende muy directamente la supervivencia; generan un universo simbólico y religioso que se encarga de proteger ese equilibrio vulnerable y actúa como un potente mecanismo que determina la adaptación y la minimización del impacto antrópico sobre el medio ambiente.
Un cambio fundamental, en cuyas consecuencias todavía estamos insertos, se produjo con la implantación de la producción industrial y la progresiva transformación del modelo de sociedad cerrada de base agrícola. Las necesidades de la máquina difieren profundamente de las de la naturaleza y la agricultura, las religiones, al sacralizar ciertas fiestas o ciertos lugares, distorsionándo las leyes del mercado, se estimaban obstáculos "irracionales" frente a la "racionalidad" de los "tiempos modernos". De ahí que la sociedad industrial tendiese a pugnar con los modelos religiosos, enfrentándolos y determinando su mutación (aunque lenta y todavía en proceso).
Un cambio muy reciente, que modela las características de nuestro mundo actual es la conformación de la sociedad postindustrial que se sostiene en una serie de premisas que buscan redimensionar la cosmovisión industrial propiciando un cambio de mentalidades que tenga presente el carácter limitado de nuestro mundo, pero también la incógnita de superación que resulta del desarrollo extraordinario de la ciencia (por ejemplo en la genética) y de las tecnologías de la información. Una premisa es el fin del crecimiento exponencial productivo inducido por condicionantes medioambientales; esta situación conlleva el establecimiento de una segunda premisa que es la necesidad de mitigar la explotación incontrolada (regida por la exclusiva ley del beneficio a corto plazo) para ello parece necesario consensuar una nueva ética mundial que redimensione el papel del ser humano respecto del planeta y de los demás hombres, un código de supervivencia que permita legar a las siguientes generaciones un marco vivencial y convivencial soportable, en el que la voz de las diferentes religiones, dado el peso de los fieles que las siguen, habrá de ser tenida en cuenta. Una tercera premisa tiene que ver con un aspecto muy descuidado en la sociedad industrial y que en las sociedades tradicionales y preagrícolas tenía una cumplida cabida: la mirada hacia el interior. El imperio del beneficio, también en este aspecto, tiene sus límites y la cosmovisión postindustrial tiene en cuenta esa necesidad del individuo de comprenderse que antes ofrecían las filosofías o las creencias religiosas. La sensibilidad hacia el potencial interior humano rompe con la regla de oro del materialismo industrial según la cual bienestar equivale a acumulación. Por el contario, una vez satisfechas las necesidades primarias surgen otras más sutiles y bien conocidas en el pasado como por ejemplo ritmar la vida (para adaptarla a la naturaleza, para hacer comprensible y aceptable el envejecimiento), lo que en las religiones preindustriales era la adecuación a las pautas de un tiempo estimado sagrado. De hecho quizá esta quiebra del modelo industrial o "moderno" en la confección de unas pautas éticas y convivenciales a largo plazo pueda resultar en síntesis lo que ha llevado a que religiones surgidas desde los presupuestos de un mundo ya caduco, como es el de la agricultura, a pesar de mantener rémoras ideológicas incomprensibles, a pesar de haber perdido su papel social estructural en aras de la modernidad, sigan no solo vivas sino incluso en auge.

Quizá la característica más singular de las religiones en el mundo actual tenga que ver con esta perdurabilidad, que a la par se combina con la tendencia a la diversidad, a la variabilidad y a la creciente multirreligiosidad.
En los modelos de explicación del mundo que generaron los pensadores ilustrados en los albores de la industrialización, la religión dejó de jugar el papel de instrumento para comprender, aceptar el mundo y consensuar la convivencia y pasó en ocasiones a la categoría de superstición que podía puntualmente poner trabas a la nueva cosmovisión; así la modernidad vaticinó el final de la religión. Se estaban refiriendo a las religiones que conocían y en particular a las diferentes corrientes cristianas, que habían sido consolidadas en el seno de sociedades de base agrícola y cuyos marcos explicativos se estaban viniendo abajo como resultado del desarrollo del gran producto ideológico de la modernidad que es la ciencia (con su replanteamiento de los orígenes, la historia, el papel del ser humano en el mundo, etc.).
Para los más influyentes materialismos del siglo XIX, a su vez herederos y desarrollo del marco explicativo de la Ilustración, esta posición se exacerbaba. Para Freud la religión era una ilusión, un juego irreal que quedaba superado desde el momento en que el psicoanálisis ofrecía unos instrumentos de interpretación e integración mucho más eficaces que los generados por las diferentes religiones. En consecuencia, los días de las creencias religiosas estaban contados y se imaginaba un nuevo ser humano libre de las caracterizaciones neuróticas y obsesivas del pensamiento religioso.
Otro pensamiento fuerte, dotado de la rotundidad de los evolucionismos unilineales, será el marxismo, para el que la religión es un opiáceo, un paliativo que desvía la mirada, que convierte en soportable un mundo sin corazón, que promete posponer tras la muerte la recompensa, y que hace dóciles, como drogadictos, a los seres humanos para ser pasto, en última instancia, de la impune explotación por parte de los grupos dominantes.
Pero estos dos marcos teóricos en los que la religión quedaba caracterizada de modo radical como un obstáculo se han visto paulatinamente puestos en duda, incluso desde su mismo interior: el método jungiano transformó las religiones en caminos de sabiduría, y, por ejemplo, la teología de la liberación al cristianismo en instrumento para el cambio y la revolución.
Se fue produciendo una quiebra del modelo de evolución que caracterizaba el futuro como no religioso, que construía una línea en la que progresivamente las mejores mentes y luego el resto habían de abandonar por obsoleto el pensamiento religioso:  hoy tenemos claro que no existe una línea única de desarrollo hacia la que tengan que tender todas las sociedades humanas. A la par el asalto moderno a la religión fue mitigándose toda vez que la religión, por una parte quedaba progresivamente relegada al mundo de las opciones individuales, y por otra, que las religiones mantenían su inflencia en muchos ámbitos tradicionales (entre poblaciones rurales y en menor medida entre los habitantes de las ciudades), convirtiéndose en un factor de estabilidad social.
Pero el que el ateísmo no se haya convertido en la tendencia principal, quebrándose las previsiones de los pensamientos modernos, no quiere decir que su impacto sea desdeñable: de hecho el aumento a nivel global tanto del número de ateos como del de no religiosos es notable desde principios de siglo. En lo que respecta al número de ateos los datos estadísticos resultan muy reveladores: en una sociedad en la que son más fáciles de vivir los pensamientos débiles, la opción por el ateísmo, que conlleva el argumento fuerte (el necesariamente fuerte convencimiento) por lo menos de la negación de existencia de Dios (o cualquier ente sobrenatural) y de cualquier perspectiva de perdurabilidad tras la muerte más allá de lo meramente biológico, no es la opción más común, por no resultar cómoda. Además hay que tener en cuenta que desde el desmantelamiento del comunismo real y del endoctrinamiento en favor del ateísmo, que lo convertía en una "religión" oficial (aunque en modo invertido), el número global de ateos es más fiable (rondando los 200 millones, aunque perdura en parte el enigma en China), a la vez que muchos que se denominaban con convicción ateos ahora se encuentran más seguros tras la etiqueta menos exigente de no religiosos.
En la línea de un pensamiento mucho menos fuerte está la identificación como no religioso, que conviene a quien la perspectiva que ofrecen las diferentes religiones no resulta de interés o no es un elemento fundamental en la conformación de la escala de valores y de las prioridades morales o sociales. Los no religiosos han crecido de modo continuo y siguen creciendo a nivel global, superan en número a los hinduistas, por encima de los 800. Donde la proporción no crece responde quizá a que las estadísticas resultan inadecuadas; tal es el caso, por ejemplo, de países musulmanes con religión oficial donde hay un miedo a expresar las verdaderas ideas debido a las represalias o la presión social o familiar y donde el cumplimiento, forzado, tiende a desaparecer si las condiciones se modifican. Pensemos en España y el descenso en los niveles de compromiso con la práctica religiosa tras la disolución del nacionalcatolicismo que lleva a que se estime en la actualidad que el número de ateos y no religiosos supera los 10 millones, aunque muchos puedan ser computados, en calidad de bautizados, también entre los católicos.
Solamente cuando existe de modo consolidado un sistema de libertades en el que quede amparada la libertad religiosa, pueden los individuos escoger de modo libre y consciente una opción religiosa determinada o expresar su rechazo o indiferencia hacia la religión y sus manifestaciones.
Junto al aumento de los no religiosos, otra tendencia que se manifiesta especialmente en Europa, y en muchas zonas, particularmente urbanas, de América y Asia, aunque las cuantificaciones resultan muy difíciles de establecer, es la tibieza en las prácticas y el compromiso religioso. Se está produciendo un descenso paulatino de los niveles de cumplimiento desde hace cuatro décadas, éste se limita en algunos casos a los ritos de paso principales (el nacimiento, la muerte, en menor medida el matrimonio), pero descuida las prácticas continuadas. Lo interesante de los perfiles de estos fieles poco cumplidores es que, si se les pregunta, afirman identificarse con una afiliación religiosa específica, aunque la entiendan de un modo laxo en el que caben, en muchos casos, puntos de vista personales en ocasiones bien alejados de las opiniones de los jerarcas y responsables religiosos.
Se está configurando así un mundo en el que la diversidad religiosa no solo se manifiesta en la presencia de religiones muy diferentes (a las que hay que añadir el ateísmo y las opciones no religiosas), sino también en una variedad cada vez más atomizada en los modos de entender el compromiso religioso dentro de cada religión, donde las opciones individuales son las que progresivamente priman. Se trata de una tendencia en cierto sentido lógica: el mundo moderno ubica al individuo en el centro de la escala de valores que lleva, en lo que respecta a la religión, a desdotar progresivamente de peso a las manifestaciones colectivas. La religión tiende a transformarse en una seña de identidad menos grupal que puramente individual, de ahí que la sociedad actual puede llegar a parecer menos religiosa que las del pasado. Para calibrar correctamente esta cuestión habrá que tener presente que los comportamientos religiosos computables socialmente son cada vez menos notables y que la esfera de lo privado es muy difícil de penetrar, máxime en cuestiones que atañen a ese núcleo interior (a veces rodeado de incertidumbres e incongruencias) que resulta ser lo que se cree. Por otra parte este sesgo individualista, abre la posibilidad de nuevos horizontes y puntos referenciales, adaptados a las necesidades personales: característica de nuestro mundo actual es la tendencia al sincretismo, al mestizaje que encuentra referentes en muy diferentes culturas y épocas. Se potencia una religión de la búsqueda interior, muchas veces sin rumbos fijos, en la que las opciones individuales pueden llegar a ser tantas como fieles, de tal modo que para algunos se produce una quiebra de los instrumentos de análisis llegando a plantear que no se trataría por tanto de verdaderos fieles ni tampoco de verdaderas religiones. Esta postura no parece tener en cuenta que, aunque imperceptibles y cambiantes como los individuos que las profesan, en algunos casos sin conciencia de hacerlo, estas formas religiosas casi transparentes resultan definitorias de una tendencia de futuro y afinar los instrumentos para conseguir analizarlas es un reto clave para el estudioso.
Pero también hay que ser conscientes de que la religión puede resultar una seña de identidad de tal calibre que el compromiso religioso tenga un valor social añadido suficiente como para que las tendencias hacia el individualismo religioso se anulen. Así, por ejemplo, frente a los niveles mínimos en la práctica religiosa que se detectan en Inglaterra, en el Ulster la práctica religiosa invierte la magnitud (frente al 10% de cumplidores en Inglaterra, en el Ulster el porcentaje casi alcanza el 90%) justamente porque se convierte en una auténtica seña de identidad: ser católico y cumplir el precepto dominical es un acto social que ubica al que lo lleva a cabo en una comunidad individualizada bien diferenciada de esa otra comunidad enemiga y percibida como invasora que se identifica con las iglesias episcopaliana y presbiteriana. Los niveles de cumplimiento religioso activo son equivalentes en las dos comunidades enfrentadas de católicos y protestantes del Ulster y también en la vecina República de Irlanda. Para los irlandeses, lo mismo que para los católicos del Ulster, el catolicismo es una seña de identidad diferencial frente a los ingleses y un arma de confrontación de primer orden, algo parecido ocurre con los protestantes del Ulster. Por su parte, en Inglaterra esta proyección social de la religión no se manifiesta y las iglesias están vacías.
Frente a este potencial de identificación y conflicto que retomaremos más adelante, se está produciendo en el mundo actual un fenómeno de carácter inverso: la aceptación de la diversidad religiosa por parte de la mayoría de las religiones. De la reflexión sobre la incapacidad de ninguna de las religiones mayoritarias para convertirse en universal y completamente hegemónica se ha consolidado con fuerza en los últimos cuarenta años la tendencia al diálogo interreligioso. La necesidad, a la par que la inevitabilidad, de la diversidad han diseñado un marco de respeto, que entre los católicos tuvo un hito clave en el Concilio Vaticano II. Redimensiona la mirada hacia lo diferente de un modo que potencia las identidades y los motivos comunes frente a las diversidades y los posibles focos de divergencia. El ecumenismo, que busca la unificación entre los diferentes cristianismos secularmente enfrentados, o el diálogo interreligioso, particularmente notorio entre cristianismo y religiones orientales (y en especial el budismo) abren una perspectiva nueva tendente a la convergencia, pero que, a su vez, obliga a replantear todo el fenómeno misionero y los esfuerzos por propiciar la conversión, que se enfrenta a críticas que ponen en duda su legitimidad, tanto en el mundo de hoy como en retrospectiva en el pasado (quedando en entredicho la evangelización cristiana en América y en África).
La convergencia no se manifiesta solamente en encuentros y foros comunes, como el centenario Parlamento Mundial de las Religiones, sino también en la posibilidad de explorar ciertos caminos característicos de religiones diferentes sin renunciar a la propia. Las técnicas meditativas de tipo oriental se utilizan por grupos de cristianos (son numerosos los intentos de adaptar la disciplina interior del budismo zen) y surgen maestros que tienden puentes entre diversas tradiciones espirituales (aunque en ocasiones sean puestos en tela de juicio, como ha sido el caso de Anthony de Mello) o incluso que defienden un catolicismo que no renuncia a las perspectivas budistas, hinduistas y de otro tipo en complejas síntesis que resultan tan sugerentes como las de Raimón Panikkar.

Caminos comunes, religiones personales, diversidad de opciones y un marco general de libertad religiosa propician que a nivel global y en la perspectiva del futuro se esté multiplicando el fenómeno de la multirreligiosidad, la conformación de sociedades en las que la diversidad religiosa se convierte en una característica definitoria o cuando menos en tendencia acusada. Esta ha sido la opción que caracterizó a los Estados Unidos desde sus orígenes como nación, una libertad de creencias estimada como regla principal en el modelo de convivencia que ha llevado a que los fenómenos de discriminación religiosa se minimicen y quepa la posibilidad de que florezca una enorme diversidad de opciones tanto de carácter tradicional como de carácter nuevo. Estados Unidos, junto con Japón son las patrias de la gran mayoría de las nuevas religiones, que presentan en muchos casos idearios adaptados a las características del mundo moderno y tienen en cuenta el peso del individualismo, las tendencias al sincretismo o la preeminencia otorgada a las interpretaciones científicas. De esta adaptación al mundo actual nace la fuerza de su impacto y su crecimiento muy notables; en ocasiones empleando técnicas proselitistas que buscan las conversiones con muy modernos criterios que se calcan de las estrategias empresariales de expansión de mercados que desarrollan las corporaciones multinacionales.
La multirreligiosidad tiene en Estados Unidos no solo un modelo, sino también un defensor comprometido (como muestran los informes anuales del Departamento de Estado relativos a la libertad religiosa en el mundo); desde el final de la guerra fría y la disolución del bloque comunista (y del contramodelo ideológico que defendía en el que la religión no tenía cabida), esta tendencia no tiene rival y las grandes ciudades a lo largo de todo el globo (si exceptuamos los países islámicos) tienden progresivamente a parecerse a las ciudades norteamericanas donde conviven iglesias en múltiples variedades, centros de oración, meditación, sinagogas y otras muchas opciones configurando un mosaico variopinto acorde con el caracter multicultural hacia el que tienden las metrópolis mundiales.
La multirreligiosidad resulta por tanto la tendencia principal en nuestro mundo global y en su desarrollo resultan ingredientes principales la inmigración y la conversión, que pasaremos a revisar de modo sintético.
Característica de nuestro mundo finimilenar es la multiplicación de los movimientos migratorios en todas las direcciones, que son un factor básico de multiculturalidad; pero además los inmigrantes, al amparo de la libertad religiosa, no tienen (o no debieran tener) que renunciar a su religión de origen en sus nuevas patrias de adopción. El extraordinario crecimiento del islam en Alemania (ronda los 2 millones) o Francia (supera los 3 millones) es resultado de la inmigración lo mismo que el mosaico religioso del Reino Unido, donde a algo menos de un millón de musulmanes se añaden casi medio millón de hinduístas y un cuarto de millón de sijs, cumplida muestra de lo que fue su imperio en la India. En España los musulmanes rondan el medio millón, una cifra en crecimiento que tiende a aproximarse en porcentaje a lo que ocurre en el Reino Unido o Italia (donde hay 700.000 musulmanes). El fenómeno migratorio no es privativo de los ámbitos europeos y explica en gran medida el crecimiento del catolicismo en Estados Unidos (por el aporte de poblaciones centro y sudamericanas), pero también el aumento del sincretismo chino en lugares en los que hay un flujo migratorio importante como en Singapur o Malasia.
El otro factor que determina el crecimiento de la multirreligiosidad es la conversión. A escala global, el fenómeno de conversión más notable por el volumen de población implicada se presenta como una curiosa contrapartida a la catolización de Estados Unidos: es el paso del catolicismo a diversos cristianismos evangélicos (e independientes) que se lleva produciendo en Centro y Sudamérica desde hace cuatro décadas, pero que se ha multiplicado en el último decenio. En Brasil hay cerca de 40 millones de cristianos no católicos frente a 120 millones de católicos (una proporción de 1 a 3, parecida a la de Haiti, siendo aún mayor el impacto en Puerto Rico, donde la relación linda el 1:2), la proporción es de 1 a 4 en Guatemala (con 2,5 millones de cristianos no católicos), 1 a 5 en Nicaragua, 1 a 6 en Chile (con 2 millones de cristianos no católicos), de 1 a 8 en Bolivia (cerca de 1 millón), de 1 a 10 en Argentina (con 3 millones), los porcentajes son menores en otros países (aunque las magnitudes sean destacables en algunos casos, como los casi 4 millones de México, los 2 millones de Perú o el millón de Venezuela). Los factores son difíciles de calibrar y quizá la inmediatez de la relación del fiel con Jesucristo y el marco referencial constante que ofrece el trabajo cotidiano con el texto bíblico sea una primera pauta para la reflexión. Pero también las redes de autoayuda de los grupos evangélicos, las convicciones morales y los valores que inculcan que se adecúan al modelo ideológico imperante en Estados Unidos (y que defiende el esfuerzo personal, la autosuperación como medios de prosperar) convierten a las comunidades evangélicas en modelos atractivos (además utilizan de modo magistral los medios de comunicación de masas para el proselitismo, con la proliferación de emisoras de radio y televisión). En ciertos casos la opción evangélica, que suele defender posiciones muy conservadoras, ha actuado como medio de contrarrestar el desarrollo de un catolicismo reivindicativo de cambios inmediatos y no pospuestos que encontró su baluarte en la teología de la liberación. En otras ocasiones, la mayor facilidad de acceso a la condición de pastor, al no exigirse un aprendizaje tan largo y complejo como entre los católicos, a lo que hay que añadir la falta de obligatoriedad del celibato sacerdotal, ha incidido en que la presencia evangélica sea en ciertas zonas más constante que la católica, donde hay sacerdotes con parroquias muy extensas que son incapaces de atender correctamente, máxime con la crisis de vocaciones que sufre el catolicismo. Además, el papel de la mujer es también mucho más activo entre los grupos evangélicos, donde, en general, el peso de la comunidad de fieles en la organización del culto es notable. Todos estos factores, y otros que quedan en el tintero, pueden ayudar a explicar ese crecimiento tan importante de la conversión evangélica en América, un fenómeno clave en la consolidación de la multirreligiosidad en esa zona. Pero, aunque resulte menos notable desde el punto de vista estadístico, este proceso se está desarrollando también en los ámbitos católicos de Europa, donde el impacto entre grupos marginados de población es destacado (por ejemplo entre los gitanos).
Importante también es el fenómeno de la conversión desde opciones cristianas convencionales a cristianismos independientes con unas estructuras de culto más participativas y menos jerárquicas, más adaptadas a la idiosincrasia de cada comunidad, o en general desde las opciones más arraigadas (sean cuales fueran) hacia opciones diferentes que presenten caracteres nuevos. Destaca en particular, el auge del pentecostalismo, del baptismo, o de las Iglesias nativas, así como el impacto de cristianismos independientes de proselitismo agresivo originarios de Estados Unidos como los Testigos de Jehová o la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (mormones).
Aunque puedan llegar a tener un impacto mediático importante y una notoriedad destacada, por el radical cambio en las costumbres, las reglas de convivialidad o incluso en los modos de vestir que conllevan, los fenómenos de conversión a religiones orientales resultan menos importantes a nivel global. El número de budistas o hinduístas fuera de los países asiáticos y que no provengan de inmigración es mínimo, a pesar de la notoriedad de algunos conversos. Diferente es el caso de la aceptación de técnicas de estas religiones, por ejemplo yóguicas o de meditación, que se hace mayoritariamente sin conllevar una conversión (más en la línea del diseño de una religión de caracter personal).
La conversión, la inmigración, la individualización que atomiza las creencias están, por tanto, determinando la transformación paulatina del mundo en un mosaico multirreligioso en el que, además, se ha multiplicado un mecanismo imparable, la globalización, que reduce o impide la posibilidad de mantenerse al margen del flujo económico, ideológico o político mundial. La globalización, aunque potenciada en los últimos decenios gracias al desarrollo de la informática, la universalización del alcance de las televisiones en calidad de instrumentos de propaganda, las redes mundiales de circulación de bienes y servicios y el final de la política de bloques, es elemento fundamental en la construcción de la modernidad, como ejemplifica el establecimiento progresivo desde el siglo XIX de un sistema capitalista mundial de intercambio de bienes y capitales o el ya caduco internacionalismo proletario, con su perspectiva de una tierra unida regida según los presupuestos comunistas. Su manifestación más clara resultó el colonialismo, que en lo religioso determinó la expansión de un cristianismo modernizante por todo el globo en las zonas controladas por los colonialismos capitalistas y del ateísmo en las zonas sometidas a los colonialismos comunistas.
Producto del pensamiento moderno, la globalización ha sido un factor clave de mutación económica, cultural y religiosa cuyo impacto se ha multiplicado tras la caída del comunismo soviético, al dejar de ser éste viable como contramodelo.
Convertida en referente básico de futuro, una oposición frontal a la globalización en lo económico resulta impracticable, pero la oposición ideológica puede encontrar adeptos. La cultura y los valores referenciales que se diseminan de modo incontrolable desde el desarrollo de las televisiones por satélite son los del mundo occidental y muchos colectivos no se encuentran satisfactoriamente reflejados, en ocasiones porque el estatus económico secundario en el que están clasificados les impide el disfrute de lo que se parece prometer si se renuncia a ciertas señas de identidad en aras de la aceptación de la escala de valores global. Se producen, por tanto, movimientos de oposición a los cambios uniformizadores que encuentran un material sensible justamente en los argumentos religiosos, que pueden detonar los mecanismos de la insatisfacción. Por otra parte la globalización cultural, en su calidad de producto ideológico diseminado por la televisión no resulta particularmente respetuosa con las múltiples sensibilidades que entran en juego entre los posibles receptores de esos mensajes. Se está potenciando, por tanto, junto a la tendencia a la asunción del modelo común, una apuesta por defender la riqueza de las identidades diferenciales. Las relaciones dinámicas entre ambas tendencias puede que ofrezcan una pauta de futuro, por medio de la conformación de una globalización que tenga en cuenta el valor patrimonial de la diversidad cultural, que contrarreste la contraperspectiva de la multiplicación del conflicto y en particular del que encuentra en la religión un argumento aglutinante.

El mundo global en construcción, paradigma de la modernidad, se enfrenta pues a un reto que puede poner en peligro su supervivencia, que es el conflicto que opone identidad común e identidades locales y que en muchas ocasiones toma la forma del conflicto religioso; pero antes de pasar a revisar brevemente algunos de ellos, conviene tener en cuenta una serie de premisas.
Los conflictos religiosos no surgen de exclusivas rivalidades de fe, teología o liturgia y no se explican por sí mismos: tras este tipo de enfrentamientos se ocultan razones de índole económica, política o en general de geoestrategia. La religión ofrece un marco para que los conflictos muestren un radicalismo que quizá no se alcanzaría sin la presencia de ese componente: pensemos lo que sería el conflicto en el País Vasco si se añadiese, como ocurre en el Ulster, una seña de identidad religiosa que permitiese, además, alterizar al diferente por medio de la religión.
La sensibilidad hacia las reglas de lo permitido y lo prohibido, lo puro y lo impuro, lo propio y lo extraño es muy diferente en cada una de las religiones, por lo que el abanico de agravios (y motivos de discordia) que pueden esgrimirse es amplio. Las respuestas frente a la injuria no suelen, por tanto, regirse por las leyes de la razón y el fanatismo religioso tiene raíces más profundas que el nacionalista ya que la idea de patria se enseña a los niños en una época posterior a la de religión e impregna menos el cuerpo de creencias del individuo. Las guerras de Bosnia o de Kosovo ofrecen buenos y cercanos ejemplos de violencia religiosa que sirve para exacerbar los motivos del ahínco bélico, más allá de lo que la defensa de la idea de nación incitaría. La religión ha sido uno de los medios más eficaces a lo largo de la historia para consolidar una identidad grupal diferenciada. Para renegar de la integración y marcar una frontera, cuando menos ideológica en el caso de que no se pueda establecer una física.

Si bien en el mundo actual, las identidades diferenciadas por razones religiosas tienden a ser menos colectivas que individuales, y la posibilidad de los conflictos se mitiga en aras de una tendencia global a hacer de la religión un asunto no político, el conflicto religioso sigue presente, tanto en el marco internacional como en el seno de los distintos marcos nacionales. En una aproximación de carácter sintético podríamos ordenar los conflictos religiosos en tres grandes bloques: los conflictos que caracterizan las fronteras de expansión de las grandes religiones, los conflictos generados por la no aceptación del marco global de la modernidad y los que surgen como consecuencia de la multirreligiosidad.
Los conflictos de carácter más tradicional tienen que ver con los límites en la expansión de las grandes religiones y en particular del islam, por tanto no son privativos de la época actual sino que sus raíces son anteriores; pero la modernidad los dotó de una vía de manifestación nueva, que es el nacionalismo, con su horizonte referencial absoluto de unos límites nacionales que puedan circunscribir al grupo (religioso) que desea identificarse excluyendo a los diferentes.
El norte del subcontinente indio, límite último de la expansión del islam en el Asia nordoriental ha sido y sigue siendo un vivero de este tipo de conflictos y por ello resulta ejemplar.
El más importante, cuyas más terribles consecuencias se han superado, es el que enfrenta a musulmanes e hinduistas desde hace más de medio siglo. A la violencia larvada se sigue oponiendo el sueño de la convivencia pacífica interreligiosa en la India, donde más de 100 millones de musulmanes (más que los habitantes de los países árabes) siguen compartiendo una misma nación con más de 800 millones de hinduistas a pesar de que organizaciones extremistas busquen su expulsión y desencadenen matanzas esporádicas en zonas especialmente conflictivas. La oportunidad para las opciones no violentas parece surgir de la victoria sobre la pobreza, por el contrario la pobreza encuentra en el fanatismo religioso un detonante que estima intolerables las diversidades y apuesta por la exclusión como espejismo frente a la frustración.
Una minoría religiosa que busca su identificación en un estado nacional en el norte de la India y que resulta muy ilustrativa son los sijs, fieles de una religión fundada en los umbrales de los siglos XV y XVI en un intento por sintetizar islam e hinduismo y cuyo número ronda los 22 millones de miembros. Su fuerte implantación en el estdo indio del Punjab (donde son mayoritarios) les ha llevado a exigir por la violencia un estado independiente, la reacción de las autoridades de la India en 1984 llevó al asalto del Harmandir, su templo principal y emblemático situado en la ciudad de Amritsar y al exterminio de los radicales sijs y determinó el posterior asesinato de la primera ministra de la India, Indira Gandhi, por su guardia personal (formada por sijs). La religión en este caso es una seña de identidad para una población localizada en los márgenes del mundo indio (un territorio extremadamente conflictivo), a caballo entre mayorías musulmanas (en Paquistán) e hinduistas. Convergen en las proximidades del Punjab las fronteras más sensibles del mundo actual, tres naciones que pueden utilizar la disuasión atómica (Paquistán, India y China) en un territorio marcado por las inestabilidades y los enfrentamientos religiosos: el integrismo afgano, el aplastamiento del budismo y la etnia tibetana por los chinos en el Tibet, los conflictos entre hinduistas y musulmanes, la frontera oriental entre chiísmo y sunnismo que discurre del Paquistán al Irán, las incógnitas de los países musulmanes del Asia Central ex-soviética y el destino del petróleo que albergan y el trasfondo de la producción y exportación incontrolada (como resultado de la misma inestabilidad) de drogas y el contrabando de armas.
El sueño de algunos sijs que aúna nación y religión resulta una mezcla explosiva en la geoestrategia de la zona que lo convierten en un potencial peligro de desestabilización a nivel global de un calibre quizá comparable al que genera el Estado de Israel, el paradigma de conflicto religioso, en el que por más conocido no insistiré.
Entre los conflictos surgidos en los límites de la expansión del islam, destacan, por su recurso a la violencia, los que se producen en Filipinas, en los Balcanes o el Sudán. Destacado y ejemplar ha sido el que enfrentó en el Líbano a musulmanes, cristianos y drusos, donde las alianzas cambiantes ilustran que la religión cumplió el papel de mero pretexto en un complejo juego de geoestrategia.
En cierto modo muchos de los conflictos anteriormente revisados incluyen un componente de crítica a la modernidad que nos introduce en el segundo bloque de conflictos religiosos del mundo actual, los que tienen que ver con la no aceptación del marco global, individualista y pluralista moderno. El modelo que ha sistematizado esta oposición lo denominamos genéricamente fundamentalista. Tomó carta de naturaleza en Estados Unidos a comienzos del siglo XX entre grupos protestantes para definir una opción que buscaba volver a los fundamentos de la religión, centrados en una literalidad bíblica convertida en práctica de vida. Esta actitud fundamentalista no es ajena a otras tradiciones religiosas (en particular al judaísmo o al islam, pero también a religiones de Oriente) y de hecho parecería asemejarse a la forma premoderna de entender el mensaje religioso; pero se caracteriza por la novedad (y la debilidad oposicionista) de anclarse en la posición de enfrentar la modernidad y sus premisas. En particular ha sido ejemplar el antagonismo respecto de los logros de la ciencia en dos campos clave y entrelazados que enfrentan lo que se estima revelación: la teoría evolucionista y el método histórico-filológico para el análisis de los textos religiosos. La actitud carente de crítica frente al texto sagrado, el sacrificio de la razón frente al dogma son actitudes mentales que intentan cerrar los ojos ante la inadaptación de estos mensajes religiosos milenarios respecto de los valores de la sociedad actual: la ley mosaica o la charia, por ejemplo, entendidas en un literalismo extremista, vulneran de modo radical la igualdad (refrendada en muchos países en sus propias constituciones) entre hombres y mujeres, sencillamente porque fueron establecidas para sociedades en las que el estatus de la mujer era diferente al actual. Pero esta lectura histórica, que hace de la religión un producto de cada época, no la aceptan los fundamentalismos, que estiman que lo que dicen que es palabra de Dios, ha de ser entendida como un absoluto, con valores de eternidad, con un peso legal superior a cualquier norma social. Así los grupos fundamentalistas se transforman en entes autónomos (en la acepción etimológica del término "regidos por sus propias leyes") pues estiman el marco legal civil contingente mientras que la ley sagrada la creen con validez eterna. Las actitudes fundamentalistas son profundamente religiocéntricas y mientras solamente rigen en el interior de grupos religiosos particulares, su capacidad de generar conflicto es pequeña. Pero cuando los fundamentalismos se convierten en armas de acción política, o sus defensores consiguen hacerse con el poder e imponer a la totalidad de una nación sus puntos de vista, la situación es mucho más complicada. El Irán de Jomeini se convirtió en un modelo de lo que podía llegar a ocurrir, ese reino de Dios en la tierra, utopía de tantos dirigentes religiosos que creen poder instaurar una sociedad perfecta, contraria al individualismo, la corrupción y la degeneración modernas.
Pero de nuevo en lo relativo a los argumentos fundamentalistas hay que calibrar que las razones de su presencia y su éxito puntual no se deben tanto a lo que predican cuanto a donde lo hacen. Algunos fundamentalismos norteamericanos presentan un radicalismo notable, prometen un futuro milenarista perfecto, pero su éxito político, como opción de futuro es nulo. Por el contrario cuando el fundamentalismo actúa junto a la miseria, la falta de perspectivas o la frustración, la religión se convierte en vehículo de escape. Los fundamentalistas hindúes toman a los musulmanes o a los modernos como diana de sus frustraciones, los fundamentalismos islámicos a Occidente y lo que representa (aunque para llegar a cumplir sus propósitos utilicen los vehículos de propaganda, las armas y los conceptos, como el de partido político o el de nación, generados por quienes desean combatir). En el mundo islámico la opción fundamentalista parece ofrecer un contramodelo frente al subyugamiento económico y tecnológico, frente a la caracterización como ciudadanos de segunda (como pobres, el criterio clave en el mundo plutocrático moderno), frente a la desidentificación y uniformización; y puede llegar a presentar el atractivo de su eficacia (puesto que ha funcionado) aunque resulte un terrible instrumento en manos de líderes sin escrúpulos.
Pero en ese juego de confrontaciones, el fundamentalismo islámico parece cumplir también el papel de paradigma de referencia del miedo a la religión y a las religiones que se alenta en Occidente. Frente a la diversidad del mundo islámico en el que las opciones fundamentalistas son minoritarias, la referencia sistemática a Afganistán o Argelia sirve para construir una alterización que tiene sus adalides en los medios de comunicación y entre notables politólogos y especialistas en geoestrategia occidentales cuya cabeza más visible quizá sea Samuel Huntington (y su choque de civilizaciones donde el islam sale bastante mal parado, en un análisis que une etnocentrismo con lo que pudiera parecer una indigestión de Max Weber). La solución, mas que ahondar en el lenguaje binario de la alterización y estigmatización del diferente (en particular del musulmán en Occidente), requiere una redimensión más respetuosa de la globalización, que pase por combatir la miseria, verdadera razón última de los fundamentalismos.
Los conflictos que hemos revisado hasta ahora, si se desdotan de sus proyecciones políticas, de sus manifestaciones más allá de lo individual, son perfectamente asumibles en el marco moderno: de hecho pasan sencillamente a convertirse en conflictos generados por este fenómeno definitorio del mundo actual que es la multirreligiosidad; pasamos así al tercer bloque de conflictos religiosos que proponía revisar. Pero en este marco, más contemporáneo, el conflicto tiene una manifestación diferente, dependiente de factores como la difícil gestión de la diversidad, las relaciones entre mayorías y minorías religiosas y los mecanismos de adaptación desde sociedades homogéneas a multirreligiosas.
Si bien la modernidad articuló, un marco igualitario sostenido en el concepto de libertad religiosa que ha sido clave en el desarrollo de la multirreligiosidad, hay que tener en cuenta que la materialización de ese marco de neutralidad no fue idéntico en todas partes. El modelo de neutralidad plena ha tenido su desarrollo más depurado en Estados Unidos, Japón tras la derrota en la Guerra Mundial o Francia. Pero en muchos otros países, a pesar de un marco jurídico en ocasiones muy claro, el peso de la historia, de la opinión pública y la actuación de diferentes grupos ideológicos y religiosos termina distorsionando ese marco teórico de libertad en mayor o menor medida a la par que en países con religión oficial, tal marco no se contempla y la penetración de la diversidad religiosa sufre múltiples trabas. Añadamos que en ciertos casos (un buen ejemplo es España) siglos de homogeneidad religiosa (por la existencia de religiones mayoritarias o incluso exclusivas) han instaurado un lenguaje binario de carácter religiocéntrico que puede llegar a estigmatizar al miembro de una religión diferente aunque su comportamiento no difiera del de algunos miembros de la propia.
La percepción social de la diversidad, por tanto, queda distorsionada y el umbral de tolerancia social respecto de los comportamientos religiosos tiene diferentes peldaños, enfrentando el marco de lo real al marco de lo teórico. Frente a la igualdad puede surgir la discriminación que tendrá como punto de mira al diferente, al minoritario, al extraño. Particularmente sensibles resultan las minorías religiosas que no tienen arraigo antiguo, o las que unen diversidad religiosa a origen extranjero. Además el rechazo social puede aderezarse desde el interior de estos grupos con actuaciones de carácter religiocéntrico y tendentes a la segregación o la ocultación. La negación de la convivencia, en sus aspectos de comensalidad, cordialidad o familiaridad (siendo ejemplar la ruptura tras la conversión al grupo religioso de la relación entre padres e hijos o hermanos) provoca un profundo rechazo social. Se trata de una espiral que puede generar situaciones sociales y personales muy conflictivas puesto que el grupo o la minoría se cierra y no participa en los mecanismos de intercambio que propician la estabilidad social, y a la par, se desata la alarma frente a sus comportamientos que se enjuician de un modo mucho más severo que si se realizasen en el seno de otros grupos religiosos no segregados.
Estas situaciones conflictivas, de intolerancia social, son más notorias en sociedades en transición desde un marco homogéneo a otro multirreligioso; los mecanismos de identificación social, sobre todo en estratos determinados de la población, pueden contar con un parámetro religioso que pueda estimarse inexcusable. El rechazo al diferente puede haber sido inculcado desde un modelo educativo que negase los valores de la diversidad, en estos casos el papel de los educadores resulta fundamental para favorecer el cambio de valores.
El horizonte de la multirreligiosidad que caracteriza nuestro mundo actual, conlleva la eclosión de una gran oferta religiosa de muy diversos orígenes y con presentaciones muy distintas. La globalización es vehículo de penetración no sólo de corporaciones multinacionales sino también de religiones conformadas según las necesidades de la modernidad y de la sociedad postindustrial, que tienen en Estados Unidos en particular, la sociedad multirreligiosa más desarrollada, sus puntos de referencia. Este tema requiere que le dediquemos algunas breves reflexiones, puesto que muchos de estos grupos religiosos, denominados sectas en un juego descalificador de contornos indefinidos en el que cualquier religión puede terminar enjaulada, son percibidos en algunos países como peligrosos, desatándose alarmas sociales, en muchos casos fomentadas desde unos medios de comunicación en busca de noticias fáciles y de impacto. Quizá el primer escollo lo plantee el propio término secta, demasiado inconcreto desde el punto de vista de su significado y demasiado usado desde posiciones religiocéntricas como para hallarle una acepción neutral. Otros apelativos son más satisfactorios, como el de nuevas religiones, que identifica a las formas religiosas surgidas desde las perspectivas de las sociedades industrial y postindustrial.
Las nuevas religiones, salvo en Estados Unidos o Japón, patrias de la mayoría de ellas, suelen ser en alguna medida percibidas de modo distorsionado como resultado de muchos parámetros: la historia (el arraigo duradero frente a la novedad), la labor social que desarrollen (que no se dirija exclusivamente a los miembros del grupo), el umbral de impacto (el número de miembros, su acción proselitista). Pero también es importante la construcción de un imaginario de la diferencia que deslegitima a estos grupos (de un modo genérico) estimándolos no verdaderas religiones sino pretextos para la consecución de actividades delictivas o para el enriquecimiento. Si bien es cierto que algunos de estos grupos, al amparo de un marco general de apoyo a las diferentes religiones pueden estar dedicándose a actividades de carácter ilegal de las que la sociedad puede tardar en tomar conciencia, no es menos cierto que se trata de casos mínimos o muy aislados (de los que puede que no se libren muchas otras instituciones, también religiosas). En cualquier caso la sociedad ha de dotarse de instrumentos para desenmascarar las ilegalidades que no determinen una vulneración de la libertad religiosa, lo que no resulta en ocasiones sencillo.
Dos niveles se superponen en los que el control social tiene diferentes grados de legitimación. En el nivel colectivo la ilegalidad es más facil de detectar (desde actividades ilegales con resultado de muerte a las de carácter económico o contra la protección del menor) y la actuación de los mecanismos de represión generalmente aceptada. Pero resulta imprescindible que la sociedad, y en particular los medios de comunicación, tengan buen cuidado de no hacer de un caso particular (como puede ser, por ejemplo, el de los suicidios-asesinatos colectivos que se producen esporádicamente y generan una alarma social, por otra parte justificada) motivo para una descalificación general de toda religión diferente.
Por otra parte en el nivel individual, el trazado de límites entre lo legal, lo ilegal, lo tolerable o lo aceptable resulta más difícil, puesto que en última instancia, en la mayor parte de los casos, se trata de cuestiones que atañen a la difícil alquimia del equilibrio (o el choque) entre libertades y derechos fundamentales. La libertad religiosa puede quedar enfrentada al derecho a la vida (por ejemplo en el caso de los suicidios religiosos) o la libertad de prensa (que ampara al periodista para investigar sobre determinado miembro de un grupo religioso) al derecho a la intimidad; pero en cualquier caso se trata de relaciones dinámicas en las que la última palabra han de tenerla los profesionales de la justicia (a pesar de que la judicialización de este tema resulte controvertida, parece el camino más neutral de enfrentarlo).
Si bien el marco jurídico es pues clave para redefinir el problema, hay que tomar conciencia de que éste no puede plantearse de un modo exclusivamente nacional o regional sino de un modo global. Para no generar malentendidos o conflictos de percepción resulta imprescindible tener en cuenta el punto de vista de los países donde este fenómeno de las nuevas religiones y de multirreligiosidad tiene mayor arraigo y más desarrollo, Estados Unidos y Japón (donde existe una mayor sensibilidad hacia la protección del derecho humano fundamental a la libertad religiosa). Solo de ese modo se podrá construir un marco legal eficaz y lo suficientemente no religiocéntrico para proteger a la sociedad (global en este caso) frente a las prácticas delictivas de ciertos grupos religiosos (o pseudo-religiosos) nuevos.
Estas puntualizaciones que atañen en particular a las nuevas religiones sirven para imaginar un horizonte en el que la multirreligiosidad se pueda construir desde una neutralidad (siempre gradual y necesariamente incompleta) en la que se consiga, sino erradicar, cuando menos mitigar el conflicto, único camino para resolver algunos problemas que resultan escollos serios en la convivencia global. Quizá el ejemplo más acuciante y el reto cuya solución será modelo de futuro lo ofrezca la ciudad de Jerusalén. Si se convierte en una ciudad multirreligiosa en la que la diversidad encuentre los cauces de un verdadero respeto, se puede estar dando un paso de gigante en la construcción de un mundo global más estable en el que los conflictos no hallen en la religión un condimento para su exacerbación.

En la revisión que acabamos de realizar de los conflictos religiosos han quedado sin tratar ámbitos que podríamos denominar internos y estructurales, en los que los presupuestos de la sociedad actual enfrentan los que defienden muchas de las religiones más numerosas e influyentes. Ciencia y religión es uno de ellos, y mujer y religión el otro. La discriminación, el androcentrismo, las trabas a ciertas investigaciones por parte de las autoridades religiosas, la contraperspectiva que ofrecen las religiones en lo relativo a los límites de la ciencia son temas apasionantes, retos clave en nuestro mundo actual. Pero quizá entrar en ellos nos llevaría a sobrecargar esta intervención ya demasiado larga, además en la publicación de esta lección quedan expuestos de modo sintético.

Por tanto y ya para concluir, les propongo una reflexión última: el reto principal de futuro de cada religión en el mundo global quizá consista en saber aceptar que ciertas certezas, algunas milenarias, han de redimensionarse en su poder de impacto sobre los que no pertenecen a esa religión y han de adaptarse a un mundo de diversidades individuales y de globalidades que no puede permitirse que religión e irreligión minen una convivencia que ha de construirse necesariamente al margen del conflicto.
Las religiones, desde un horizonte de largos plazos, desde el peso de los miles de millones de fieles que con ellas sintonizan, pueden, además, ayudar a dibujar una contraperspectiva frente a la plutocracia imperante brindando argumentos para mantener viva una reflexión común sobre los objetivos últimos de la sociedad global y la necesidad de superar los conflictos sociales que nacen de las desigualdades y los individuales que surgen del descontento ante la intrascendencia de la falta de horizontes éticos y de perspectivas más allá del anzuelo amargo y rutinario del acumular.